LA SALIDA DE CHALON
UNA tarde, al anochecer, estaba contemplando a través del cristal la nieve; había perdido casi toda esperanza de salir de Chalon, cuando se presentó en mi casa Aviraneta, como días antes, vestido de cura.
Habló con mi patrona y entró en mi cuarto. Me recriminó por mi tardanza en salir del pueblo, y yo fui explicándole las dificultades con que tropezaba.
—Bueno; vamos a hacer una intentona —dijo él—; ven a cenar conmigo.
—¿Y qué hago con mis cosas?
—Déjalas aquí, o di que las recoja alguna persona conocida.
—Bueno. Pero tendré que avisar a la patrona.
—No; no avises nada. Dile solamente que hoy cenas conmigo y que vendrás muy tarde.
Lo hice así; salimos los dos y nos fuimos a la fonda. Cenamos, y después Eugenio me llevó a su cuarto, cogió una maleta, sacó del interior un vestido negro de mujer y lo extendió sobre la cama.
—¿Para qué es eso? —pregunté.
—Para ti.
—No me lo pongo.
—Ya lo veremos. Es sólo para salir del pueblo; inmediatamente que estemos fuera te lo quitas.
—¿Pero cuándo vamos a partir?
—Por la mañana, cuando aclare; el coche espera en la cuadra.
Como Aviraneta era terco no quise entrar en discusiones.
—¿Tienes la seguridad de salir de Chalon? —le dije.
—Sí.
—¿Cómo lo has podido conseguir?
—Amigo, los masones tenemos recursos secretos —contestó él con jactancia.
—¿No nos detendrán?
—No, no; puedes estar tranquilo.
—Si es así, bueno.
Pasamos toda la noche charlando, esperando a que aclarara. El tiempo estaba horrible; llovió, nevó, venteó con fuerza, y sólo al amanecer fue serenándose. Escribí yo una carta a mi patrona despidiéndome de ella y de sus hijas.
Luego, Eugenio me ayudó a vestirme de mujer, y al alba salimos a la calle.
En la puerta de la fonda encontramos un coche y al cochero, que estaba enganchando.
—Buenos días, Juan —dijo Aviraneta.
—Buenos días, señor abate. ¿Lleva usted a su sobrina?
—Sí; al fin se ha convencido. ¿Estamos ya?
—Sí, señor abate; pueden ustedes montar. Subimos al carruaje. Las calles estaban muy oscuras, cubiertas de nieve, envueltas en niebla. No se oía más ruido que el agua al caer de los canalones a las aceras.
El coche marchaba en silencio.
Atravesamos despacio la ciudad, pasamos el puente y el barrio de Saint-Laurent; no había un alma por las calles. Al acercarnos a la puerta de San Marcelo, la única por donde se podía salir, nos la encontramos cerrada.
—Me habían dicho que se abría al amanecer —murmuró Aviraneta, preocupado.
Un vecino se acercó y Eugenio le dijo:
—¿No es hora de que la puerta esté abierta?
—Sí —contestó el vecino—; sin duda, al guardián se le han pegado las sábanas; yo lo despertaré.
Estaba temblando y temiendo que el guardián tuviese alguna orden para preguntar o pedir pasaportes; más que nada, por el ridículo que caía sobre mí.
Salió el vecino con el guardián, y este se puso a abrir la puerta.
—¿Sin duda no creía usted que con tal mal tiempo tendría nadie ganas de viajar? —le preguntó Aviraneta.
—No, señor abate; el tiempo no convida a viajar.
—Gracias, muchas gracias.
Pasamos la puerta.
—¿Por qué no les has dado algo? —le dije a Eugenio.
—¡Un cura dando dinero! Eso sería ponerse en contra de todas las tradiciones.
—¿Este hombre es de los vuestros? —le pregunté a Aviraneta al cabo de un momento.
—¿De cuáles?
—De los masones.
—¡Ca, hombre!
—Entonces, ¿qué preparativos tenías hechos?
—¡Yo!… Ninguno.
—¿Así que hemos salido al buen tuntún? ¡No tenías preparado nada! Y si me cogen a mí así vestido me pongo en ridículo. Me están dando ganas de volverme.
—Sería peor —me dijo Aviraneta tranquilamente—. La cuestión era salir de Chalon; ahora, ya fuera, no nos pueden detener; tengo un salvoconducto para los dos.
Pasamos el puente de piedra inmediato a la puerta de San Marcelo; en seguida, el arrabal de este mismo nombre, y luego, otro puentecillo sobre un brazo del Saona, y embocamos la calzada, que tiene tres cuartos de legua de largo y es la única vía que hay para cruzar la Bresse.
Al fin de la calzada de San Marcelo sigue el camino que va al Franco-Condado.
Aquel día la carretera estaba infranqueable por la nieve y el lodo. Las ruedas del coche se hundían hasta los ejes.
Yo pensaba que en el camino encontraríamos tropas de regreso de la frontera, y se lo advertí a Aviraneta para que dijera al cochero que corriese.
—El cochero no puede hacer más —replicó él—. Hay que dejarle.