XIII

ALEGRIA Y HAMBRE

DESPUÉS de aquella ridícula escena se hicieron bastante amigos nuestros el francés tuerto del agujero en la mejilla, llamado Braquemond, y el mayor Witkamp.

Los dos iban, como nosotros, hacia Holanda, y como llevaban el mismo camino, decidimos seguirlo juntos.

El mayor Witkamp tenía la costumbre de viajar provisto de botellas de licor del más fuerte que encontraba, y lo prodigaba sin tasa.

Bajo la influencia de los licores del mayor pasamos Heidelberg, cuyo castillo vimos cubierto de nieve; comimos abundantemente, nos metimos en la diligencia y seguimos adelante cantando, vociferando y riendo, dentro de aquel estrecho espacio, hasta que nos quedamos todos dormidos.

No sé el tiempo que pasamos así; supongo que fue un día entero; lo que recuerdo es que desperté por la noche bostezando de hambre.

La excitación de los licores del mayor Witkamp había pasado y todo el mundo se sentía hambriento.

Por la noche hicimos alto para comer un bocado en un pueblo muy miserable.

Llegamos a una posada, llamamos, y tardaron mucho en abrirnos la puerta.

Eran las doce de la noche. Al pasar adentro encontramos dos cosacos que estaban acostados en el suelo al lado de la estufa, durmiendo tan profundamente, que ni nuestras voces ni el ruido que hicimos pudo despertarlos; parecían capuchinos por sus barbas, que les caían hasta la cintura, y tenían una cara espantosa.

Lo único que encontramos de comer en aquella posada fue un poco de cecina muy dura, que aderezamos con aceite y vinagre, y pan de centeno sumamente negro.

Mientras tomábamos esta cena, con un apetito desordenado, nos contaba el tabernero, que era un joven de unos veinte años, con una cara triste e indiferente, que en aquel pueblo había pocos vecinos, porque la mayor parte habían muerto de una epidemia reinante.

—¿Hay epidemia aquí? —le preguntamos.

—Sí, desde que pasó el ejército francés en retirada —contestó él—. Como dejó muchos enfermos en todos los pueblos de su tránsito se ha corrido el mal.

—¿Y en esta casa ha muerto alguno? —le dijo Aviraneta.

—Nada más que mi padre —contestó él—. Ahí, en ese banco donde ustedes están, murió —dijo, señalando al nuestro.

—¿Sería ya viejo?

—No, no era viejo —replicó el joven—. Lo que sí era que estaba muy gordo. El pobre hombre tenía mucha conformidad. Aquí vivíamos antes de la guerra mi padre y dos hermanas. Lo pasábamos bien; pero vino la guerra y nos fastidió.

—Pues ¿qué les ocurrió a ustedes? —le preguntamos.

—Nada; a una de mis hermanas se la llevaron los austríacos, y a la otra la violaron los franceses y la dejaron embarazada y sifilítica. Mi padre, al saberlo, dijo que así estaría escrito. Cuando le dio este mal y se tendió en ese banco, lo único que le molestaba era una gotera que le caía en el cuello. Estuvo unos días delirando, hasta que murió.

—¡Qué desdicha!

—Sí; entonces un pariente mío y yo le vestimos y le pusimos los pantalones, cosa difícil, porque estaba muy hinchado. A medianoche el vientre le hizo plaf, y reventó. Fue su única protesta.

El joven posadero nos siguió contando otros horrores con la misma indiferencia; pero no nos quitó las ganas de comer. ¡Tanto se animaliza uno! Bebimos después, vaso tras vaso, de los licores del mayor Witkamp; fumamos luego, y nos tendimos en el suelo.