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XI · CORINA DESCUBRE ESPAÑA Y ARTEAGA A BEETHOVEN

AL llegar a Radstadt madama de Hauterive, nuestra Corina, nos invitó a comer en casa de su madre con otras varias personas.

Fuimos todos, incluso el criado o familiar de Aviraneta, llamado Ganisch, a quien Eugenio aleccionó para que no hablara.

Comimos espléndidamente y recordamos las peripecias del camino.

Corina dijo a su madre, riendo, que nunca se había divertido tanto como en aquel viaje.

Después quiso descubrirnos España y decirnos cómo éramos los españoles.

—Ustedes, en el fondo, son gentes que tienen poca vida interior —nos dijo—, con cualidades, con virtudes, sobre todo con mucha fuerza orgánica, con mucha elasticidad, pero con muy poca conciencia. Se ve que a ustedes les entusiasma lo difícil. Un pueblo compuesto por tipos así no puede ser un pueblo; será, más que nada, una agrupación de individuos, de individuos grandes, duros, de hombres a lo Hernán Cortés o Pizarro; pero no un pueblo. Yo prefiero con mucho mi país, Alemania, en donde la clase pobre es sensual, obediente y humilde. Claro que un alemán no sabrá desenvolverse a solas tan bien como ustedes, pero sabrá obedecer. En toda nación es necesaria una aristocracia inteligente que dirija y una masa que siga, y por lo que ustedes dicen, en España no tienen ni pueblo ni aristocracia.

Aviraneta y Riego se pusieron a rebatir los conceptos de esta señora; yo no quise decir nada; en el fondo, me parecía ridículo el que una mujer pretendiese conocer un país por cuatro o cinco personas naturales de ese país que había tratado.

Después Corina comenzó a atacarnos en nuestra religión. Según ella, los católicos, sobre todo los católicos españoles, no éramos cristianos más que de nombre; no teníamos conciencia.

Yo le advertí que no debía juzgarnos tan a la ligera; pero ella aseguró que ya nos conocía hasta lo hondo, y concluyó diciendo que nosotros, los españoles, éramos hijos de Roma, y que ellos, los alemanes, pretendían y deseaban ser hijos de Atenas.

Yo, por mi parte, no tenía para qué oponerme a esta filiación.

Después de comer llegaron otras personas y estuvimos charlando.

La madre de Corina, al oír que yo hablaba de literatura, me preguntó si conocía las obras de Goethe; le dije que no, porque no sabía el alemán, pero que había tenido el gusto de leer Werther, traducido al francés. A pesar de encontrar su obra soberbia, yo consideraba tan grande y tan hermosa el René, del vizconde de Chateaubriand, y casi también la Nueva Eloísa. La mayoría de los presentes protestaron, asegurando que la obra de Goethe era superior a la de Chateaubriand, y un señor inglés dio la nota cómica. Para este señor, Werther era un ente tan ridículo y tan fatuo como René; respecto a la Nueva Eloísa, le parecía el libro más declamador y más necio que se había escrito.

Después de hablar de literatura, este inglés se puso a comentar la política del tiempo, y dijo que era una prueba de bestialidad la guerra y el matarse así.

La mayoría de los presentes asintió a las afirmaciones del inglés; pero un joven profesor repuso que era indispensable para el desarrollo de la gran nación alemana, victoriosa en Leipzig, la primera en las ciencias y en las artes, expulsar de su territorio a conquistadores tan bárbaros y tan superficiales como los franceses.

La Alemania del sueño, de la poesía, de la metafísica, no podía estar bajo las botas de los soldados de Napoleón, meridionales advenedizos, mozos de posada y de cuadra, groseros sorbedores de aceite, llenos de galones y de plumas.

Me pareció absurdo que los alemanes se consideraran más civilizados que los franceses, y como si el joven profesor notara en mi aspecto la duda, citó a Lessing, a Kant, a Herder, a Schelling, a Fichte, a Hegel y a una porción de nombres más que, ciertamente, yo no conocía.

Un estudiante dijo que se estaba desarrollando entre los alemanes un entusiasmo patriótico extraño por lo inesperado. Todo el mundo hablaba de que era preciso renunciar a lo extranjero, y principalmente a lo francés, cambiando de ideas, de costumbres, de política y hasta de trajes.

Había patriotas que recomendaban una indumentaria gótica para andar por las calles, cosa que a él le parecía completamente grotesca.

El joven profesor replicó que el punto de vista del estudiante era mezquino y francés; que Alemania necesitaba aislarse, reconcentrarse, para ser la directora del mundo científico, y que aquella tendencia patriótica era admirable.

Riego preguntó al profesor qué idea tenía de los españoles, y el profesor dijo:

—Yo tengo la costumbre de no tener ideas de las cosas que no conozco.

—Está muy bien esa probidad —replicó Corina—; pero si no se tuviera opinión más que de las cosas que se conocen muy bien, no se podrían tener más que un número muy corto de opiniones.

—No se perdería con esto gran cosa —replicó él.

Luego dijo que en un libro de un célebre filósofo —creo que se refirió a Kant— se asegura que los turcos son gentes que lo ven todo por su lado negativo. Así, un turco que quisiera definir los países europeos, llamaría a Francia el país de la moda; a Inglaterra, el país del spleen; a España, la tierra de los antepasados…

Esta era la única opinión del joven profesor; suponía que España era país de recuerdos, de ideas antepasadas y de hombres antepasados; país que había quedado separado de la cultura general de Europa, como las aguas de una marisma quedan separadas de las aguas del mar.

Riego y Aviraneta afirmaron que no había tal; que existía el contacto entre España y el resto de Europa; que así se había podido dar en España, antes que en otra nación europea, unas Cortes como las de Cádiz, que continuaban las tradiciones de la Revolución francesa.

A esto contestó el alemán diciendo que la Revolución francesa no era más que un conjunto de ideas inglesas y alemanas, vestidas a la moda clásica y desarrolladas en un ambiente de locura sanguinaria.

Aviraneta hubiera replicado con violencia, de no salir Corina al paso, invitándonos a ir al salón.

Allí, una señorita cantó un trozo del Don Juan, de Mozart. Me pareció una cosa maravillosa. Tanto me gustó, que a un joven que iba a sentarse a una clave moderna hecha en Alemania, que llaman pianoforte, le dije que casi le agradecería no tocara nada, porque con el recuerdo de la canción de Mozart era feliz.

—No, no; oiga usted —dijeron todos—: va a tocar a Beethoven. Es el genio musical más grande de Europa.

Efectivamente; tocó dos sinfonías: una, llamada Pastoral, y la otra, Heroica.

El joven profesor, al ver que yo estaba entusiasmado con estas sinfonías, me dio una serie de explicaciones estéticas y filosóficas acerca del arte de Beethoven, tan claras, que yo no comprendí palabra; me habló de la cosa en sí, de lo nouménico, de lo fenomenal.

Yo le di las gracias por sus comentarios.

No tengo palabras para expresar mis impresiones. Sólo sé que aquella noche fue para mí inolvidable y que me sentí feliz y desgraciado al mismo tiempo.

Antes de cenar, nos despedimos del ama de la casa. Aviraneta y Riego discutieron en la calle acerca de la superioridad de Alemania, que afirmaban como artículo de fe los amigos de Corina. Yo iba preocupado con aquellas frases musicales extraordinarias que acababa de oír.

—¿Os habéis fijado en las sinfonías que ha tocado ese joven? —le pregunté a Eugenio.

—¡Sí, hombre, sí! —contestó él—. ¡Qué cosa más pesada! Nunca me he aburrido tanto.