V

LA EVASIÓN

ESTAS páginas que siguen fueron escritas, como las primeras de este libro, en la Cárcel de Corte, de Madrid, en 1834 o 1835. Aviraneta quiso dar a su narración un aire romántico. No en balde le habían prendido al mismo tiempo que a Espronceda y a García Villalta. Don Eugenio, sin duda, pensó en imitar a los poetas; en cambio, los poetas no quisieron imitar al conspirador, pues ambos estuvieron a cual más tímidos y asustadizos, y cantaron la palinodia al momento escribiendo una solicitud a la reina María Cristina afirmando su inocencia y pidiendo gracia.

Aviraneta habla en sus cuartillas de un pueblo S*, que he supuesto que es Salas de los Infantes; se llama a sí mismo el joven prisionero, a Fermina la transforma en Elvira, y a Ganisch en Martín.

A las pocas páginas se olvida de sus propósitos novelescos y del joven prisionero y habla de sí mismo.

Yo he sustituido los nombres falsos por los verdaderos para que no haya confusión.

La casa del duende

Cuando me llevaron preso llovía, llovía monótonamente. El campo estaba triste; la carretera, llena de charcos.

Veíase entre la bruma la línea alargada de los montes, y en el fondo aparecía Salas con sus tejados rojos, chorreando agua.

Salas de los Infantes está en tierra fría, rodeado de colinas pedregosas; tiene una iglesia con su torre cuadrada en un alto y su nido de cigüeñas.

Salas es pueblo serrano, de casas bajas, con las chimeneas muy grandes, hechas con trozos de teja, formando una eminencia cónica terminada por una caperuza de cuatro tablas, que en el país llaman la contera.

Tiene Salas un castillejo en el vértice de una colina próxima al río, el castillo de Castrovido, y un palacio grande, el de los infantes de Lara. Castillo y palacio deben estar ya completamente en ruinas, si la devastación iniciada en la guerra de la Independencia ha seguido en la carlista, como ha debido de seguir, si es que no ha aumentado.

No se ve aldea alguna en derredor de la villa; entonces, durante la campaña, sus alrededores eran un desierto.

Salas tiene un punto de reunión bastante animado los días de feria, que suelen ser los jueves: la plaza Mayor.

En los soportales de esta plaza, en las bodegas hay figones bajos de techo, ahumados, con unas cuantas mesas de pino blancas y una fila de barricas sostenidas por largueros.

A la puerta de los figones suelen ponerse los días de mercado algunas viejas a vender callos con guiso de pimentón en un barreño. Yo conocía todos los figones del pueblo.

Lara y yo frecuentábamos el figón del Obispo y el de la Mujer Muerta, donde solíamos comer los exquisitos peces del Arlanza.

Hontoria y Salas eran para nosotros, acostumbrados a merodear por el campo, capitales importantes.

Dos barrios hay en Salas bastante separados el uno del otro: el de Santa María, casi todo el pueblo, llamado así por hallarse alrededor de la iglesia parroquial, y el de Santa Cecilia, por estar cerca de una ermita de este nombre levantada a orillas del Arlanza.

Un puente que pasa por encima del río une el camino que va de una a otra barriada.

En el barrio de Santa Cecilia había por entonces una casa grande, de piedra berroqueña, antigua, ennegrecida por el tiempo y por los musgos, agujereada, con los aleros rotos: la Casa del Duende.

Se entraba en ella por un postigo lleno de grandes clavos, porque la puerta principal, rota, estaba sujeta con hierros y no podía abrirse.

Era su zaguán ancho, obscuro, con una columna de granito en medio.

A mano izquierda comenzaba la escalera, torcida, apolillada, que subía hasta el desván. Varias veces estuvimos los del escuadrón alojados en esta casa.

Lara y yo habíamos andado por todos sus cuartos y rincones, a riesgo de caernos, porque los suelos se hallaban agujereados.

Se encontraban aún en este caserón salas hermosas con chimeneas de piedra, vigas talladas en el techo, marcos de ventanas apolillados llenos de adornos, puertas de cuarterones, cerraduras roñosas y algunos viejos cuadros desgarrados y negros.

El desván era enorme: tenía grandes solivos de los que colgaban sarmientos secos; el tejado, roto, dejaba por todas partes ver el cielo, y los días de lluvia entraba libremente el agua por sus boquetes.

En esta casa habían estado alojadas muchas veces las tropas españolas y francesas. En aquel tiempo servía de cuartel y al mismo tiempo de cárcel a Merino.

La casa tenía varios calabozos con puertas sólidas. Merino había mandado arreglarlos y ponerles rejas, y allí encerraba a los presos.

