III

EL DIRECTOR, DENUNCIADO

EN esto supimos que el director había sido acusado en Burgos por los franceses de espía de los guerrilleros y metido en la cárcel.

Al saber la noticia le dije a mi compañero Lara, y luego al coronel Blanco, que creía no debíamos ver indiferentes la prisión del director.

Blanco habló a Merino, el cual no pareció muy alarmado; no le importaba la cosa, o consideraba imposible remediarla. Volví a insistir con el coronel Blanco, y este dijo:

—Si creen ustedes que pueden hacer algo por el director, yo les daré a usted y a Lara licencia ilimitada para que vayan a Burgos, si quieren, solos o con los asistentes.

—Bueno, iremos —contesté yo.

—Pues nada, cuenten ustedes con la licencia.

Como Ganisch y yo no conocíamos la gente de Burgos y podían hacernos alguna pregunta comprometedora en el camino, cambiamos de escudero: Lara fue con Ganisch, y yo con el asistente de mi amigo y antiguo criado suyo, un tal García.

Quedamos de acuerdo en reunirnos en el camino entre Hortigüela y Cuevas.

Salimos. Los pueblos del trayecto se encontraban en un estado lamentable. Por todas partes no se veían más que ruinas, casas incendiadas y abandonadas. Nadie trabajaba en el campo, y por las callejuelas de las aldeas únicamente había viejos, mujeres y chicos astrosos. Nos encontramos Lara y yo, como habíamos previsto, antes de llegar a Cuevas, y entramos en Burgos. Fuimos a hospedarnos a casa de un primo de Lara, y al día siguiente me dediqué yo a enterarme de lo que había pasado con el director. Llegué a averiguar la génesis de su acusación y prisión. Era esta.

Las sospechas de Bremond

Ocho días después de la llegada del coronel Bremond a Aranda de Duero, el prefecto de la provincia de Burgos por el rey José, don Domingo Blanco de Salcedo, fue llamado a presencia del general conde de Dorsenne.

—Mi querido don Domingo —le dijo Dorsenne—, he recibido un pliego del coronel Bremond, comandante de la columna de caballería que ha sido aniquilada en la sierra de Soria por el cura Merino.

—¿Se ha salvado el coronel?

—Sí, se ha salvado. Bremond me dice que tiene vehementes sospechas de que un señor don Fernando, en cuya casa estuvo de huésped, y que vive en la calle de la Calera, en unión del administrador de Rentas de Barbadillo del Mercado y de su mujer, están de acuerdo con Merino.

—¿Es posible? —preguntó con sorpresa Salcedo.

—El coronel Bremond declara, bajo palabra de honor, que estas personas le indujeron con sus informes a apresurar la malhadada expedición que tantas vidas francesas ha costado.

—¿Y este coronel sigue así las indicaciones de cualquiera? —preguntó Blanco de Salcedo.

—Sí; realmente es una torpeza suya el confesarlo. Bremond no brilla por su inteligencia. Yo no quiero cometer una arbitrariedad. ¿Usted qué opina como prefecto y como abogado?

—Yo, por ahora, mi general, no puedo tener opinión. La acusación es demasiado vaga para tenerla en cuenta.

—¿No cree usted que valdría la pena de llamar al acusado y de interrogarle?

—¿Prendiéndole?

—Sí.

—No me parece prudente. Yo, en su caso, escribiría al coronel diciéndole que puntualizara los cargos. No vayan a tomar esa prisión como una venganza por la derrota sufrida por la columna. Ese don Fernando es persona bien relacionada en Burgos, y si se le prendiera sólo por sospechas, habría un escándalo en el pueblo, cosa que no conviene.

Dorsenne se dio por convencido; recomendó a Blanco de Salcedo que no dijera nada a nadie, y escribió a Bremond pidiéndole más datos. Como don Fernando era persona de respetabilidad y de arraigo en el pueblo, Dorsenne quiso mostrarse lleno de cordura y de moderación, porque por mucho menos de lo atribuido al director solía fusilar o colgar por el cuello o por los pulgares a los sospechosos, según su capricho.

Dorsenne sabía que había llegado hasta los ministros del rey José la noticia de sus crueldades, y quería tener un motivo inapelable para castigar al director.

A la carta del conde, Bremond, poco amigo de explicarse por escrito, contestó diciendo que en cuanto se restableciera iría a Burgos y daría los informes minuciosos y categóricos que necesitaba el general.

El prefecto de Burgos

El mismo día en que el conde de Dorsenne escribía a Bremond, el prefecto Blanco de Salcedo citaba al director en la catedral, y en la obscuridad, detrás de una columna, le contaba lo ocurrido y le recomendaba tomase sus medidas.

Don Domingo Blanco de Salcedo, a pesar de su cargo en el gobierno de José, se sentía patriota. Don Domingo era, antes de la guerra, abogado en Palencia; luego, por no poder vivir con la abogacía en aquellas circunstancias calamitosas, no tener fortuna y sí mucha familia, aceptó la prefectura de Burgos.

