I

EL JUDÍO DE FRANCFORT

DE Darmstadt, pueblo en donde paramos pocas horas, en un barrio antiguo, con calles angostas y muchos jardines con rejas a la calle, recuerdo solamente el hermoso parque del palacio ducal.

Entre Darmstadt y Francfort hay una llanura arenosa y monótona, pobre y sin vegetación.

Llegamos a Francfort por la mañana y nos alojamos en una posada llamada Cour de Paris. El mayor Witkamp, conocedor de la ciudad, nos mostró en el puente de piedra sobre el Main los agujeros de las balas y granadas, huellas de la lucha sostenida allí entre el ejército francés y el aliado después de la batalla de Leipzig.

Por las calles de Francfort se veían a cada paso oficiales rusos, austríacos y bávaros, y una nube de mujeres alegres alemanas, francesas, italianas y polacas.

Unos y otras, según el mayor Witkamp, llevaban la quintaesencia de la sífilis de Oriente y de Occidente.

Aviraneta, que tenía una gran inclinación por desacreditar todo lo que fuera autoridad, dijo que había oído que los generales del ejército aliado, que venían a imponer la Monarquía de Derecho Divino, eran más ladrones aún que los generales franceses; que se tragaban armamentos, uniformes, medicinas, como píldoras.

—Todos son iguales, sean franceses, alemanes o rusos —dijo el mayor Witkmap—. Militar y ladrón son sinónimos.

Después de comer fuimos a un café; y estábamos hablando castellano cuando se nos acercó un hombrecito, pequeño, moreno, con la nariz corva, la barba entrecana y los ojos brillantes.

—¿Son ustedes españoles? —nos preguntó.

Y al decirle que sí, se nos quedó mirando ensimismado y comenzó a hablar.

¡Pero qué manera de hablar! Era un chaparrón de palabras. Cuando concluía un período repetía afirmativamente: Sí… sí… sí…, como para no perder el derecho de seguir hablando.

Este hombre era judío, de origen español, y nos habló de España y de los judíos en un castellano arcaico. Decía agora por ahora, aínda por todavía, y empleaba giros muy extraños.

—Vosotros los cristianos de Castilla —exclamó gesticulando— creéis que nosotros os guardamos rencor porque quemasteis a nuestros remotos, y debíamos guardarlo; pero, no, no tenemos odio. No; nosotros amamos a España; ese ha sido el país donde hubo un florecimiento más bello del alma hebraica. Sí, sí, sí. Amamos a España, Toledo, Sevilla. Granada, Córdoba… Allí vivió nuestra raza; allí fueron príncipes, poetas, banqueros… Sí, sí, sí…

Después se puso a comparar la religión judía con la cristiana, y decía:

—La religión hebraica es religión de vida; la cristiana es religión de muerte, y la católica es sólo paganismo, paganismo nada más. Sí, sí. Y nuestra religión es justicia… Nosotros no tenemos la palabra limosna; entre nosotros, dar al pobre es restituir, es hacer justicia, no es dar limosna. Entre nosotros no existe la limosna. Sí, sí, creedlo, creedlo. Sí… sí… sí…

Y seguía así con aire de inspirado, los ojos brillantes y las manos temblorosas.

Aviraneta y Riego le escuchaban. No comprendo cómo podían oír con calma las blasfemias e impertinencias de aquel miserable enemigo de la religión.

Este judío, que se llamaba Salomón Blumenkhol, tenía grandes agravios que vengar de los alemanes. Estos bárbaros, en tiempo de Federico el Grande, habían obligado a los judíos a cambiarse de apellidos y abandonar sus Levy, sus Cohen, sus Israel, y para burlarse de ellos les habían dado apellidos ridículos; así él, un Levy descendiente del rey David, se llamaba Blumenkhol (coliflor); el rabino de Francfort se llamaba Zanahoria, y otros, Patata, Ratón, Zapatilla, etc.

Los alemanes, según el señor Coliflor, odiaban a los hebreos; llegaban a poner en las tiendas letreros como este: «No se permite la entrada de judíos ni de perros».

El señor Coliflor preguntó a Aviraneta y a Riego si eran liberales, y al saber que eran masones quiso llevarlos a su casa.

Salimos del café, cruzamos calles estrechas tortuosas, negras, algunas con las fachadas pintadas y con torres en las esquinas, y llegamos a la calle de los judíos, Judengasse, calle más miserable y más estrecha que las demás, en cuyo extremo se encontraba la sinagoga.

Por lo que dijo el señor Coliflor, antiguamente la calle se cerraba con puertas y cerrojos. El judío nos llevó a su casa, nos obsequió con té y después nos condujo a una imprenta próxima, donde nos presentó a un hombre alto y joven que no hablaba francés y con el cual hubo que entenderse teniendo al judío por intérprete.

Este impresor era de una Sociedad secreta llamada Tugendbund (asociación de la virtud), constituida con un objeto mixto, medio liberal, medio patriótico. Parece que los asociados trabajaban con un enorme entusiasmo por la unidad alemana formada alrededor de Prusia, y que las dos cabezas principales eran: el ministro prusiano, barón de Stein, y un poeta llamado Mauricio Ernesto Arndt, que había publicado canciones patrióticas atacando a Napoleón y elogiando a los alemanes.

Aviraneta y Riego quisieron enterarse de lo que hacían las Sociedades secretas en Alemania, y el impresor habló de la masonería y de la Secta de los Iluminados, con su procedimiento del triángulo, formada por Adan Weishaupt y su compañero Filon Knigge. Las dos Sociedades habían ya casi desaparecido, y con sus restos se habían fundado la Tugendbund y la Burchenschaft (reunión de estudiantes). Estas, abandonando las cuestiones místicas y religiosas, se dedicaban a una obra liberal y patriótica más inmediata.

La Tugendbund conservaba un aire misterioso y romántico, según nos dijo el impresor. Los individuos que pertenecían a ella iban a las sesiones vestidos a la antigua alemana, cordón blanco y negro al cuello, del que colgaba un puñal adornado con una calavera y la leyenda en latín Ultima ratio populorum.

El impresor nos dijo que a esta Sociedad había pertenecido Fichte, célebre profesor que había escrito un discurso a la nación alemana que, a la verdad, ni Riego, ni Aviraneta, ni yo conocíamos.

El impresor afirmaba, con entusiasmo, que Alemania era el primer país del mundo por su espíritu. La ciencia alemana, la filosofía alemana, la cultura alemana estaban por encima de todo.

Ya cansados de disertaciones, nos despedimos del patriota y volvimos a nuestra fonda acompañados del señor Coliflor, que no quería separarse de nosotros.