Hacia el monte, se extendía una huerta con una tapia que en otro tiempo debió de ser hermosa, pero que talada y cubierta de ortigas, de zarzas y de jaramagos, presentaba un aspecto de desolación y de tristeza.

Esta casa ruinosa, y de aire melancólico, con sus agujeros, sus chimeneas rotas, sus aleros destrozados y sus lechuzas que chillaban de noche, hubiera influido en nuestra imaginación, si la vida activa que llevábamos nos hubiera permitido el lujo de tenerla.

No pensaba yo que en esta casa había de estar preso.

La frase de Bailly

Aquella tarde, al anochecer, en el atrio de Santa Cecilia, me comunicaron la orden de prisión, me quitaron la espada y me llevaron preso.

Lara y yo, custodiados por un oficial y ocho soldados, llegamos a la Casa del Duende.

En el portal llamaron al Cojo, que hacía de alcaide.

El Cojo era un guerrillero viejo, inválido, con una pierna de palo. Vestía calzones cortos, medias blancas, camisa de cáñamo, chaleco de sayal con solapas vueltas, pañuelo atado a la cabeza y sombrero encima.

Llevaba en la mano cuatro o cinco llaves, metidas en un alambre, que tintineaban al mover el brazo.

Subimos con el Cojo y la escolta hasta el segundo piso y se encerró en un cuarto a Lara y en otro, enfrente, a mí.

Mi calabozo estaba restaurado hacía poco tiempo; tenía una puerta sólida, una ventana pequeña en el grueso muro y un banco. Hacía un frío terrible. El Cojo me advirtió que había pasado la hora del rancho y me trajo una manta raída.

Me senté en el banco; luego me tendí en él sirviéndome de la manta como de almohada. Apenas pude dormir. Sólo un momento, al amanecer, logré cerrar los ojos.

Me desperté al oír el tintineo de las llaves del Cojo y el ruido de su pierna de palo, que golpeaba en los suelos de madera como si fuera un martillo.

Hablé con el alcaide que me traía el rancho, y pude comprender que mi situación era grave.

La segunda noche fue igualmente mala, o peor que la anterior; el frío me tenía aterido. El viento, en los árboles lejanos, metía un ruido como de descargas cerradas. A veces me hacía la ilusión de si serían los franceses que atacaban el pueblo y entraban en él.

«¡Mala suerte ha tenido usted, don Eugenio!», me dijo el Cojo, por la tarde, al traerme la comida.

Sus palabras achicaron mi valor.

A mediodía se abrió la puerta y entró Fermina.

—Prepárate a morir cristianamente —me dijo; y me entregó un libro de misa.

Me levanté enfurecido.

—¿A qué vienes? —grité—. ¿Vienes a recrearte viéndome condenado a morir?

—No, Eugenio; quiero que salves tu alma.

—¡Mi alma!, ¡ja, ja! —exclamé y cogí el libro de misa y lo tiré al suelo—. Yo moriré maldiciendo de vuestras mamarrachadas, de vuestros santos y de vuestras ridiculeces. ¡Si soy liberal, revolucionario, negro, y le pegaría fuego a todas las iglesias y haría una hoguera con los altares! Sí; creo que vuestra religión es una farsa y vuestros curas unos canallas, hipócritas, miserables. Creo que vuestros frailes son unos cerdos y las monjas unas tías egoístas que yo distribuiría en lo cuarteles para entretenimiento de los soldados. Creo que los religiosos sois peores que nadie. Vuestra religión no os impide ser crueles, mentirosos, sanguinarios, viciosos. Sois despreciables. Vete de ahí; no quiero verte. No quiero salvar mi alma.

Fermina, asombrada de mi exabrupto, no replicó nada, y, acercándose a la puerta, se fue.

Comprendí que había estado cruel con ella, pero esto desahogó mi furia.

Al encontrarme solo quedé más tranquilo. Realmente, no tenía miedo a la muerte. ¡Morir a los veinte años! Lo único que me molestaba era el flujo inoportuno de pensamientos.

Aquella necesidad de agotar todas las ideas, de seguirlas y de desarrollarlas no me dejaba dormir.

Si me llegan a sacar en aquel instante al cuadro, me fusilan en medio de un razonamiento.

Pensé en si este último día de mi vida valdría la pena de tener remordimiento. Me acordé del alemán Müller a quien había matado en duelo… nada.

«Después de todo, la guerra se va a acabar —pensé luego—, y la vida se va a hacer aburrida. ¿Qué pasará luego? ¿Qué será España dentro de cincuenta años, dentro de cien?»

Estuve fantaseando durante largo tiempo; pero la idea de la muerte próxima interrumpía mis elucubraciones.

