V

EL TRINEO

AL día siguiente Ganisch, dando grandes voces, nos despertó bruscamente.

Era todavía de noche, pero se veía tanto como de día.

La luna brillaba hermosa en el cielo claro.

—Señal del frío que hace —dijo Aviraneta— y del que nos espera por esos montes.

A la puerta de la posada, Ganisch tenía preparado el trineo.

Nos metimos los cuatro envueltos en nuestros abrigos; salimos de Saint-Laurent y continuamos nuestra marcha, hasta que la mañana vino a mostrarnos un paisaje magnífico. A pesar de los malos encuentros que nos pronosticaron no vimos a nuestro paso más que unos cuantos soldados franceses alrededor de una hoguera ya consumida. Todos estaban destrozados y sin armas, excepto uno que llevaba un fusil.

Nos paramos al acercarnos a ellos, y un cabo, con los bigotes largos y amarillos, que dijo era parisiense, nos pidió algo para la compañía. Aviraneta le dio unos francos, y el soldado tuvo algunas toscas galanterías para Corina y un saludo militar para Aviraneta, a quien llamó generoso burgués. Nos alejamos de allí y seguimos adelante.

Desaparecieron las nieblas del amanecer, y el cielo quedó azul, sin una nube. El sol convertía la nieve en un conjunto de perlas resplandecientes.

Los grandes pinos, agobiados con su peso, dejaban ver por debajo sus ramas verdes de follaje.

En una extensión de blancura tan luminosa, con un cielo tan claro, todos los objetos parecían negros.

Apenas se podía percibir si hacía viento o no; pero el frío era tan sutil que se metía hasta los huesos.

Charlando alegremente, cantando a veces, siempre en acecho por si encontrábamos algunos kaiserlicks o gendarmes que vinieran a registrar nuestros bolsillos, llegamos a Morez, pueblo que aparecía negruzco en una hondonada cubierta de nieve.

Ganisch dijo que sería útil tomar un caballo más para subir la cuesta de un monte que llaman Les Rousses, cuesta bastante empinada y de más de una legua de larga.

En una granja todavía lejana de Morez alquilamos el otro caballo y lo enganchamos.

Mientras tanto, salté yo del trineo para calentarme los pies, que los tenía helados, y fui andando, sin darme cuenta, unos doscientos pasos, hasta acercarme al pueblo.

Al llegar delante de una casa me detuvo un hombre, preguntándome quién era y adónde iba. Yo le respondí que iba a Ginebra; me dijo que estaba de guardia, y me pidió el pasaporte, añadiendo que tenía orden de detener a todo viajero hasta que el alcalde examinase sus documentos.

—Bueno, pues avisaré a mis amigos —dije, y me acerqué al trineo con el guardia.

—¿Qué hay? —preguntó Aviraneta al verme llegar acompañado.

Expliqué lo que pasaba. Aviraneta torció el gesto y de pronto preguntó:

—¿Está lejos la casa del alcalde?

—No, aquí cerca —contestó el guardia.

—Podemos ir en el trineo —le dijo Aviraneta—. Le haremos a usted sitio.

Efectivamente, se le hizo sitio al guardia.

Aviraneta tomó las riendas; los caballos comenzaron a marchar; luego, a trotar sobre la nieve helada, y a galopar, por último.

—¡Pare usted! Pare usted! —gritó el hombre—. Ya hemos llegado, ya hemos pasado.

Aviraneta siguió sin hacer caso, fustigando a los caballos durante un cuarto de hora.

El guardia estaba furioso. Corina reía a carcajadas. Al fin se detuvo el trineo.

—Mi querido amigo —dijo Aviraneta al amoscado guardia—: nosotros no teníamos ningún gran interés en presentarnos a las autoridades de su pueblo. No crea usted que es una prueba de desdén, no. Es sencillamente prudencia por nuestra parte. Para usted, claro es, este paseo es un poco desagradable, pero le daremos unas monedas para que a la vuelta se caliente el estómago.

El guardia no sabía qué hacer. Aviraneta metió mano al bolsillo y sacó una monedita de oro.

—Puede usted elegir —dijo Aviraneta— entre marcharse incomodado y sin nada, o marcharse con dinero y contento. Ahora, si intenta usted detenernos, le daremos un golpe y le tiraremos en la nieve.

El guardia, medio enfurruñado y medio risueño, tomó el dinero y se fue.

Seguimos el camino; el viento fuerte producía una ventisca que nos azotaba la cara como si fuera polvo.

En la parte alta de la cuesta, los caballos, a veces, metían los brazos en la nieve hasta el pecho. El camino estaba señalado por unos palos muy altos, puestos a intento, de distancia en distancia, para que se pudiera conocer su dirección aun cubierto por una gran nevada.

A las once llegamos a las Rousses; dejarnos descansar a los animales, comimos, seguimos adelante y pasamos el cuello de Saint-Cergues. Estábamos ya en Suiza.

Pronto comenzamos a bajar la otra vertiente alpina, hacia el lago Leman.

A las cinco llegábamos a Nyón e íbamos a la fonda de la Cruz Blanca. Encontramos una excelente posada, buena cena, buen cuarto y un magnífico fuego.

En la fonda nos encontramos Corina y yo a un francés realista de Chalon, con el cual nos sentamos a la mesa.

La noche transcurría amablemente, cuando el realista y Aviraneta se pusieron a discutir con acritud. El realista acusaba a Aviraneta de mal español, porque deseaba el triunfo de Napoleón contra los aliados; y Aviraneta acusaba al realista de mal francés, porque aspiraba a que los extranjeros venciesen en su patria y realizaran los planes ultraconservadores de Metternich.

A punto estuvieron de desafiarse; pero terció Corina y los tranquilizó.

Cuando se fue el francés tuvimos que oír una serie de absurdos y de barbaridades de Eugenio.

—Esta gente enamorada del pasado —decía a Corina— es gente estólida y cobarde que cree imposible dominar el porvenir. Nosotros, no; nosotros tenemos confianza…

—Pero es que usted, mi querido amigo, no comprende la poesía de la tradición; no admite usted la abnegación, el desinterés de los realistas —replicaba Corina.

—No, señora, no —gritaba Aviraneta—; no hay desinterés en ellos. —Luego, más tranquilo, decía—: Yo veo que unos luchan por el rey y otros por el pueblo. Los que luchan por el rey buscan el ascenso, el dinero; los que luchan por el pueblo, ¿qué van a encontrar?: la horca, el fusilamiento. Sin embargo, toda la gente de buen tono ha decidido que los que pelean por su interés son los desinteresados, los idealistas, y que, en cambio, los que no podemos esperar nada somos egoístas y miserables.

No quise replicar por no enzarzar de nuevo la cuestión y me retiré a mi cuarto.