LA DILIGENCIA
A las siete de la mañana nos metimos en el coche; pasamos de nuevo por Nyón, cruzamos por Rolle, y a las cuatro de la tarde estábamos en Lausana, en la posada del León de Oro.
Lausana es una ciudad pequeña, bonita, muy bien colocada sobre un cerro que domina el lago Leman.
Subimos a la catedral para contemplar el pueblo y el lago, y después fui a presentarme a un coronel inglés, quien debía firmar nuestros pasaportes.
En casa del coronel había, cuando yo me presenté, varias señoras de visita, entre ellas una italiana joven, preciosa, cuyo marido acababa de morir días antes de un balazo en el vientre.
Con este motivo, las mujeres abominaban de la guerra y, sobre todo, de Napoleón, que les parecía un monstruo vomitado por el infierno.
Volvía a la posada, cenamos los cuatro y, concluida la cena, fuimos a la posta, donde salían las diligencias. No quedaba más que un lugar dentro y dos fuera, en la imperial. Aviraneta y Corina decidieron ir en la imperial; Ganisch, sobre la capota, y yo, dentro.
Salimos de Lausana de noche; la diligencia llevaba cuatro caballos que corrían muy bien. Como hacía frío, se cerraron las ventanillas del coche, y todos los viajeros se acomodaron para dormir.
Por mi desgracia, yo iba colocado entre dos alemanes grandes, gruesos y muy cargados de paño, de modo que no me podía mover; al poco tiempo de estar cerradas las ventanillas hacía un calor dentro del coche tan inaguantable, que empecé a sudar como si estuviera en el mes de julio. Además, como me hallaba sujeto, emparedado entre los dos hombretones, me entraron unas ansias y vahídos que creí morirme. En este estado me resolví a suplicar a uno de aquellos colosos germánicos, que no hacía más que roncar, me cediese su puesto, pues me encontraba muy mal. El alemán, refunfuñando, se levantó y me dejó el sitio; yo abrí la última ventanilla del coche y saqué la cabeza fuera. El aire fresco me vivificó y me volvió un poco en mí.
Uno de los viajeros dijo que valía más se dejara una ventanilla abierta, pues si no, nos íbamos a asfixiar todos.
Continuamos nuestro camino haciendo zigzags por montes y barrancos y atravesando aldeas. A media noche pasamos por Friburgo de Suiza, donde se baja una cuesta sumamente rápida, a cuyo fin está la ciudad.
En un pueblo, poco después de llegar a Friburgo, dejamos el coche y entramos en un trineo.
Se hizo de día, y comenzó a verse el país, cubierto de nieve, entre la bruma blanquecina de la mañana.
Ganisch se había hecho amigo del cochero, y gritaba: ¡Coronela!, ¡Generala!, produciendo el escándalo de los alemanes. Corina se reía a carcajadas. Después se le ocurrió al vasco poner un palo sujeto entre los equipajes y una bandera blanca en la punta.
A medida que la claridad se desparramaba por la tierra, se iba viendo el campo nevado; por todas partes se advertía el paso de los soldados: casas saqueadas, incendiadas, árboles rotos, caminos desfondados por los cañones.
A las doce del día llegamos a Berna. Antes de comer fui a presentarme al embajador austríaco Prylixnin y a entregarle una carta que llevaba del coronel inglés de Lausana. El embajador me recibió muy bien, firmó nuestros pasaportes y me enseñó sus habitaciones.
Tenía una casa admirablemente cómoda, llena de estufas, y en el piso alto, un invernadero y una enorme pajarera.
El embajador me dijo que la vida de sus pajaritos era lo que más le interesaba en el mundo. Confesaba que la muerte de uno de ellos le hacía más efecto que el que muriesen veinte o treinta mil soldados en un campo de batalla.
Yo le repliqué que esto no podía ser más que una broma, y él contestó:
—¿Es que usted cree, mi querido señor, que se pierde algo con que mueran cuarenta o cincuenta mil individuos de canalla humana?
No le contesté nada, y me despedí de él.
Dejamos Berna, pueblo muy curioso, y avanzamos en nuestro camino. Aviraneta y Ganisch siguieron escandalizando, echando besos a las aldeanas, que se reían. De noche llegamos a un pueblo, donde nos detuvimos solamente un momento y en el que dijeron había una gran cascada sobre el Rin. Yo me hubiera quedado a verla; pero como Aviraneta no manifestó la menor curiosidad por ello, seguimos adelante.