¡Morir! No tenía miedo. Lo único que me desagradaba era pensar si mis fuerzas se debilitarían en el supremo momento.

Siquiera en el acto hubiese gente gritaría: ¡Viva la libertad! ¡Viva España!

De pronto pensé en que pocas horas después estaría debajo de tierra y me estremecí con un temblor. Realmente, no sabía si era del frío del cuarto o de la terrible idea de la muerte.

Me acordé de lo que me contó mi tío Etchepare del astrónomo Bailly, cuando este sabio presenciaba los preparativos del verdugo en la guillotina que le tenía que cortar la cabeza, bajo la lluvia de un día invernal. Alguien le había dicho, poniéndole la mano en el hombro: «Tiemblas, Bailly»; y él contestó con sencillez: «Sí, amigo; tengo frío».

Este recuerdo me hizo reír sin saber por qué.

La canción de Ganisch

En aquel estado desvariante pasé el segundo día. Cada noche me parecía un siglo. La tarde del tercer día, una tarde lluviosa, triste, oí desde mi cuarto varias veces el grito del mochuelo.

De pronto me asaltó la idea. ¿Sería una señal de Ganisch?

Me agarré a los hierros de la reja, asomé la cabeza y silbé suavemente.

Al poco tiempo contestó otro silbido. Era Ganisch, que andaba, sin duda, rondando la tapia de la huerta por la parte de atrás de la casa.

Se me ocurrió si sería algún lazo que me tendían. ¿Pero, para qué, si estaba ya preso? Estuve agarrado a la reja, tembloroso, haciendo esfuerzos.

De pronto, Ganisch comenzó a tararear el aire vasco de André Madalén.

¿Me tendría que decir algo? Yo así lo esperaba. Ganisch, sin duda, se cercioró de que le oía por mil silbidos, y entonces cantó en vascuence:

Mezako liburu burni txiki bat

Erdi erdiyan daukazu.

Gau arratzian zaude leioan

Ni kanpotik erran zaitut.

(En el libro de misa tienes en medio un hierro pequeño. Hoy por la noche estate en la ventana. Te hablaré desde el campo.)

Bajé de la reja con las manos desolladas y me tendí en el banco que me servía de cama.

«¿Qué libro de misa es este? —pensé—. ¿A qué podía referirse? ¿Me estaría diciendo necedades aquel hombre?ۛ»

Me levanté, y a la luz del crepúsculo vi en un rincón el libro de misa traído por Fermina. ¿Habría allí algo?

Cogí el libro con ansiedad, lo hojeé: nada. Tiré con rabia de la pasta, y vi que ocultas en el lomo había dos sierrecillas finas.

El descubrimiento me produjo una gran agitación.

Era necesario decidirse rápidamente. ¿Por dónde se podía intentar la fuga? Por la reja me pareció difícil. Tenía cinco barrotes verticales y tres horizontales. Hubiera sido preciso limar el espesor de dieciséis hierros. Pretender doblarlos era imposible.

Estudié la puerta. A la altura de un hombre tenía un ventanillo, de poco más de un palmo, con dos barrotes en cruz; las junturas de la puerta no dejaban resquicio para limar el cerrojo o la lengüeta de la llave.

Calculé que si cortaba los dos barrotes del ventanillo, sacando el brazo, por el agujero, podría desde dentro dar vuelta a la llave, que estaba bastante alta, pero no llegar a descorrer el cerrojo, que se encontraba muy bajo.

Estuve pensando mucho tiempo qué podría hacer.

Había obscurecido. Era ya de noche, una de esas noches largas de invierno. Llovía y soplaba un viento fuerte y frío. Del vestíbulo llegaba una ligera claridad producida por el resplandor de un candil.

Hice un inventario de todos los objetos que tenía y di mil vueltas en la imaginación pensando si podría aprovecharme de alguno.

La cuestión del cerrojo era la que me preocupaba; cortarlo con la lima era imposible; llegar a él sacando el brazo desde el ventanillo, también.

Pensé en utilizar la vaina del sable que me habían dejado. No tenía resistencia bastante, pero podía dársela con los dos barrotes de hierro que pensaba sacar del ventanillo.

El Cojo, como todas las noches, fue y vino por la escalera, haciendo sonar sus llaves y su pata de palo. Cuando se marchaba comenzaba yo a limar, y al volver dejaba mi trabajo.

Para las diez de la noche tenía los cuatro hierros del ventanillo lo bastante limados para poder romperlos al menor esfuerzo.

Rendido, me eché sobre el banco y estuve con el oído atento por si Ganisch me hablaba, como había dicho.

Varias veces me levanté y tuve que tenderme de nuevo. Poco después de dar las once en el reloj de la iglesia sonó a lo lejos el grito del mochuelo.

