IV

LA DENUNCIA

UNOS meses después estábamos en Peñaranda de Duero, que también se llama Peñaranda de la Perra, cuando se presentó un escuadrón del Empecinado a operar en combinación con Merino.

Eran oficiales de este escuadrón Antonio Martín, el hermano del Empecinado, y don Casimiro de Gregory Dávila, a quien llamaban Gregory el de Leganés, por su cargo de administrador de Rentas de este pueblo.

Gregory había peleado con el Empecinado a las órdenes de don Vicente Sardina, y estuvo preso en Madrid por patriota el año 9.

Luego, yo le conocí en 1822 de intendente en Pamplona.

Gregory y Martín andaban mucho con Aviraneta. Se decían muy liberales.

Un día los dos Empecinados, Aviraneta, Lara, el Tobalos y tres o cuatro más del escuadrón del Brigante se metieron en una taberna de Peñaranda y hablaron.

Hay que advertir que Eugenio, en esta época, estaba que no se le podía aguantar.

Sus peleas con Fermina y, sobre todo, el recuerdo de la muerte del alemán le tenían rabioso. Antonio Martín y Casimiro Gregory contaron en el grupo la entrada de los aliados en Madrid un día de agosto.

El Empecinado, Palarea, el Abuelo y Chaleco habían desfilado por la Puerta del Sol y calle Mayor, marchando al Ayuntamiento.

Antonio Martín aseguraba con entusiasmo que los Empecinados habían sido los héroes de la jornada.

Unos días después de entrar ellos se juraba la Constitución en todas las parroquias madrileñas.

Los del Brigante escuchaban con envidia.

«Tenéis suerte —dijo Aviraneta con amargura—; nosotros aquí no hemos visto nada de eso».

E hizo un cuadro agrio y burlesco de la vida y costumbres del campamento de Merino.

Viendo que celebraban sus frases, Aviraneta se desbocó y empezó a decir barbaridades. Afirmó que Merino había ordenado la muerte del Brigante porque se sentía celoso de él.

«¿Nosotros? —exclamó luego—. Nosotros ya no somos guerrilleros, sino unas viejas beatas que no hacen más que rezar el rosario y persignarse para comer, para beber, para rascarse».

Gregory y Martín se reían. Luego, Eugenio habló del Estado llano, del servilismo de los fernandinos, de la libertad y de los derechos del hombre, y acabó brindando por la República.

Aviraneta pensó que nadie se enteraría; pero en la taberna había un enemigo suyo, un tal Sánchez, a quien llamaban don Perfecto.

Don Perfecto estaba resentido contra Aviraneta porque este se burlaba de él constantemente preguntándole dónde se había escondido cuando la acción de Hontoria del Pinar.

Don Perfecto se vengó yendo con el soplo al cura, contándole toda la conversación.

A los quince días de esto volvimos a Salas de los Infantes. Ya habíamos olvidado la conversación de Peñaranda.

No hicimos más que llegar, cuando el cura llamó a Aviraneta y a Lara y, de repente, sin incomodarse, con voz burlona y fría, les dijo:

—Oye, Echegaray. ¡Conque yo mandé asesinar al Brigante! ¡Conque nosotros no somos guerrilleros! ¡Conque somos unas viejas beatas que no hacen más que rezar!

—Yo no he dicho eso, don Jerónimo.

—Ha habido quien te ha oído, hijo mío. Hablaste con el hermano del Empecinado y con otro en una taberna de Peñaranda. ¿De manera que eres masón y republicano? ¡Ya me figuraba yo algo! Pues tendrás la suerte de los espías y los traidores: serás fusilado por la espalda. Y tú, Lara, irás también a la cárcel. Ya veré lo que hago contigo.

Aviraneta no replicó. Un oficial le quitó su espada dragona y, rodeado de soldados, marchó a la cárcel.

… Después de este episodio, Ganisch contó otros de los guerrilleros de Merino, ya conocidos por mí, y la escapada que hicieron desde Salas a Soria Aviraneta y él; pero como esta escapada la he encontrado con más detalles en los papeles de don Eugenio, he recurrido a ellos.