VIII

PERSECUCIÓN DEL CORONEL

PRESENCIÁBAMOS tan horribles preparativos, cuando de una casa próxima salió Merino. Iba a emprender su ronda de la mañana. Señaló el cura al capitán de la compañía el sitio para fusilar a los tres hombres y luego se acercó a mí.

—¡Echegaray!

—A la orden, mi coronel.

—Así me gusta a mí la gente. Sin pereza. Lara tiene malas trazas. ¿Has dormido mal?

—No; muy bien, mi coronel.

—Bueno; vais a salir los dos en persecución del coronel francés herido. Ha pernoctado en Huerta del Rey; parece que se dirige a Aranda. Lleva unos veinticinco hombres. Si no se han dado mucha prisa, podéis alcanzarlos en Peñaranda de Duero.

—¿Iremos con todo el escuadrón? —pregunté yo.

—Sí.

—¿Quién mandará, Lara o yo?

—Tú.

—Si no podemos alcanzarlos, ¿qué hacemos?

—Marchar a Quemada y esperar allá.

—A la orden, mi coronel.

—A ver si de esta te hago capitán, Echegaray.

Saludamos. Entre Lara y yo no podía haber rivalidades.

Cuando llegamos a casa del Padre Eterno, donde estaba el cuerpo del Brigante, sonaban las descargas que quitaban la vida al afrancesado y a los ladrones.

Desperté a Ganisch y al Tobalos, avisamos a los del escuadrón, se tocó llamada, se almorzó, y poco después nos dirigíamos hacia Huerta del Rey al trote.

Huerta del rey

Huerta es un pueblo bastante grande, formado por casas torcidas y alabeadas, de las cuales ninguna tiene el capricho de conservar la alineación.

No hay allí edificios con el aire naturalmente inmóvil de toda obra de arquitectura; por el contrario, la generalidad parecen moverse y prepararse para una loca zarabanda.

Casonas y casuchas, unas se adelantan a invitar a la contradanza a las vecinas, otras se apartan finamente para dejar el paso libre, algunas se inclinan saludando con reverencia, y hay tres o cuatro que se retiran como con despecho, bajando el tejado, que hace de sombrero, sobre sus ventanas, que son sus ojos.

Estos movimientos de las casas de Huerta se deben a que las construcciones no son de mármol Penthélico, ni siquiera de Carrara, sino de estacas y adobes de poca consistencia.

Entramos con el escuadrón en aquel pueblo, y por una calle empinada y sucia desembocamos en la plaza. Paramos en el Ayuntamiento y avisamos al alcalde.

Este tardó bastante en venir.

Nos dio noticias del coronel francés. Había llegado el día anterior a media tarde, dejado la mitad de sus hombres en el pinar, y después de cuatro o cinco horas de descanso pidió un guía y emprendió de nuevo la marcha.

Me pareció imposible alcanzarle.

El coronel Bremond en la Vid

El coronel Bremond estaba a media tarde en Peñaranda, y después de dar un refrigerio a los hombres y un pienso a los caballos emprendió la marcha por San Juan del Monte y llegó al monasterio de la Vid a prima noche.

El coronel, a pesar de hallarse gravemente herido y febril, antes de entrar en el convento inspeccionó sus alrededores.

Vio el puente de sillería sobre el Duero; puente largo de doce ojos, estrecho, fácil de defender.

Mandó a sus soldados rendidos, que hiciesen un parapeto con carros, vigas y piedras, y puso allí dos hombres de centinela.

El convento quedaba oculto por una cortina de chopos, y ordenó a los granjeros de la Vid que cortaran en seguida las ramas de los árboles más próximos al puente.

En las ventanas del monasterio quedarían cuatro centinelas.

Dadas sus disposiciones, se decidió a entrar en el convento.

Los frailes le apearon de la yegua y le acostaron en la cama del abad don Pedro de Sanjuanena. El abad era natural de un pueblo de Navarra, y, cosa rara en un fraile de la época, un tanto liberal y afrancesado.