Era Ganisch. Me agarré a la reja, tembloroso.

Luego se oyó una voz que cualquiera hubiera podido tomar por un relincho.

Ai…zak (‘Oye’) —dijo Ganisch.

Hablaba en vascuence para que no le entendieran.

Hamabietan (‘A las doce’).

Pasó un largo rato.

Ireki atea (‘Abre la puerta’).

Igo ganbarara (‘Sube a la buhardilla’).

Ganbarara… ezkerretara…, ate txikia… irekia da (‘En el desván, a la izquierda, una puerta pequeña está abierta’).

La idea de poder huir produjo en mí una intranquilidad cada vez mayor.

Estaba febril, impaciente.

El Cojo iba y venía, haciendo, sin duda, sus preparativos para pasar la noche. A las doce menos unos minutos se oyó su pata de palo resonar en el suelo, y después en la escalera.

Se llevó el candil del vestíbulo y quedó todo a obscuras.

Inmediatamente tiré de la cruz de hierro del ventanillo y, empujando con fuerza, la arranqué. Con ella en la mano, separé a tientas los dos barrotes y los metí, envueltos en hojas del libro de misa, en la vaina del sable. Así esta abultaba más.

Luego llevé el banco delante de la puerta, saqué todo el brazo izquierdo por el ventanillo, agarré la llave con la mano y le di dos vueltas.

Como soplaba tan fuerte el viento, el ruido no se notó.

Después introduje por el ventanillo la vaina del sable atacada con los dos barrotes y los papeles, y fui balanceándola para ver si daba en el cerrojo y llegaba a descorrerlo.

A la media hora de maniobra tuve que dejarlo. Estaba inundado de sudor y a punto de caerme mareado.

Volví de nuevo a la faena. Me encontraba nervioso, convulso.

En esto llegué con un golpe casual a descorrer el cerrojo.

En aquel mismo momento se oyó ruido en la escalera. Estuve escuchando anhelante, con el corazón oprimido. Viendo que no subía nadie, empujé la puerta, que chirrió ásperamente sobre sus goznes, y de puntillas salí al vestíbulo.

El Gato

A tientas llegué a la puerta de enfrente, donde habían encerrado a Lara.

Abrí la llave y el cerrojo.

—¡Lara! —dije en voz baja.

—¿Quién es? —preguntó una voz desconocida.

—¿No estás aquí, Lara? —volví a preguntar.

—No.

—Pues, ¿quién es usted?

—¿No sabe usted quién soy? Soy el Gato. ¿Qué me quieren? ¿Me quieren fusilar?

—No. Yo soy Echegaray, que he salido del calabozo.

El Gato no sabía quién era.

—¿Quién? ¿Quién? —me preguntó.

—El Pisaverde que se ha escapado del calabozo. El Gato se acercó a mí en la oscuridad.

—Vamos, vamos —exclamó con ansia.

—¿Y Lara? —le dije yo.

—Ayer le sacaron de aquí porque estaba enfermo.

El Gato quería bajar la escalera, pero yo le indiqué debíamos subir al desván.

De puntillas llegamos arriba.

El Gato llevaba varios meses en el calabozo, y quizá por esto, o porque era una especialidad suya, veía a obscuras, como un verdadero felino. Cierto que había una ligera claridad que entraba por los agujeros del tejado. El Gato me indicó dónde había una puertecilla.

Avanzamos los dos por el desván, tanteando, porque el suelo, de madera carcomida, tenía grandes boquetes. De no afirmar bien el pie, podía uno desaparecer como por escotillón. Se oía el batir de alas de una lechuza o de alguna otra ave que tenía allí su escondrijo.

Llegamos a la puerta y la abrimos. Daba a una escalera ruinosa. Fuimos bajando esta con cuidado; las maderas, apolilladas, crujían a medida que poníamos los pies en los carcomidos peldaños. Luego, los escalones estaban húmedos, resbaladizos y rotos.

Terminamos la escalera, y al final encontramos una tabla que cerraba un ventanillo. La empujamos y salimos a un estercolero. Este estercolero tenía una puerta cerrada con una tranca. El Gato se remangó los pantalones y, metiéndose en un lago de basura, llegó a la puerta y la abrió. Después me quité yo las botas y las medias y pasé también.

Salimos al huerto, abandonado y lleno de hierbajos. Me limpié las piernas con unas hojas y me calcé de nuevo. Escalamos la tapia, que no era muy alta. Estábamos libres.

No había hecho más que saltar, cuando sentí a «Murat», a mi perro, que me puso las patas en el pecho.

