VIII

AVIRANETA EN CHALON

EN el transcurso de la primavera y del verano de 1813 se escaparon muchos oficiales del depósito; pero casi todos fueron cogidos y encerrados.

Los castillos estaban llenos de militares españoles. Yo no sabía qué determinación tomar; de mi familia no tenía noticias; ni del paradero de mi novia.

No iba tampoco a visitar a madama de Montrever, porque esta señora me había dicho que no fuera a su casa más que muy de tarde en tarde. Corina, que venía algunas veces a verme, me contó que había entrado de preceptor de los niños de Montrever un cura joven, hijo de una antigua criada de la familia, y que este curita se estaba haciendo el dueño de la casa. Corina me dijo que veía poco a su amiga, y afirmó con desdén:

—Gilberta acabará siendo devota.

La soledad, el tiempo triste de otoño me hicieron desear la muerte.

Mi única distracción era hablar con Camila, la hija menor de mi patrona. La pobre muchacha sentía alguna inclinación por mí y me atendía con cariño.

En estas circunstancias, un día se me presentó Antoine, el mozo, a decirme que un abate me estaba esperando. Supuse si sería algún amigo de los Montrever; me vestí, salí al salón de la casa y ¡cuál no sería mi asombro al encontrarme con Aviraneta!

—¡Eugenio! ¡Con ese traje! ¿Es que Dios te ha llevado por el buen camino?

—No, no —me dijo él con sorna—; soy tan cura como tú; es decir, algo menos que tú; pero por una serie de circunstancias, enojosas y largas de contar, he tomado este disfraz. Vengo enviado por tu madre para ayudarte a salir de aquí.

—¿Está bien mi madre?

—Muy bien.

—¿Y mi novia? ¿Sabes algo de ella?

—Me han dicho que está en un convento.

—¡Ah! Por eso no contestaba a mis cartas. Me consuelas. Ya estoy más tranquilo.

—¿Pero cómo no has intentado escaparte?

—Lo he intentado; pero todos mis intentos han fracasado. Los Pirineos están muy lejos.

—Bueno; pero ahora hay otro camino posible para huir.

—¿Cuál?

—El de Suiza. No hay más que veinticinco o treinta leguas que recorrer.

—Sí, pero las fronteras están muy guardadas, y como Suiza está aliada con Francia, aun después de pasadas las líneas fronterizas hay el riesgo de ser entregado a los franceses.

—No, ahora no —replicó Aviraneta—. Después de la batalla de Leipzig y de la disolución de la Confederación del Rin, Suiza se ha declarado neutral en la guerra con los aliados.

—No lo sabía.

—Sí; y, por lo que dicen, a los españoles que han llegado allí los han acogido bastante bien y proporcionado los papeles necesarios para continuar su camino. Así que la única dificultad es pasar las treinta leguas que hay de aquí a la frontera. ¿Tú conoces los alrededores?

—Sí, en parte.

Expliqué a Eugenio el camino de la Bresse y la situación del Château la Forêt.

Madama de Hauterive me había dicho que ella iba a pasar parte del invierno en su castillo y que me ofrecía hospitalidad en él.

—Si me dieran licencia como enfermo podía ir al Château la Forêt y de allí fácilmente entrar en Suiza.

—No la pidas, porque no te la darán y suscitarás sospechas —dijo Aviraneta.

—Entonces, ¿qué hago?

—Puesto que tú conoces bien este país, arréglatelas como puedas para salir de Chalon y llegar a Lons-le-Saunier. Allí estaré yo, y mandaré a mi antiguo asistente, Ganisch, a Saint-Laurent para que prepare el paso a Suiza.

—Yo no tengo dinero —le dije.

—Toma quinientos francos.

Y Aviraneta, con gran asombro por mi parte, me dio un montón de monedas de oro.

Decidimos comunicarnos por un sistema especial que me enseñó Eugenio. Él mandaría una carta de amor, y entre líneas las instrucciones.

Después de quedar conformes, Aviraneta se fue. Le vi marchar por la calle con aire humilde, de cura, y doblar la esquina.