XII

INTENTO DE DUELO

Al día siguiente llegamos a Carlsruhe, ciudad muy amplia, hermosa, que forma un semicírculo, con calles que irradian del centro como las varillas de un abanico. Parece que la construcción de esta ciudad se debe al capricho de un margrave.

Vimos la magnífica plaza central que hay delante del palacio del gran duque de Baden, donde dicen que pueden evolucionar con facilidad hasta ochenta mil soldados.

El interior del palacio se asegura que es admirable; pero nosotros no tuvimos el gusto de ver más que los jardines.

Después del paseo matinal fuimos a comer a una posada llamada Rothes Haus, la Casa Roja.

El amo y el ama se sentaron a la mesa con los huéspedes y nos trajeron una comida bastante mala, en la que figuró la choucroute, cosa que me pareció horrible.

Aviraneta y Riego trabaron conversación con un mayor holandés, el mayor Witkamp, y este se puso a decir pestes de los católicos, y sobre todo de los españoles. Eramos el país de Felipe II y del duque de Alba, de los inquisidores y de los matadores de judíos.

Además de lo irritantes que eran para mí sus afirmaciones, concluyó de molestarme el vecino de la mesa, un alemán grueso y rojo, que al oír lo que decía el mayor holandés de los católicos se reía, se sonaba y estornudaba encima del plato.

Ya asqueado y molesto, y viendo que el alemán sabía francés, le dije:

Monsieur, vous êtes un degoutant personnage. El alemán se me quedó mirando asombrado, y yo repetí la frase, recalcándola:

Je dis que vous êtes un degoutant personnage.

El alemán, al oírme, se levantó, cogió un plato y me dio con él en la cabeza; yo le tiré una botella; me agarró él del brazo; yo, de la solapa; tiramos la vajilla y los cubiertos al suelo y armamos el gran estrépito.

Se mezclaron los de la mesa; el alemán se explicó en su lengua y yo conté lo ocurrido en francés. El alemán, al aparecer, dijo que él no se reía de mí, y que si se sonaba con frecuencia era porque estaba acatarrado.

Había entre los comensales un francés tuerto, con un agujero de una bala en la mejilla, que parecía llegarle al cogote, y un brazo de menos.

Este francés, sin que se le encomendara misión alguna, afirmó que el alemán y yo habíamos concertado un duelo y que estaban nombrados lis padrinos. El duelo se verificaría en el jardín del hotel.

Salimos al jardín el alemán y yo; Riego y Aviraneta me siguieron. El francés, no se sabe de dónde, sacó dos sables, y me entregó uno a mí y otro al alemán. Luego intentó ponernos frente a frente.

El alemán, que no se había enterado hasta entonces de qué se trataba, y que creía quizá que íbamos a darnos de puñetazos en el jardín, al ver lo que le proponían cogió el sable, lo tiró al suelo, lo pisoteó con furia, nos insultó a todos en su lengua y se marchó.