Le acaricié y le seguí. Fuimos tras él el Gato y yo, cruzando matorrales, hasta encontrarnos a Ganisch, que esperaba con dos caballos de la rienda.

—¿Cómo nos vamos a arreglar? Somos tres —exclamé yo.

Ganisch me dijo en vascuence que dejáramos al Gato; pero no me pareció prudente.

El Gato, con nosotros, podía ser un auxiliar eficacísimo; en contra de nosotros, constituía un gran peligro. Tanto como a él nos debía importar su salvación.

El Gato, viéndome indeciso, dijo:

—Llévenme ustedes una hora a caballo hasta salir y alejarnos del pueblo. Luego iré a pie.

Montamos Ganisch y yo, y el Gato en la grupa de mi caballo, agarrándose a mí. Ganisch me dio una carabina y un sable.

Salimos de la carretera y comenzamos a marchar hacia Palacios de la Sierra.

A un cuarto de legua del pueblo un centinela nos dio el alto:

«¿Quién vive?», gritó.

Ganisch picó espuelas, yo hice lo mismo, y los caballos se pusieron al galope.

Al Urbión

Llevábamos media hora de marcha; habíamos avanzado con gran rapidez. La cuestión era ganar terreno. Al principio no teníamos más idea que alejarnos. Probablemente a la madrugada se darían cuenta de nuestra fuga y comenzaría la persecución.

Desde Salas, mirando hacia Soria, se ven primero los cerros de la Campiña; detrás los montes de la Demanda y de Neila, y a la derecha el pico del Urbión.

A la media hora de marcha el Gato me dijo:

—Pare usted, don Eugenio. Paré el caballo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Voy a bajar del caballo de usted que se está cansando, y montaré en el otro.

—Bueno.

El Gato dio un salto, se agarró a la cintura de Ganisch y seguimos nuestra marcha al trote.

Comenzaba a caer una ligera lluvia mezclada con nieve.

Serían las dos o dos y media de la mañana, cuando el Gato me llamó:

—Don Eugenio.

—¿Qué hay?

—¿Ustedes tienen algún sitio donde guarecerse?

—No.

—¿Qué van ustedes a hacer?

—¡Qué vamos a hacer! Huir, meternos donde podamos.

—Si entran ustedes en un pueblo están perdidos.

—Y usted, ¿qué ha pensado?

—Yo tengo un refugio. Una cueva que no la conoce nadie.

—¿La de Neila?

—No.

—¿La del Abejón, quizás?

—Tampoco. Esa será la primera que registren. La mía es una cueva que está en el sitio más frío del Urbión. Como le digo a usted, nadie la conoce.

—Pues vamos a ella.

—Me ha de dar usted una palabra, don Eugenio.

—¿Cuál?

—De que el dinero que tengo allí no me lo han de tocar, pase lo que paje.

—Le doy mi palabra.

—¿Y su asistente?

—No lo hará tampoco. No tenga usted cuidado.

—Entonces, vamos.

El Gato siguió alternando en un caballo y en otro hasta llegar a la parte más abrupta de aquellos montes. Entonces los tres seguimos a pie. Comenzó la mañana, una mañana nublada, fría, con ráfagas de viento cargadas de nieve; al mediodía llegamos a un chozo de pastores, abandonado, cubierto de ramas.

Tal era nuestra fatiga, que no pudimos comer nada. Tomamos un poco de aguardiente que llevaba Ganisch en una calabaza y nos dispusimos a seguir.

Por lo que dijo el Gato, desde el punto donde nos encontrábamos había una media hora hasta la cueva.

Íbamos a seguir adelante con los caballos, pero el Gato me hizo observar que con ellos no se podía entrar en la cueva. Era, por lo tanto, mejor dejarlos allí.

Hicimos esto y avanzamos por entre la nieve. Marchábamos con grandes dificultades por el lomo de un monte.

Al avanzar por él llegamos encima de la hondonada donde nace el Duero.

Desde el alto en donde nos encontrábamos se veían dos lagunas: la Negra y la Helada; la Helada apenas se distinguía por estar cubierta de nieve; la laguna Negra, en cambio, en medio de la hondonada, parecía una mancha redonda de tinta en un papel blanco.

Bajamos con grandes precauciones al borde de la laguna Negra. Era un embudo de piedra, en cuyo fondo parecía dormir misteriosa el agua inmóvil aparentemente negra.

La cueva

Allí no se veía resquicio alguno. Yo le miré al Gato como preguntándole qué objeto podía tener al engañarnos así; pero él sacudió con su palo la nieve y nos mostró una hendidura estrecha.

—Pasen ustedes —nos dijo.

—¿Pero se puede pasar por aquí?

—Pruebe usted.

