VII

PROYECTOS DE FUGA

LA vida muelle del Château des Aubepines se terminó con una orden del comandante del depósito para que volviéramos en seguida a Chalon.

Como he dicho, el final del año 1811 y la primera mitad del 12 se pasaron sin oír hablar de deserción alguna; en cambio, durante el principio del 13, las fugas se hicieron tan frecuentes, que el Gobierno francés tuvo que tomar medidas severas para impedirlo.

El empleo de esta medida fue contraproducente, pues muchos que hasta entonces no habían tenido nunca el proyecto de escaparse, viendo el rigor con que nos trataban, prefirieron exponerse a ser cogidos y encerrados en un fuerte, a quedar sujetos a tan bárbaro despotismo.

Había entonces que acudir a tres listas diarias; no se podía salir de la ciudad con ningún pretexto, y era indispensable estar encerrado en el cuarto desde el anochecer.

El comandante del depósito nos trataba más como a presidiarios que como a oficiales y a hombres de honor.

Sobre todo, a Ribero y a mí nos distinguía con su odio, y cuando estábamos delante de él, hablaba, como si no se refiriese a nosotros, de las damas de la aristocracia, que eran unas tales; de sus maridos, adornados de cuernos, y de los amantes sinvergüenzas que iban a explotar su físico.

Varias veces estuve a punto de provocar una explicación; pero Ribero me contuvo.

Exacerbados por el mal trato, Ribero y yo intentamos fugamos. Tratamos de informarnos del medio de que los otros se valían para evadirse; pero esto no era fácil ni para Ribero ni para mí; primeramente, porque estábamos un tanto aislados de los compañeros y, después, porque todos los que se escapaban ponían gran cuidado en ocultar los procedimientos utilizados por ellos para no ser descubiertos, y al mismo tiempo para que sus íntimos amigos pudiesen aprovechar idénticas circunstancias.

Tras de algunas indagaciones, supimos que el camino por donde varios se habían ido últimamente era el que sigue el río Saona; también nos enteramos del nombre de algunos guías.

Era indispensable obrar con cautela; pues si el comandante sospechaba algo, por primera providencia lo zampaba a uno en la cárcel pública, y después, conducido por gendarmes, lo enviaba, de pueblo en pueblo, hasta un recinto fortificado.

Estos casos se repetían muchas veces con oficiales que no pensaban escaparse, pero a quienes denunciaban como si tuvieran tales intenciones.

Era necesario desconfiar de los guías, porque dos o tres de ellos, comprometidos con los españoles, los delataron después a la policía.

Entretanto, avanzaba el invierno, época en la cual es imposible emprender un viaje largo y atravesar los Altos Pirineos por en medio de la nieve.

Ribero encontró una proporción, que durante algún tiempo nos llenó de esperanza. Un amigo de su padre, un tal Jordá, comerciante de Barcelona, poseía una hacienda en las inmediaciones de Perpiñán, confiada a un administrador.

Se escribió al señor Jordá, diciéndole que preguntara a su administrador si nos podría tener en su casa, y se le dijo que nos contestara de una manera especial y con frases convenidas, pues todos los papeles y cartas que recibíamos eran examinados por el comandante del depósto, y si este encontraba algo sospechoso, le podía costar a uno ir a la cárcel.

El administrador de la finca de Perpiñán contestó al señor Jordá diciendo que estaba conforme en darnos albergue en su casa.

Comenzamos a hacer nuestros preparativos, cuando mi amigo Ribero recibió la orden inmediata de partir para el depósito de Besanzon.

Sin duda, la correspondencia suya con Barcelona produjo alguna sospecha en el comandante.

Como Ribero había llevado el negocio, y yo ni sabía el nombre ni las señas del administrador de Perpiñán, tuve que dar el proyecto por fracasado.