II

LA MAÑANA

MARCHAMOS despacio, muy despacio. Yo no sé cómo no me morí de impaciencia. Recorrimos la calzada y llegamos a Saint-Marcel.

Al entrar en este pueblo empezaba a ser de día; la gente estaba ya levantada, y al ruido de los caballos y del coche salían todos a las puertas, creyendo que entraba el enemigo.

Atravesamos la aldea entre la expectación pública, y dejando el camino real del FrancoCondado, tomamos otro a la izquierda, más pequeño y de menos tránsito.

Pasamos por Bay y Dameray, pueblecitos pequeños que estaban cubiertos de nieve, y seguimos adelante.

Preguntamos a los campesinos que encontramos si se sabía por dónde venían los aliados. Cuando nos decían que estaban a diez o doce leguas aparentábamos gran temor.

A las nueve y media llegamos a Sermesse y nos detuvimos en una posada para tomar un bocado.

El posadero, un buen hombre, grueso y rojo, hablaba a gritos. Se manifestaba indignado de la insolencia de los austríacos. Cualquiera hubiese dicho al oírle que la guerra era una cuestión de etiqueta.

Nos trajeron un buen almuerzo, y Eugenio comió y trincó de lo lindo. Yo estaba avergonzado con mi disfraz.

—La pobre señorita no tiene apetito —dijo varias veces el posadero.

Aviraneta, con la boca llena, me decía:

—Te advierto, hija mía, que los pollos de este país tienen fama.

Mientras estábamos comiendo, se presentó un caballero que pidió también de almorzar, y se puso a mirarme con aire de impertinencia. Luego comenzó a preguntar a Aviraneta noticias de Lyón.

Me figuré que debía de ser algún empleado del Gobierno. Efectivamente; supimos que era el sub-prefecto del Dóle, que se retiraba a Chalon porque los aliados se acercaban y no quería llevar las cuestiones de etiqueta hasta aguardarlos en su sub-prefectura.

A las diez y media, y con mucha calma, ordenamos al cochero que preparase los caballos.

Aviraneta me dijo que ya se había supuesto en Sermesse que yo era una heredera rica y él un jesuita.

Al pasar por un pueblecito llamado Frontenard oí dar las doce en el reloj de la parroquia, y recordé que en aquel momento se habrían enterado en el depósito de que yo faltaba. Probablemente, con las inquietudes naturales de la invasión, no se preocuparían en buscarme.

A las tres de la tarde cruzarnos por Pierre, pueblo próximo a Bellevue.

Íbamos avanzando, cuando oímos detrás de nosotros el ruido de unos caballos que venían al galope. Alarmados, volvimos la cabeza. Eran cuatro caballos montados por criados de una finca inmediata que, sin duda, los habían sacado a pasear.

Poco después encontramos un grupo de aldeanos con cargas de leña en la cabeza. Les preguntamos si sabían dónde estaban los enemigos, y respondieron que habían oído decir que en Lons-le-Saunier. Como Lons está próximamente a seis leguas de aquel lugar, suponían que pronto los tendrían en los alrededores, y se disponían a hacer provisiones.