Efectivamente, se podía pasar. Entramos Ganisch y yo; luego entró él. Quedamos en una completa obscuridad. El Gato sacó un eslabón y comenzó a golpear en el pedernal.

Saltaron las chispas alrededor de su cabeza, hasta que encendió la yesca y vimos que al poco tiempo encendía un candil.

—Adelante, caballeros —dijo—. Están ustedes en mi casa.

La entrada de la cueva era muy angosta y en pendiente. Bajamos por una rampa resbaladiza y llena de musgo, que terminaba cortada a pico sobre un pozo. Asomándose a este, como por un balcón, se veía a treinta o cuarenta pies un gran espacio ancho con la forma de una caldera.

A mano derecha de aquel balcón, donde terminaba la rampa, había una escalera en parte natural y en parte arreglada. El Gato me dio la luz; bajaron Ganisch y él, y luego bajé yo.

Aquella sala profunda y casi circular daba la impresión de no tener comunicación alguna con el exterior. A pesar de estar el techo lleno de estalactitas, había poca humedad en ella; la temperatura era más bien templada, y el suelo de piedra calcárea. Dentro se oía como el retemblor de una máquina.

—¿Qué es ese ruido? —le pregunté al Gato.

—Es que por aquí se vacía la laguna Negra. En esta cueva tenemos agua.

Y marchando a un rincón, levantó una tabla y puso al descubierto un agujero por donde pasaba una gran corriente de agua metiendo un ruido imponente.

Nos lavamos allí mismo.

Después, Ganisch sacó lo que le quedaba de pan y nos lo repartimos.

El Gato nos indicó dónde había un montón de paja; cada uno hizo su cama y nos tendimos en ella. Murat se echó a mis pies.

Aquella noche yo dormí muy mal. Sentía como la presión de todo el monte en el pecho.

Por la mañana tuvimos el gran susto; parecía que la entrada de la cueva se había cerrado.

No se filtraba ni un rayo de luz de fuera. Subimos la escalera y la rampa a obscuras, y dejamos libre la boca de la caverna. Seguía nevando.

Discutimos lo que había que hacer. Marchar adelante era exponerse a ser cogidos y fusilados; para quedarnos allí nos faltaba alimento.

Al Gato fue al primero que se le ocurrió la idea de matar a los caballos y de comerlos. Al oírlo me opuse, pero luego me convenció. Realmente, los dos animales se iban a morir de hambre y de frío.

Ganisch y el Gato hicieron de verdugos. Después de muertos los dos caballos los enterraron en la nieve, para conservar la carne, a pocos pasos de la laguna Negra.

Desde aquel día comenzamos a comer caballo; al principio con algo de pan, luego sin pan. Entregados a la alimentación hipofágica, estuvimos ocho días aguantando la borrasca. Todas las mañanas abríamos la boca de la cueva, que se cerraba por la noche con la nieve.

Al noveno día cesó el temporal y comenzó a helar; el piso fue poniéndose duro; ya se podía andar sobre él.

Hicimos una expedición imprudente para reconocer los alrededores. Había una cornisa de piedras que partía de la entrada de la cueva, en el mismo borde de la laguna Negra, por el cual se podía avanzar y retroceder sin dejar huella en la nieve.

Por allí salimos y nos alejamos.

Encontramos cerca de un chozo, en un pino alto, unas tablas de rama a rama, y en ellas varios panes y quesos.

Volvíamos satisfechos de nuestro hallazgo cuando Murat comenzó a gruñir; le agarré yo del collar y le sujeté para que no avanzara ni ladrase. Se oía hablar a poca distancia.

Nos escondimos en una depresión de la nieve y unos minutos después pasó un pelotón a caballo de tropas de Merino, mandadas por el Jabalí. Sin duda iban a ver si nos habíamos refugiado en los poblados de Quintanarejo o de Santa Inés. Cuando cruzó el pelotón, volvimos a la cueva con nuestras provisiones, decididos a no salir de día hasta que no hubiesen pasado de vuelta los jinetes.

Ya me figuraba yo que el Cura había de hacer todo lo posible para averiguar nuestro paradero.

Al día siguiente salimos de la cueva de noche y vimos huellas recientes de la patrulla que retornaba de su expedición.

Después ya no se volvió a ver ninguna otra huella por allí más que la de los lobos, que olfateaban la carne de caballo enterrada en la nieve, cerca de nuestra cueva.

Vida troglodita

En los días posteriores exploramos la caverna.

Había en un rincón dos sepulcros antiguos que tenían la forma de un trapecio geométrico, al cual se le uniera un círculo en el lado más largo de los dos paralelos. Yo sabía que estos eran sepulcros, porque me habían enseñado otros iguales tallados en piedra en Duruelo, detrás de la iglesia, y en Covaleda, en un pozo que llaman de San Millán.