Blanco de Salcedo era una excelente persona, muy querido por españoles y franceses. El general Thiebault, el más inteligente de los generales de Napoleón que había pasado por Burgos, le estimaba mucho.

Blanco de Salcedo se alegraba íntimamente de los triunfos de los españoles y sentía sus derrotas; pero no traicionaba al gobierno que le daba de comer.

Claro que si podía favorecer individualmente a los españoles, lo hacía.

Otro denunciador

Al mes de esta entrevista celebrada en la catedral llegó a Burgos un abogado de la villa de Cenicero, don Tomás de la Barra.

El tal individuo venía de Sevilla, donde había estado trabajando en las oficinas de la Junta Central en el despacho de los asuntos políticos de Castilla la Vieja. Don Tomás, hasta entonces, se manifestó buen patriota, persona inteligente y discreta. Era, además, hombre de toda confianza de don Martín Garay.

En esta época, la Junta Central comenzaba a perder crédito; se la acusaba de grandes fracasos, y a sus individuos de traidores a la patria y de dilapidadores de los fondos públicos.

Al frente del movimiento contra la Junta Central se colocaron Montijo, Eguía, la Romana y tanta mala fama tenían los centrales, que la Regencia decidió prender a muchos, y mandó registrar sus maletas a otros.

Debió de haber en aquella maniobra una conjuración reaccionaria en contra de la Junta Central, probablemente, porque esta se manifestaba muy dada a las reformas. El abogado don Tomás tenía, sin duda, grandes motivos de queja y de venganza contra la Regencia que sustituyó en el mando a la Junta Central, porque abandonó Sevilla y comenzó a sentir por los patriotas un odio profundo.

Don Tomás, con intenciones aviesas, inmediatamente que llegó a Burgos se presentó al conde de Dorsenne.

—Mi general —le dijo—, he sabido que su excelencia está haciendo indagaciones para averiguar el origen del desastre de la columna francesa enviada a Hontoria.

—Cierto. ¿Usted sabe algo de eso?

—Sí.

—¿Cómo ha podido usted enterarse y adquirir datos, si yo no me he podido enterar? —preguntó el conde.

—Por una razón fácil de comprender.

—¿Y es?

—Que he sido empleado en la secretaría de la Junta Central de Sevilla y encargado del despacho de los asuntos políticos de Castilla la Vieja.

—¿De verdad?

—Sí, señor.

—Siéntese usted. Ahora cuénteme usted lo que sepa de ese asunto.

El abogado don Tomás explicó al general cómo recibían en Sevilla las comunicaciones de don Fernando el director; añadió que este era el verdadero organizador de las guerrillas, y que todas las principales operaciones llevadas a cabo por Merino habían sido preparadas desde Burgos.

—¿Usted tendría inconveniente en ponerme esos datos en un escrito con su firma? —preguntó Dorsenne.

—Ninguno.

—Lo malo es que nos van a faltar pruebas terminantes. Las declaraciones de Bremond son indicios; las de usted serían terribles si hubiera algo que las comprobara.

—Yo creo que si se registran los papeles de don Fernando se han de encontrar pruebas.

—Pues se registrarán. ¿Usted es abogado?

—Sí, mi general.

—¿No tiene usted destino por ahora?

—Ninguno, mi general.

—¿Qué clase de destino querría usted?

—Yo, en la judicatura… o en la hacienda de su majestad católica José Napoleón.

—Está bien. Se le tendrá a usted en cuenta, y si los hechos se comprueban, se le dará un buen premio.

La prisión del director

El mismo día el ahogado llevó la delación escrita y firmada, e inmediatamente el conde de Dorsenne mandó que un pelotón de gendarmes, en unión de tres oficiales y de un comisario de policía español, fueran a la calle de la Calera, a Casa de don Fernando García y Zamora, a arrestarle.

Después de arrestado e incomunicado en un cuarto de su casa, los oficiales y el comisario de policía sellaron todos los papeles, quedando los gendarmes custodiando al preso.

Al día siguiente se presentó en la casa, con los oficiales y el comisario de policía, un auditor de guerra y un farmacéutico militar. Levantaron los sellos y comenzaron el examen de los papeles, sometiéndolos a la acción del calor y de, reactivos químicos por si alguno se hallaba escrito con tinta simpática.

Como había cartas cuyas palabras se prestaban a diversas interpretaciones, el auditor ordenó separarlas para que figuraran en el proceso.

Luego hicieron entrar al director en un coche que esperaba a la puerta y, echadas las persianas y escoltado por el pelotón de gendarmes, le condujeron a la cárcel pública, encerrándolo en un cuarto con dos guardias a la vista.

Pocos días después el conde de Dorsenne envió una columna de mil infantes y de doscientos caballos a Barbadillo del Mercado. Llevaban la orden de prender al administrador de Rentas y a su mujer, cosa que no pudieron realizar; pero, en cambio, se vengaron de la derrota de Hontoria, saqueando, violando, matando y pegando fuego a todo lo que vieron por delante.