LAS CORNETAS EN LA SELVA NEGRA
LA hora señalada para la salida de la diligencia de Basilea, que debía ser las siete de la mañana, se retrasó con motivo de estar todos los caballos embargados, para conducir el tren del ejército aliado, hasta las seis de la tarde. Todo este tiempo estuvimos esperando a que llegaran algunos caballos a la posta.
Nos pusimos en camino ya oscuro, con un tiempo malísimo.
Afortunadamente, éramos los primeros, y Corina, Aviraneta, Riego y yo tomamos los mejores sitios. Viajamos toda la noche, sin adelantar gran cosa. En cada parte teníamos que detenernos cuatro o cinco horas para aguardar la llegada de caballos; luego era menester esperar a que comiesen y descansasen y a que los postillones, con su acostumbrada calma, acabasen de fumar la pipa y beber el aguardiente, que, eso sí, bebían con rapidez y como si fuera agua.
—¿Pero cuándo salimos? —les preguntaba yo, impaciente.
Ellos contestaban: gleich!, gleich!, que parece que quiere decir: ahora, al momento; pero el momento no llegaba nunca. Lo mismo daba que fuera Fritz, Frantz o Peter. Todos eran igualmente pesados, calmosos, de una flema desesperante. Cuanta más prisa manifestaban los viajeros, menos prisa se daban ellos, y con este motivo conseguían quemarnos la sangre. A todo decían: Ya… ya…
Luego, como los caballos estaban aspeados y cansados y había nieve, barro y grandes charcos, marchábamos a paso de tortuga.
Los caminos se iban poniendo peor que los días anteriores; en vez de nevar, llovía, y la nieve se convertía en cieno.
Antes de llegar a Friburgo de Baden atravesamos un bosque muy extenso. Se llama este bosque la Selva Negra; en alemán: Schwarz-Wald.
Uno de los viajeros contó que, al principio de la Revolución, habían matado allá a unos enviados franceses encargados de una misión por el Gobierno jacobino.
Con este motivo se habló de los ejércitos improvisados por la Revolución francesa, y volvimos al eterno tema de nuestras discusiones sobre si era mejor la tradición o el progreso. Corina y yo defendíamos la tradición: Corina, como una idea a la moda; yo, no, por convencimiento.
—Para mí, lo más simpático en la vida es la improvisación, maniobrando en lo imprevisto —decía Aviraneta—. Prefiero un general improvisado a un general viejo; prefiero un político nuevo a uno viejo.
—Pero si no hubiera tradición en la sociedad faltaría lo más hermoso de la vida —replicaba Corina.
—Para mí, la tradición es un principio sin valor.
Riego abundaba en las mismas ideas. Los dos eran por el estilo. Sobre todo a Aviraneta le comenzaba a conocer bien.
Sus planes no eran madurados. Entreveía algo y se lanzaba en su busca, y luego lo desarrollaba según las circunstancias.
Aunque se jactaba de tener proyectos estudiados, en el fondo no los tenía, y los iba modificando a medida que los realizaba. A Riego le pasaba lo mismo.
A mí me dijeron que no podría ser nunca más que un oficial que cumpliese. Y yo repliqué:
—En cambio, vosotros podréis ser buenos coroneles, jefes de partida; pero vuestras condiciones no valen para ser generales.
Con esta discusión llegamos a Friburgo de Baden y comimos en el hotel de la Téte d’Or, hotel de estilo francés, con un hermoso jardín.
Partimos de Friburgo, y poco después subimos una cuesta muy alta, desde donde se descubría, entre la niebla, una extensión de país inmensa, y se dominaba toda la ciudad.
Al escalar la cuesta tuvimos una verdadera función musical. Nuestro postillón, como todos los de Alemania, llevaba una corneta de posta, que tocaba de tiempo en tiempo para avisar a los carros y caballos que interrumpían el paso. Estas cornetas de posta tienen las notas afinadas con la octava baja del clarín ordinario, y su sonido es muy agradable.
Íbamos envueltos en la niebla cuando se reunieron, una detrás de otra, cuatro diligencias en fila, y los cuatro postillones comenzaron a tocar sus cornetas de una manera tan armónica, que causaba asombro. La idea de atravesar un bosque llamado la Selva Negra, entre la bruma, oyendo aquellos aires de trompa, me producía la impresión de que íbamos a una cacería fantástica en un mundo de sueño.
Sin duda, los alemanes tienen un gran instinto musical, porque si se hubiese tratado de franceses no hubieran podido hacer los acordes tan admirablemente. Corina y yo únicamente podíamos comprender el sentido de armonía que se necesitaba para aquello. Riego y Aviraneta se manifestaban insensibles a la música. Eran hombres de acción, a quienes únicamente gustaba el movimiento, el peligro. Se veía que para ellos no había más vida que la vida exterior: vencer las dificultades del momento y cambiar, por el esfuerzo, las circunstancias adversas en favorables.
Ninguno de los dos podía recrearse en la contemplación del mundo interior: para ellos, la poesía, la música, la belleza del cielo y de la naturaleza no significaba nada.
Sobre todo para Aviraneta; la única vida estribaba en hallarse metido en un infierno de dificultades, en un torbellino ciego, al cual pretendía dominar.
Esta tensión de la voluntad era en él lo principal; las ideas, en el fondo, creo que le preocupaban menos de lo que él se figuraba. Tenía la furia de hacer por hacer, y, como consecuencia lógica, la música le decía poco.