AHORA —dice don Pedro de Leguía y Gaztelumendi en sus papeles—, para completar la historia de Aviraneta en su época de guerrillero con el cura Merino, tengo que recurrir a lo que me contó el cabo de chapelgorris, Juan Larrumbide, llamado Ganisch, en la taberna del Globulillo, en la calle del puerto, de San Sebastián, una tarde de otoño del año 1839.
Al saber que conocía la vida de Aviraneta, Ganisch me preguntó con gran interés si le había contado algo de él.
Yo contesté que sí, e indiqué lo que me había dicho.
—¿Conque Eugenio le dijo a usted que yo me arreglé con la Riojana? —me preguntó Ganisch algo incomodado.
—Sí.
—¿Y no habló nada de sus enredos?
—No.
—¡Qué gracioso! Pues él también estuvo viviendo con una mujer y a punto de casarse con ella. Una tal Fermina.
—¿Fermina la Navarra?
—Sí. ¿Qué le contó a usted más Eugenio?
—Que usted había conquistado a la Riojana por su manera de hablar enrevesada; que usted no hacía más que comer…
—¡Qué canalla! ¡Ese bizco tiene más mala intención!… ¿Ya le dijo a usted que a él le llamaban el Pisaverde?
—Sí.
Había notado que entre Ganisch y Aviraneta existía, así como por debajo de su amistad, un fondo de envidia y de odio, y escarbando en él conseguí que Ganisch contara todo cuanto sabía.
Me hubiera gustado mucho poder trasladar fielmente las palabras de Ganisch y sus impresiones personales acerca de su vida y de la de Aviraneta en las guerrillas de Merino. Pero ¿quién sería capaz de transcribir con exactitud aquella serie de frases defectuosas, aquella serie de concordancias extrañas en donde se confundían el castellano, el francés y el vascuence?
Es imposible reproducir su relato como él me lo contó; relato que, ciertamente, no tenía orden gramatical, pero sí mucha gracia.
Al dar yo una forma lógica, aunque no literaria, le quito seguramente todo carácter a esta narración que hizo Ganisch en la taberna del Globulillo, de la calle del Puerto, en San Sebastián, una tarde de otoño de 1839.