El Gato había abierto una de las tumbas, pero no encontró en ella más que tierra y ceniza.

En esta época de vida troglodita, el Gato y Ganisch manifestaron grandes condiciones para la vida salvaje.

Hicieron cucharas, tenedores y vasos con trozos de madera y dos cuchillos con el bocado de un caballo. Yo me arreglé una hamaca con las correas de los arneses, para no dormir en el suelo, porque empezaba a tener nuevamente dolores reumáticos.

Decidimos esperar a que se serenara el tiempo definitivamente; mal o bien, podíamos aguantar allí.

Todos los días salíamos de caza, y cogíamos lobos y zorros en trampas que ponía el Gato.

También llevamos en un trineo hecho con palos una gran cantidad de hierba seca que encontramos en una tenada de pastores.

Por la nieve

A mediados de enero comenzó el buen tiempo, acompañado de un frío muy grande. Entonces decidimos la marcha. El día anterior subimos al pico del Urbión para orientarnos bien. Desde lo alto se veía una niebla larga que seguía el cauce del Duero; en medio de la niebla azulada se destacaba el castillo de Gormaz sobre un cerro, como una isla en medio del mar. Cerca se abrían las gargantas de Santa Inés y el Hornillo.

Hacia el lado de Aragón se erguían las masas del Moncayo y Cebollera, que separan las vertientes del Ebro y del Duero, la sierra de Peñalara de Burgos, Quintanar, Duruelo y la meseta de Carazo, desnuda y pelada. Muy vagamente al Este se divisaba la sierra de Albarracín, y con más vaguedad aún, hacia el Norte, los Pirineos.

Yo me di cuenta bastante clara de la disposición de las montañas próximas y de los caminos, e hice un pequeño plano para orientarme. Comimos en el pico del Urbión; por la tarde bajamos a nuestra cueva, dormimos en ella, y al día siguiente nos preparamos para la marcha. Nos untamos las botas con grasa de caballo, y con las mantas hicimos tiras para envolvernos las piernas. Parecíamos unos esquimales.

Yo me quité parte del forro de la chaqueta, que era de tela negra, y me lo puse como una venda en los ojos.

Recordaba haber leído en un libro de viajes que la claridad de la nieve produce oftalmías. Ganisch y el Gato se rieron al verme; pero por la noche me dieron la razón, porque tenían los dos los ojos irritados y doloridos a consecuencia del resplandor de la nieve.

Por la mañana salimos del Urbión; al mediodía cruzamos por Duruelo, sin entrar en el pueblo, y seguimos hasta Covaleda, en donde dormimos en una tenada de pastores.

Pasamos con gran rapidez al día siguiente la garganta de Covaleda, hasta llegar a Salduero. Media hora después aparecíamos por una honda calzada en Molinos de Duero.

A un lado y a otro de Molinos asomaban casas arruinadas con viejos escudos nobiliarios. No había nadie en la aldea.

Seguimos adelante. El tiempo cambiaba; el cielo se iba poniendo triste y obscuro.

De Molinos marchamos a Vinuesa, pueblo que antiguamente se llamaba Corte de los Pinares, asentado en un valle ancho, con sus tejados rojos y su iglesia negruzca. En el camino comenzó a llover. La nieve iba deshaciéndose en el campo.

Entramos en Vinuesa, preguntamos por una posada y nos indicaron una que tenía un soportalillo en la puerta. Comimos, y al ir a pagar yo me encontré con que el dinero que tenía no me llegaba para el gasto hecho por Ganisch y por mí.

Pedí al Gato lo que me faltaba, y este me dijo que no me daba un cuarto.

—¡Pero hombre, no sea usted así! No ve usted que si no pagamos al posadero puede mandarnos prender.

—Que haga lo que quiera; yo no pago.

Llamé al posadero, y aunque era un tío muy bruto, se avino a razones.

Disimulé la incomodidad y el deseo de darle dos palos al Gato, y seguimos los tres la marcha.

El Gato, en la trampa

Ganisch, el Gato y yo nos pusimos en camino hacia la Muedra. Íbamos calados por la lluvia, marchando a través de un campo llano cubierto de pinos.

Encontramos un zagal. Le preguntamos si había cerca un puente para cruzar el Duero, que traza allí una curva, rodeando el valle de Vinuesa, y nos mostró un vado.

Atravesamos el río vestidos. El camino, pasado el Duero, subía en cuesta por unos descampados; yo le veía a Ganisch con la cara fosca que ponía cuando estaba furioso y tramando algo.

Llovía cada vez más.

