UNA ANÉCDOTA IMPORTANTE ACERCA DE CALVINO
NOS levantamos al otro día temprano y salimos de Nyón en el mismo trineo en que habíamos llegado.
El camino hasta Ginebra pasa a orillas del lago Leman; pero había una niebla tan espesa que apenas se veía. Este camino debe de ser muy hermoso, pues está rodeado de un sinnúmero de hoteles y jardines.
Hacía un frío inaguantable, que nos obligó a pararnos dos o tres veces y a entrar en las casas a calentarnos las manos y los pies.
Al llegar a Ginebra, un oficial austríaco nos pidió los pasaportes, y al leer el mío me abrazó y me dio dos besos en la mejilla y en la boca. Yo, avergonzado, no sabía qué hacer ni qué decir.
—Te ha tomado por alguna chica disfrazada —me dijo irónicamente Aviraneta.
—Si me besa a mí así…, lo mato —exclamó el bruto de Ganisch.
Fuimos a la posada del Escudo de Ginebra, y al ir a recoger nuestros pasaportes, el comandante de la plaza me dio boleta para ser alojado en una casa de la Treille, que tenía un mirador a este paseo.
La casa era de un señor Cordier. Fui a saludarle, y me lo encontré rodeado de una familia muy simpática. A pesar de esto, tenían todos un aspecto algo extraño y sombrío; aspecto que yo me expliqué cuando supe, tras de una hora de charla, que todos ellos pertenecían a la secta calvinista.
Realmente, yo no recordaba qué eran los calvinistas, ni quién era Calvino. Sin embargo, tenía alguna idea, e insistiendo en ella vine a dar en la fuente de mis conocimientos acerca de Calvino.
Todos ellos databan de una tía mía muy vieja. Esta señora me contaba que Calvino era un hereje muy malo y muy soberbio; un día le invitaron a un banquete, y un vecino de la mesa le puso en el mantel un poco de sal, otro poco de cal y una copa de vino.
Al acercarse a la mesa el soberbio hereje vio sal, cal y vino: Sal Calvino; y, furioso, se marchó.
Como ni mi tía ni yo sabíamos de qué país era Calvino, ni qué lengua hablaba, dábamos como seguro que entendió la alusión de la mesa.
En tan importante anécdota estaban condensados todos mis conocimientos acerca de Calvino.
Al ir a despedirme de la familia de Cordier se presentó un señor suizo, casado con una inglesa. Este matrimonio, que vivía en una villa del lago Leman, conocía a madama Staël y a lord Byron.
Hablaron de ellos, y luego, del vizconde de Chateaubriand y de la literatura de la época.
Pasamos la velada agradablemente en casa de los calvinistas.
¡Qué sorpresa hubiera tenido mi tía, si viviera, al saber que yo había encontrado amables y buenas personas a los discípulos de aquel hereje, a quien habían tenido que poner en la mesa sal, cal y vino para que se marchara!
Al salir del hotel de monsieur Cordier y llegar a casa me encontré con una escena desagradable. Eugenio y Ganisch gritaban y se insultaban ferozmente. Por lo que dijeron, habían dado varias vueltas por el pueblo; luego se embarcaron en el lago, donde estuvieron a punto de zozobrar, y acabaron por reñir.