III

EL DESAFÍO

FERMINA se separó de Aviraneta y comenzó a andar, acompañada de un alemán, Müller, que era uno de los prisioneros que se quedó amigo de los españoles.

El alemán guardaba las espaldas de la guerrillera; ella le trataba con altivez, y él, a pesar de todo, le servía humildemente.

Eugenio estaba furioso; le miraba al alemán con su ojo bizco y frunciendo el ceño. Cuando Aviraneta se pone a mirar así hay que temblar, porque, con la mala sangre que tiene, es capaz de cualquier cosa.

La situación entre los dos hombres era muy violenta, y al fin vino el encuentro.

Eugenio y el alemán, por una cuestión de poca monta, se lanzaron el uno contra el otro. Eugenio quiso arrestar a Müller; pero al ver en este una risa de desprecio, suspendió el arresto y concertaron entre los dos un desafío.

Estábamos en Hontoria.

Lara y yo fuimos los testigos de Aviraneta, y dos desertores franceses los de Müller el alemán. Se decidió que otro desertor polaco hiciera de juez de campo.

Marchamos los siete al galope al pinar, y entramos en una calvera del monte, grande como una plazoleta.

Antes de comenzar el duelo, el alemán dijo que él era un simple soldado, y mayormente extranjero; que si se sabía que se había batido con un oficial le costaría el ser fusilado, y que, por lo tanto, exigía juráramos todos guardar el secreto de lo ocurrido.

El alemán, sin duda, tenía completa confianza en su triunfo. Juramos callar.

Al momento Müller y Aviraneta se quitaron las casacas. Müller tenía un pecho de gigante y unos brazos fuertes, cubiertos de vello rojo.

Se midieron los sables y se entregó a cada uno el suyo. El alemán manejaba su arma como un juguete. Se colocaron los dos en guardia.

—Uno, dos, tres… Adelante, señores —dijo el polaco.

Los sables chocaron uno contra otro y comenzó el asalto.

Müller no tenía idea de la esgrima, pero era valiente, y tiraba unos mandobles a Eugenio que yo creí que le deshacía. Aviraneta se defendía con mucha maña y dirigía a Müller golpes a la cabeza y al brazo.

El alemán, viendo que no alcanzaba al enemigo, comenzó a dirigirle estocadas furiosas al pecho.

Hubo un descanso por orden del polaco, juez de campo.

Müller estaba congestionado y torpe; Eugenio, algo pálido, pero muy tranquilo.

«Yo intentaba desarmar a este bárbaro —nos dijo Eugenio a Lara y a mí—, y herirle levemente; pero tiene tan mala intención, que voy a tener que matarlo; si no, me va a matar él».

Siguió el duelo y vimos que, efectivamente, Eugenio cambiaba de sistema; ya, después de parar, no marcaba un golpe ligero en el brazo o en el hombro del contrario, sino que se tiraba a fondo de una estocada. Müller hacía lo mismo con una furia terrible. Eugenio estaba cada vez más pálido y más ceñudo; se notaba la decisión en sus ojos.

Durante un momento estuvieron los dos forcejeando casi con los puños juntos, y al separarse se vio que Aviraneta tenía un rasguño en el brazo que le manchaba de sangre.

Aquella sangre y la sonrisa de triunfo del alemán enardecieron a Aviraneta, dándole una de aquellas decisiones violentas que le caracterizaban.

El polaco hizo la señal del nuevo asalto. Aviraneta se lanzó con tanto brío, que acorraló al alemán, que tuvo que retroceder, y, dándole un sablazo en la muñeca, le hizo tirar el sable. Creímos que aquí terminaría el lance; pero Müller protestó y volvió con más furia a la pelea.

Ya no era dueño de sí mismo; se descubría, parecía un toro más que un hombre. Se veía en él la decisión de atravesar a su contrario, aunque quedara muerto.

Aviraneta se encontraba en un aprieto grave; se iba cansando y perdiendo la serenidad.

En esto, Müller con el sable rozó la oreja de Eugenio. Aviraneta sintió la sangre que le caía y, enardecido, se lanzó sobre el enemigo, se tiró a fondo y hundió el sable en el pecho del alemán.

Müller abrió los brazos, se le cayó el arma, se tambaleó y, dando una vuelta como un peón, cayó a tierra.

Los dos testigos franceses no pudieron sostener su cuerpo fuerte y pesado.

«Lo he matado —nos dijo Aviraneta—; no he podido hacer otra cosa».

El alemán bramaba, escupiendo espumarajos de sangre.

Aviraneta, ceñudo, tomó su sable y empezó a limpiarlo en unas hierbas. Esperó un momento por si Müller le llamaba, pero el alemán estaba en las últimas convulsiones de la agonía, y poco después había muerto.

Montamos de nuevo a caballo. Los dos franceses, que tenían sangre en las manos, y Aviraneta, se lavaron en un arroyo y volvimos a Hontoria.

Todos los que presenciamos el duelo guardamos el secreto de lo ocurrido, hasta el punto de que se creyó que Müller había desertado de nuestro campo. Sin embargo, algunos sospecharon la verdad.