II

UN BURGOMAESTRE OSADO Y UNA VIEJA IRACUNDA

POR la mañana nos levantamos muy temprano, y en vista de que no había posibilidad de encontrar coche, tomamos un carro los cuatro españoles, el mayor Witkamp y un capitán italiano herido en una batalla cerca de Dresde. Braquemond, el inválido, sin duda se quedó en Francfort.

El italiano no tenía más preocupación que su uniforme. Vivía pendiente de que no se le manchara, y constantemente se estaba mirando las mangas y los pantalones.

De día llegamos a Koenigstein. Era tal el saqueo que habían efectuado allí franceses y aliados, que no quedaba una migaja de pan en el pueblo.

El italiano comenzó a quejarse y a decir que con la debilidad que se encontraba y sin comida se iba a morir. El mayor Witkamp le alargó una botella de licor para que disimulara un poco el hambre, y seguimos adelante. El italiano, excitado, nos preguntó qué éramos; le dijimos que españoles, y nos habló mal de España. Decía que la decadencia de Italia se debía a los españoles. Si no hubiera sido porque estaba herido y enfermo, le hubiera enseñado a hablar de nosotros con más respeto.

Llegamos a media tarde a Limburgo y nos dijeron que allí se cebaba la epidemia de una manera inusitada y que se morían hasta los perros.

Ganisch, el criado o amigo de Eugenio, dijo que en su país, cuando había una epidemia semejante, se solía llevar el ángel San Miguel desde el monte Aralar, de Navarra, y se curaban en seguida los hombres y las bestias. Él sentía que Aralar estuviese tan lejos, que si no…

Aviraneta, de pronto, dijo incomodado que no comprendía cómo un hombre que andaba con él podía ser tan burro para creer estas cosas. Ganisch dijo que era lo que decía todo el mundo. Riego se puso de parte de Aviraneta y yo defendí a Ganisch.

Cuando se explicó al mayor Witkamp de lo que se trataba, el mayor exclamó:

—¡Supersticiones! ¡Supersticiones!

Olvidamos pronto este punto y discutimos lo que había que hacer. El italiano dijo que él se quedaba allí porque no podía más; lo dejamos en una posada que se llamaba Preussiseher Hof, nosotros seguimos adelante en el carro.

No sé si era antes o después de llegar a Altenkirchen, pueblo nombrado porque en él murió el general francés Marceau, cuando nos paramos de noche en una aldea casi hundida en la nieve.

Llamamos en la posada, y el posadero nos dijo que nos podía dar unas patatas pagándolas a doble precio, pero que no tenía sitio donde ponernos a dormir.

Asamos nosotros mismos las patatas al fuego, las comimos, bebimos un aguardiente muy malo y nos decidimos a tendernos en el suelo.

El posadero dijo que allí no podía ser, porque teñía que dormir él con su familia, y que nos fuéramos.

—Nada; vamos a ver al burgomaestre —dijo el mayor.

Salimos de la posada y, pasando por zanjas abiertas entre la nieve, llamamos en casa del alcalde; le hicimos bajar, y el mayor le explicó en alemán lo que deseábamos.

Era la primera autoridad del pueblo hombre grueso, fuerte, de pelo rojo y rapado, la cara redonda, las cejas salientes y el aire de demonio.

—Aquí no hay camas ni posada —gritó el burgomaestre furioso—; todas las casas están llenas. Además, este pueblo no es de tránsito de tropas.

—¿Pero no podríamos entrar bajo techado? —preguntó el mayor.

—Aquí, no; váyanse ustedes a otro pueblo.

En esto acertó a pasar una patrulla con un oficial. Al ver nuestro grupo se acercó. Precisamente el oficial había estado en España. Le expliqué yo lo que pasaba, creyendo que sabría reducir a la obediencia a aquel burguermeister bárbaro y selvático; pero, no.

El burgomaestre volvió a asegurar que no había camas en el pueblo, y añadió que estaba deseando que la epidemia reinante acabase con todos los militares de la tierra, alemanes, franceses, españoles o rusos, sanguijuelas del país, gorrones, canallas, bandidos, que no dejaban a nadie vivir en paz.

Se le dijo que el Ayuntamiento nos podría indicar un sitio donde dormir y que le pagaríamos lo que fuera. Él contestó que el Ayuntamiento no quería dinero robado.

Como hablaba en alemán, yo no me enteré de las palabras de tan audaz enemigo del ejército. Si le hubiera entendido le hubiera castigado a aquel miserable que así insultaba a la institución más noble de la sociedad, defensora de la patria, espejo de la hidalguía y de los sentimientos caballerescos en todas las naciones.

En vista de la acogida que nos dispensaban, no tuvimos más remedio que volver al carro y seguir nuestro camino. La noche estaba clara y fría; en las afueras del pueblo había un montón de ataúdes que, sin duda, habían dejado allí por no poder llevarlos al camposanto. Despedía aquello una peste que echaba para atrás. Apresuramos la marcha, y a la hora u hora y media de salir pasamos por delante de una casa bastante grande que había a un lado de la carretera y nos decidimos a pedir auxilio.

Llamamos repetidamente durante un cuarto de hora. La lluvia arreciaba cada vez más. La carretera estaba convertida en un pantano y nos hundíamos en el barro hasta las rodillas.

En vista del silencio nos decidimos a entrar en la casa, pasara lo que pasara.

Aviraneta, y Riego, el uno por un lado, el otro por otro, escalaron unas ventanas y entraron en la casa. No había nadie. Abrieron la puerta, entramos todos, llevamos los caballos al pesebre, y yo, siguiendo el ejemplo del mayor Witkamp y de los demás, me metí a dormir en una cama.

A la mañana siguiente nos despertó la gritería de una vieja, guardiana de la casa, indignada de nuestra audacia y desfachatez.

El mayor Witkamp la quiso tranquilizar y pagarle algo del perjuicio causado; pero la vieja estaba fuera de sí; nos llamó cien veces ladrones, salteadores, y dijo que iba a ir al pueblo próximo a avisar a la justicia. Luego, sin duda, pensó que el pueblo estaba lejos y se quedó refunfuñando.

Nosotros preparamos el carro y continuamos nuestra marcha. La vieja nos siguió durante algún tiempo tirándonos piedras e insultándonos, hasta que Ganisch, cogiendo un palo como si fuera un fusil, le apuntó desde el fondo del carro. Entonces la vieja echó a correr chillando, volviéndose y amenazándonos con el puño desde lejos.

A media mañana el mayor sacó unos embutidos, un jamón y un par de quesos de un saco.

—¿De dónde ha salido esto? —pregunté yo.

—Lo he cogido de la despensa de la casa —contestó él con indiferencia—. También he arramblado con unas botellas.

—¡Cómo estará la vieja cuando lo sepa! —dijimos.

Comimos muy bien; llegamos a Siegburgo, cuyas posadas y fondas estaban todas ocupadas, y tuvimos que ir a dormir a un pueblo próximo.