Llegamos a una antigua ferrería abandonada y allí nos refugiamos.

Salimos al campo a cortar estepares y matorrales. Pensábamos hacer fuego.

Estaba buscando leña, cuando me dijo Ganisch en vascuence:

—¡Oye!

—¡Qué!

—A este le voy a atar yo y le vamos a quitar el dinero.

—¡Pero, hombre!…

—No hay más remedio. Con que no te duermas.

—Bueno.

Realmente era lo mejor, porque si no el Gato nos iba a exponer a que nos cogieran.

Volvimos a la ferrería abandonada e hicimos fuego. No teníamos que comer. Nos echamos en el suelo con las piernas hacia la llama.

El Gato tardó mucho en tumbarse; quizá temía o sospechaba algo. Ganisch hacía que roncaba perfectamente. Por fin se tendió el Gato. Ganisch se irguió, me miró, y lanzándose sobre él, le tapó la boca con la gorra. Yo, inmediatamente, le sujeté los brazos, y con un pedazo de venda que llevaba arrollada en las piernas, le até. El Gato no resistió. Tenía un estoicismo extraño. Viendo que no le queríamos matar, quiso parlamentar con nosotros, pero Ganisch no aceptó.

—No, no —dijo, y con razón—. Eres capaz de denunciarnos por unos maravedises. Llevaremos tu dinero y te dejaremos aquí.

—No —agregué yo—. Tomaremos lo necesario, nada más. No somos ladrones. Con dos onzas nos bastan.

—¡Dos onzas! ¡Dios mío! —gimió el Gato.

—Eres un asqueroso avaro —le dije yo—. Te he libertado de la cárcel, y aun así me niegas unas pesetas.

Ganisch le desató el cinturón donde guardaba su tesoro, y yo cogí dos onzas y otras monedas pequeñas.

—Bueno; ahora pónselo otra vez.

Ganisch le ató de nuevo el cinturón.

Hecho esto le dejamos al Gato bien sujeto y tendido sobre un montón de paja.

Salimos de la ferrería y pasamos por la Muedra, un lugar desierto con unos cuantos casuchos. Seguimos andando de noche, hasta que se presentó la mañana, triste, lluviosa.

Al mediodía encontramos un carro de bueyes. Dijimos al boyero que éramos españoles prisioneros de los franceses, que habíamos logrado escapar. El boyero nos dio un poco de pan y nos dijo que debíamos seguir a Cidones.

Al anochecer de este día íbamos tan cansados, que decidimos pedir auxilio a cualquier destacamento francés que encontráramos.

El cansancio y la molestia eran enormes.

Marchábamos de noche perdidos, cuando topamos de pronto con una ermita abandonada. Se la veía a la luz de la luna con su cruz y su soportal, en cuyo fondo brillaba una lámpara de aceite iluminando a un Cristo. Adosada a la ermita había una casa pequeña con dos ventanas y una puerta. Llamamos. Salió a abrirnos un viejo ermitaño, barbudo y tembloroso, a quien yo conté lo que nos pasaba.

El viejo nos llevó al lado de la lumbre, y nos dio pan y una jarra de leche.

El ermitaño hizo algunas reflexiones acerca de la guerra y de las maldades de los hombres; pero viendo nuestro cansancio dejó de hablar y nos indicó que nos tendiéramos cerca del fuego en dos sacos de paja. Así lo hicimos mientras él quedó rezando.

A la mañana siguiente, al preguntarle al ermitaño lo que le debíamos, nos dijo que nada, y que si queríamos, podíamos quedarnos con él hasta que mejorara el tiempo.

Le dimos las gracias, pero le dijimos que nos era indispensable llegar cuanto antes a Soria.

El ermitaño nos indicó un panadero de un pueblo próximo, que alquilaba caballos; le buscamos, y con un tiempo seco y frío, salimos camino de Soria, adonde llegamos por la tarde.

Fuimos a la posadilla de la Merced, el primer parador que encontramos a mano. La moza nos hizo pasar a la cocina, grande y alta, con una plataforma con barandado de madera encima del fogón, y allí mismo nos reconfortamos con el calor de la cena y del fuego.

Trabamos conversación con dos hombres de Villaciervos que parecían pastores de nacimiento, con sus capas blancas y su capucha, y estos nos dijeron que el cura Merino estaba en aquel momento cerca de Burgos.

Al día siguiente salimos a la calle y compré ropa para Ganisch y para mí.

La impresión que me hizo el lavarme con jabón, el vestir ropa limpia y el acostarme en una cama, fue extraordinaria.

Me parecieron estas cosas que en la vida ordinaria no se estiman el refinamiento más exquisito y sibarítico de que puede gozar un hombre.