V

EN EL DESFILADERO DE PANCORBO

LA razón de la orden de Dorsenne estaba justificada. Dorsenne, desde su punto de vista, creía, y con motivo, en la culpabilidad del director.

Lo consideraba hombre hábil y peligroso, y a pesar de tratarse de un reo absuelto, mandó le vigilaran estrechamente por si sus amigos fraguaban alguna emboscada para libertarle.

Al día siguiente llevaron una berlina a la puerta de la cárcel, sacaron al director, le metieron en el coche acompañado de un comisario de policía y un agente, y escoltados por un pelotón de gendarmes tomaron la calzada de Francia.

Nosotros, Lara y yo, enviamos una carta al coronel Blanco.

Le contábamos en ella lo ocurrido, le explicábamos la dirección que iba a llevar el coche, y le proponíamos atacar al convoy enemigo en el desfiladero de Pancorbo.

Lara y yo, en compañía de Ganisch y de García, adelantamos pronto al coche y a la escolta. Nuestros asistentes se quedaron en Briviesca y nosotros nos instalamos en Pancorbo en una venta que llamaban del tío Veneno.

El desfiladero de Pancorbo es una estrecha hendidura que corta los montes Obarenes. Tiene un aire imponente y trágico.

Yo conocía bastante bien este romántico desfiladero, con sus enormes y fantásticas rocas que parece que van a desplomarse sobre el viajero.

Se comprende que la garganta de Pancorbo se haya considerado como punto de cita internacional de ladrones, de gitanos y de compra-chicos.

En algunos puntos, alejándose del pueblo hacia Miranda, el desfiladero se estrecha hasta tal punto, que no deja lugar más que para la corriente de agua de un riachuelo que se llama el Oroncillo y para la calzada.

Próximamente en medio de la garganta había, y creo que seguirá habiendo, una capilla pequeña empotrada en la roca, con un altar y una imagen de la Virgen.

La Virgen es Nuestra Señora del Camino, protectora de los viandantes.

En la cumbre del desfiladero, en el alto de Foncea, había un castillo rodeado de fortificaciones hechas por los españoles con motivo de la campaña contra la República francesa, en 1795, y después ampliadas por los imperiales al comienzo de la guerra de la Independencia.

Este castillo lo destruyeron definitivamente los franceses cuando la entrada de los cien mil hijos de San Luis.

Contando con gente, yo consideraba fácil atacar la escolta y detenerla en un camino tan estrecho. Bastaba con apostar sigilosamente unos cuantos hombres cerca de la ermita y detrás de algunas piedras, apoderarse del coche, tomar el camino de Miranda de Ebro y dispersarse, al salir del desfiladero, hacia la aldea que se llama Ameyugo. Los de la escolta, seguramente, avisarían a los de los fuertes, si estos no bajaban en seguida al ruido de los tiros; pero lo más probable es que, valiéndose de la sorpresa, hubiera tiempo para huir.

Esperamos un día y una noche en la venta del tío Veneno por si Merino o el coronel Blanco nos daban órdenes o enviaban auxilios.

Yo creía que con pocos hombres, con veinte o treinta, nos bastaban para detener a los gendarmes de la escolta.

Al día siguiente supimos por un arriero que el director, en su coche, había parado en el mesón del Segoviano, de Briviesca, conocido por Ganisch y por mí por haber estado en él al salir de Irún con Fermina la Navarra y la Riojana.

El dueño de la posada de Briviesca, el señor Ramón el de Pancorbo, muy amigo del director, le dio a este una ropa de abrigo, una gorra, una buena capa y algunas onzas de oro.

Al día siguiente, por la tarde, Lara y yo vimos pasar el coche del director, con un pelotón de escolta por delante de nosotros.

Yo me coloqué de manera que el director me viese, y comprendí por su mirada que me había reconocido.

De Merino no había que esperar nada. El cura no se ocupaba de sus amigos caídos en desgracia.