I

FERMINA Y LA RIOJANA

GANISH comenzó de este modo:

«Cuando entremos en la partida yo y Eugenio, como la cura Merino, ¡así ojalá se muera de repente!, era hombre que se fijaba mucho en estos cuestiones, Eugenio, que es un endredador, inventó que la Riojana era mi mujer y Fermina la suya. La cura Merino…»

Pero no; es imposible seguir a Ganisch en su relato, y prescindiendo de lo pintoresco de su estilo, hay que hacerle hablar como todo el mundo.

El cura Merino no se preocupaba de estas cosas por virtud, sino porque era celoso y lujurioso como un mico.

La Riojana era una buena chica; eso sí, le gustaba la miel como a todas las mujeres, y cuando se le ponía algo en la cabeza, era un poco bestia.

La Fermina se las echaba de señorita. Siempre estaba de mal humor, dispuesta a dar gritos y a subirse a la parra por cualquier cosa.

La Riojana y yo —siguió diciendo Ganisch— nos entendimos pronto, porque, como yo hablaba poco el castellano, me iba pronto al bulto.

Como la Fermina y Eugenio no llevaban camino de arreglarse, la Riojana le decía a su compañera:

—¡Pues no eres poco melindrosa, hija! En la guerra como en la guerra. ¡Qué demonio!

Fermina era de un pueblo de la ribera de Navarra, y su padre un rico hacendado. Había tenido Fermina un novio que con engaños —así dicen siempre las mujeres— la sacó de casa; el padre juró que si volvía la despedazaba, y, claro, ella no quiso volver.

Tenía Fermina muchas ínfulas aristocráticas; yo no sé si mentía, es muy probable; pero, mintiendo o diciendo la verdad, aseguraba que se hallaba emparentada con las familias más linajudas de Navarra.

—Los Echegaray no sé de dónde procedemos —le replicaba Eugenio, que se hacía llamar por su tercer apellido—; no sé si venimos del cogollo o de las hojas, de las últimas capas o de los primeros manteos; pero no me preocupa gran cosa.

—Tienes risa de condenado —le decía ella. Y esto le daba a él más ganas de reír.

No sé qué idea tenía la Fermina de Eugenio y de mí, pero creo que nos consideraba como dos herejes a los que no les faltaba el canto de un duro para entrar en el infierno.

Yo le aconsejaba a Eugenio que cogiera a aquella mujer y la dejara perdida en algún monte donde no pudiera volver, como a los perros que molestan.

Fermina la Navarra decía brutalidades sin notarlo; pero si alguien le echaba un piropo se sofocaba y le brillaban los ojos. Entonces sí estaba guapa.

Fermina, la Riojana y otras mujeres que había allí se decidieron, cuando comenzaron a organizarse las guerrillas, a gastar pantalones y a montar a caballo como los hombres.

Aviraneta, que siempre ha sido hablador, llamaba a Fermina la Monja Alférez.

—Este alférez, ¡eh Ganisch! —me solía decir Eugenio guiñando los ojos—, está verdaderamente bonito.

—¡Condenado! Te gusta avergonzarme —contestaba ella.

—Ya que eres la Monja Alférez —contestaba él echándoselas de galante—, sé monja para mí y alférez para los demás.

Al poco tiempo de estar en el campo, a Eugenio le hicieron teniente, no porque hubiera peleado más que yo o que los demás, sino porque tenía más escuela.

Eso de saber manejar la pluma es cosa de mucha importancia.

Como Eugenio nunca ha sido fuerte, a los tres o cuatro meses de estar en el campo durmiendo en el suelo y recibiendo nieves y chaparrones tuvo un ataque de reumatismo (erreumatismo, decía Ganisch) y le fue necesario quedarse en cama.

Yo fui a cuidarle, más que nada, por no andar de maniobras.

Tanto subir y bajar montes y mojarme me tenía aburrido.

Estaba ya soltero, porque la Riojana se me había marchado con el cura. Le pedí permiso a este para ir a cuidar a Eugenio, y Merino me dijo: «Sí, sí; vete».

Claro, quería tenerme lejos de la Riojana. Luego me preguntó:

—¿Qué le pasa a Eugenio?

—Está baldado por el reuma.

—¡Qué gente! ¡Qué jóvenes! —murmuró—. Ese Echegaray vale poco. A mí no hay lluvia ni nieve que me haga efecto.

El cura decía la verdad. Era duro como una piedra.

Al principio de la enfermedad de Aviraneta, la Fermina le cuidó muy bien; pero cuando entró en la convalecencia, ella y él se tiraban los trastos a la cabeza.

A la Fermina le asustaba mucho pensar en el infierno, y decía a Aviraneta que tenían que confesarse y ver al cura.

—¡A los curas! ¡A presidio los llevaría a todos! —decía Eugenio.

Ella, al principio, se incomodaba; luego le decía:

—Tú pierde tu alma si quieres; yo ya me salvaré.

—¿Salvarte? —le contestaba él en broma—. No sé cómo: has matado, has dicho mentiras, dejarías de ser mujer si no las hubieras dicho; amores has tenido, iracunda eres como pocas, golosa también, envidiosa ídem; conque si no te metes monja después de la guerra y te azotas, no sé cómo te las vas a arreglar con tu alma.

—¡Ese Eugenio —añadió Ganisch— tiene unas ocurrencias!

—Y ella ¿qué hacía al oír esto? —pregunté yo.

—Ella se ponía como una fiera y le decía:

—¡Canalla! ¡Bizco! ¡Quisiera que te murieras de repente!

—¡Ya lo sé! —contestaba él.

Luego hacían las paces. La Fermina tenía un genio imposible; se mostraba dominadora, violenta, sanguinaria. Eso sí, para la gente pobre era buena.