VIII

EL PLACER DE VER A UN REY GUAPO

LLEGAMOS a Basilea a las siete de la mañana y no pudimos encontrar sitio donde meternos por estar las posadas llenas de gente.

Corina tenía amigos allí y fue a dormir a casa de uno de ellos.

Nosotros, después de haber corrido fondas y posadas, paramos en una, llamada La Cabeza de Oro, donde nos dieron un cuarto para nosotros tres y un alemán. No había más que dos camas en el cuarto, y estas muy estrechas y pegadas una a la otra; así que tuvimos que dormir como si estuviéramos en formación.

El motivo de haber tanta gente en Basilea era el encontrarse allí el cuartel general de los emperadores de Rusia y Alemania y el del rey de Prusia, y un sinnúmero de tropas que se preparaban a entrar en Francia. Todas tenían que pasar por el puente que hay en esta ciudad sobre el Rin.

Es imposible explicar la confusión y laberinto de Basilea en aquel momento; no se podía andar por las calles.

Se hallaba uno expuesto a ser atropellado continuamente por los innumerables coches de generales y de príncipes, que no cesaban de pasar de una parte a otra, y por caballos de cosacos y edecanes, que iban al galope.

Al mismo tiempo se cruzaban los carros de municiones, de heridos y pertrechos de guerra, que seguían al ejército. Añadido a esto la poca anchura de las calles y que comenzaba a deshelar, se puede comprender lo molesto y peligroso que era el tránsito por el pueblo.

Nos acercamos a la catedral, que es de piedra roja, y desde una plazoleta próxima estuvimos viendo el Rin, de aguas turbias y verdosas, que pasaba a medias helado con un estrépito de torrente.

Yo me aproximé también a la fortaleza de Auninguen, que se hallaba en este momento sitiada por los bávaros y defendida por los franceses.

Como teníamos que esperar y la fortaleza estaba cerca, fui paseando hasta el mismo campamento de los bávaros; pero aquel día no se hacían fuego con los franceses.

Al volver a Basilea tuve el gusto de ver al emperador de Rusia, Alejandro I, que salía de una capilla ortodoxa, donde había ido a oír misa. Iba a pie, con algunos grandes de su Imperio y dos generales. Llevaba uniforme azul con muchas condecoraciones y bordados, sombrero con galón de oro y botas de montar. Era un hombre de cerca de seis pies, bien proporcionado y de hermosa presencia; tenía el semblante muy risueño, que inspiraba confianza a primera vista. A todo el mundo saludaba con el mayor agrado y afabilidad.

Confieso que sentí un gran entusiasmo por aquel soberano que venía a restaurar las venerandas tradiciones de la Monarquía. Realmente, es un espectáculo conmovedor contemplar a un rey de cerca.

También vi en su coche al emperador Francisco I de Austria, el kaiser Franz. No tenía el aspecto de Alejandro I de Rusia; a pesar de no contar más que cuarenta y tres años, representaba lo menos cincuenta, y se le veía flaco y avejentado. Los austríacos no pueden estar muy orgullosos de tener un emperador de buena figura.

Al rey de Prusia no tuve el gusto de verle.

El emperador de Austria se paró a contemplar el desfile de tropas por el puente. Yo hice lo mismo; pasaron algunos cuerpos de la guardia imperial rusa, que es magnífica. Es una satisfacción para un militar ver tropas tan bien vestidas y gente tan igual de estatura y de tan buena presencia. Realmente, no se pueden comparar las tropas austríacas con las rusas y alemanas. Cierto que los bávaros tienen regimientos lucidos; pero no los austríacos, cuya única fuerza bien presentada es la caballería.

Estaba presenciando el desfile cuando se acercaron Aviraneta y Ganisch. Cruzaron entre dos compañías, y un viejo aldeano que quiso también pasar fue empujado por un sargento y cayó al suelo.

—¡Lo han reventado a ese pobre hombre! —exclamó Aviraneta.

—¿Para qué habéis pasado? —pregunté yo—. ¿No veíais que venía la tropa?

—¿Y nos van a tener parados constantemente estos animales? ¡Qué brutos! ¿Por qué no habrá una peste que acabe con todos los reyes, emperadores, papas, mariscales, aristócratas, militares y demás canalla?

No quise replicar nada. Creer que se puede vivir sin reyes, sin nobles y sin militares me parece lo mismo que pensar que se puede suprimir el sol y las estrellas.

No comprendo cómo Eugenio, que es de una familia decente, defiende estas extravagancias, que no se explican más que en los delirios monstruosos de hombres como los de la Revolución francesa.

Fuimos a comer a la posada, y por la tarde me presenté yo a lord Aberdeen, que era un inglés guapo, todavía joven, de unos treinta años, muy estirado, quien me dirigió al enviado de España cerca del rey de Prusia, don José León García de Pizarro. Este caballero me recibió de una manera bastante incorrecta, diciéndome incontinenti que no me podía dar socorro alguno, a lo cual contesté yo con altivez que no le pedía socorro, sino que firmase mi pasaporte.

Al volver a la posada me encontré a Aviraneta hablando con un oficial español, don Rafael del Riego, que también se había escapado de Chalonsur-sur-Saône.

Riego y yo no comulgábamos en las mismas ideas y nos saludamos poco efusivamente. Era Riego entonces un joven moreno, bajito, de cara larga y chupada y cabeza grande para su estatura. Tenía ojos expresivos y lánguidos, la voz chillona, de un timbre muy agudo, y el pelo negro y abundante. Estaba en Francia desde que fue hecho prisionero en la batalla de Espinosa; había aprendido muy bien el francés, y era de los afiliados a la masonería.