IX

DIFICULTADES

EL invierno se presentó frío y cruel. Ya estábamos a principios de diciembre, y algunas personas, a quienes había yo confiado mi proyecto de marcha, me decían que era el mayor absurdo que podía hacer.

En esta época, todas las montañas del Jura y de los Alpes están cubiertas de nieve y es difícil atravesarlas no siguiendo el camino real. Por este no se podía entrar mi salir de Francia más que con documentos en regla, y había, no una, sino triple fila de puestos de guardia para registrar a cuantos pasaban.

Tales observaciones no me movieron a renunciar al plan, y comencé a dar pasos para agenciarme un carricoche en el cual salir del pueblo.

A mediados de diciembre recibí carta de Aviraneta; su amigo Ganisch, situado en Saint-Laurent, tenía ya hechos los preparativos necesarios para atravesar los Alpes.

Hacia el final de diciembre o principios de enero llegó a Chalon una noticia importante. Los aliados habían pasado el Rin por Basilea y avanzaban a marchas forzadas hacia Belfort y el Franco-Condado. La noticia consternó al vecindario.

Todo el mundo se figuraba de un momento a otro ver a las tropas enemigas apoderándose de las casas del pueblo y saqueándolas.

Yo temía que el Gobierno francés nos hiciera salir de Chalon a los oficiales españoles, o que tomase nuevas precauciones para impedir nuestra deserción.

Seguí con mis diligencias para alquilar un coche. No era esto fácil, ni mucho menos.

Todos los alquiladores tenían orden expresa de no dejar carruaje a ningún oficial prisionero.

El ir a ver a los almacenistas de coches era cosa comprometida; había el peligro de ser delatado por algún patriota o, sencillamente, por un hombre de mala intención.

Varios días empleé en tratos con los cocheros; pero no pude encontrar quien me prestara un vehículo. Unicamente un labrador me alquiló un cabriolé sin caballo, porque él no tenía sitio donde guardarlo.

La patrona, madama Hocquard, me dijo, por entonces, que los prusianos habían entrado en Ginebra y se acercaban, avanzando rápidamente. Debían de ser las fuerzas de los generales Blucher y Schwarzenberg, que, cruzando por el Franco-Condado, fueron a reunirse a la meseta de Langres, para desde allí marchar sobre París a restaurar la monarquía legítima.

El pueblo estaba espantado; los bonapartistas aseguraban que todo se iba a arreglar al momento, pero los medios de arreglo faltaban; no había ejército francés por aquella parte, y los aliados podían llegar a Chalon en una semana sin dificultad.

Antoine, el mozo, me daba noticias, recogidas en la calle, del avance de los enemigos y de sus supuestos planes. A mí me preocupaban más los proyectos de los franceses.

—¿Qué harán con nosotros, con los emigrados? —le preguntaba.

—Unos dicen que les van a obligar a ustedes a salir de Chalon; otros, que les dejarán aquí para impedir que los aliados hagan daño en la ciudad.

En medio de esta confusión yo seguí en mis trabajos para agenciarme caballos. Aviraneta me decía que me esperaba.

En vista de los muchos obstáculos y de los nuevos acontecimientos consulté con madama de Montrever.

Ella era de la opinión que aguardara la llegada de los ejércitos monárquicos.

Esto le parecía lo más prudente.

Escapándome por un camino por donde se iban a retirar todas las partidas de tropas y gendarmes que abandonaban los puntos de la frontera me exponía a ser preso.

Madama de Montrever suponía que en este caso lo pasaría malamente, pues las fuerzas fugitivas traerían un espíritu natural de venganza contra los extranjeros.

—¿Y usted qué cree que debía hacer? —le dije.

—Yo, como usted, me ocultaría en una casa cualquiera hasta que entraran los defensores del rey legítimo.

Este consejo hubiera sido excelente con la seguridad de que el Gobierno francés no iba a tomar disposiciones nuevas respecto a nosotros y sabiendo que los aliados podían entrar en seguida; pero los aliados estaban aún a más de veinte leguas y no sabía los obstáculos que hallarían en su marcha.

Era muy probable también la llegada de fuerzas imperiales a disputar el paso del Saona, y que los franceses cerrasen las puertas de Chalon y se dispusieran a defenderse en un largo sitio.

Estas consideraciones me obligaron a persistir en mis proyectos.

Al día siguiente, por la mañana, fui a buscar un amigo de mi patrona, monsieur Martin, hombre muy honrado, y le encargué buscase un caballo para mi cabriolé.

Monsieur Martin me dijo hablaría a un conocido suyo, cochero, y me daría la respuesta a las doce de aquel día.

Yo me encontraba en un estado de impaciencia grande. Aviraneta me escribía dándome prisa. A cada instante llegaban noticias contradictorias de la posición del ejército aliado; los unos decían que los austríacos se encontraban solamente a quince leguas; los otros, que al día siguiente entrarían en Chalon; no faltaba quien aseguraba que aún no habían pisado el Franco-Condado.

Con estas noticias, todos los emigrados estábamos presa de la mayor agitación. Al salir de la lista diaria fui a saber la respuesta de monsieur Martin. El hombre de los caballos había ido a conducir un carruaje a una casa de campo, a dos leguas de Chalon, y no volvería hasta la noche.

A media tarde me hallaba en casa de monsieur Montrever, cuando oímos el redoblar de tambores y ruido de gente en la calle; salimos al balcón; se veía una multitud reunida hablando entre sí, con aire satisfecho; se envió a un criado para que se enterase de la causa de esta algazara, y al cabo de un momento volvió diciendo que acababa de llegar de Lyón la noticia de la paz con España. Unos momentos después se iba a publicarla con todo aparato.

Monsieur y madama Montrever me felicitaron por mi libertad, y los franceses conocidos, en la calle, me dieron la enhorabuena.

La gente, sobre todo los bonapartistas, se mostraban satisfechos; suponían que los miles de hombres empleados en la guerra de España volverían a Francia a luchar contra los austríacos, rusos y prusianos.

Quise enterarme bien de la certeza de la noticia y fui al Ayuntamiento. Había allí un tropel de hombres y mujeres aguardando por si salía alguien a publicar la paz.

Tuve la suerte de ver a un camisero conocido mío, monsieur Frontenard; llevaba una copia de la carta que había producido tanto revuelo en el pueblo. Estaba escrita por el prefecto de Lyón al subprefecto de Chalon. Al parecer, un senador que acababa de llegar a Lyón había traído la noticia de la paz definitiva, concluida con España, y, a consecuencia de ella, las tropas francesas de ocupación de los Pirineos volverían a marchas forzadas a oponerse al paso de los aliados.

Por la carta comprendí que la noticia no era oficial; probablemente la habían echado a volar para tranquilizar la población; de todas maneras, no iba a influir en la suerte de los emigrados.

Efectivamente, los días sucesivos tuvimos que seguir presentándonos a las tres listas como antes.