Mientras un lego algo práctico en cirugía menor hacía la primera cura al coronel, este dictaba un parte a uno de sus veteranos herido en el brazo izquierdo.

El parte de Bremond iba dirigido al comandante militar del cantón de Aranda. Le participaba lo ocurrido y le pedía enviara la fuerza disponible, pues se hallaba expuesto a un sitio donde podían perecer todos.

El abad despachó a un criado del convento con el parte.

Al amanecer del día siguiente llegaron al monasterio, aspeados, llenos de barro, un sargento primero con veinte gendarmes que lograron escapar de la matanza de Hontoria. Casi todos ellos eran de los exploradores que habían marchado por las crestas del desfiladero.

Pocas horas después, a las seis o siete de la misma mañana, el comandante del cantón de Aranda se presentó en el monasterio con doscientos soldados de infantería y cincuenta caballos. Le acompañaba un cirujano de la ciudad, don Juan Perote.

Perote reconoció la herida del coronal; según dijo, no se podía extraer la bala sin practicar una operación cruenta. Respecto a trasladar el coronel a Aranda, de hacerlo, había que tomar grandes precauciones, pues la herida se hallaba muy inflamada y el paciente tenía una calentura terrible.

El comandante de Aranda determinó continuar en el monasterio un par de días para dar tiempo de descanso a los dragones y gendarmes de Bremond y ver si llegaba algún nuevo fugitivo de Hontoria.

Delante del monasterio

Mientras tanto, nuestro escuadrón llegaba por la noche a Peñaranda. Dejamos parte de la fuerza allí, y yo, con cincuenta hombres de los más decididos, avancé por la cuesta de San Juan del Monte hasta aproximarnos a la Vid.

El monasterio tenía en la obscuridad un aire fantástico.

Apenas se le divisaba oculto por una masa de altos y negros chopos.

Se adivinaba, más que se veía, el cauce del río como una barranca hundida y los grupos de árboles de las orillas. A la derecha del monasterio se columbraba la cabeza del puente. Arriba en el cielo palpitaban las estrellas.

No me pareció prudente atacar el convento sin tener idea de sus medios de defensa, y esperamos al amanecer.

Dormimos un rato y al alba estábamos de nuevo a caballo.

La mañana comenzó a sonreír en el cielo.

Se iba destacando entre la obscuridad y la bruma el poblado de la Vid, una manzana de casas blancas unidas al convento.

Lara y yo, a pie, ocultándonos entre las matas, nos acercamos a un tiro de fusil.

Con el anteojo pude ver la barricada del puente y los soldados llegados de Aranda patrullando por los alrededores.

No éramos bastantes para atacar el monasterio, y, siguiendo las órdenes del cura, atravesamos el Duero y nos instalamos en Quemada del Monte.

Preparamos el alojamiento, y yo di una vuelta al pueblo en compañía de Lara.

—Amigo Lara —le dije cuando nos vimos solos—, ¿tú crees que podríamos contar con nuestra gente?

—Según para qué.

—Para marcharnos hacia la Alcarria a reunirnos con el Empecinado.

—¿Dejando a Merino?

—Sí.

—Suponía que estabas tramando algo.

—Bien, ¿y qué opinas?

—Que no contamos con la gente para eso.

—Crees tú.

—Seguro. El Brigante mismo no lo hubiera podido conseguir. A nosotros Merino nos molesta y a ti te repugna. A ellos les entusiasma.

—Bueno —contesté yo—; será así, pero te advierto que si Merino nos deja dos o tres días aquí, yo con la gente que quiera, hablándoles claramente o engañándolos, me voy hacia la Alcarria a juntarme con el Empecinado.

—Yo voy contigo.

Hablamos al Tobalos. El Tobalos nos escuchó, miró al suelo y no dijo nada.

—¿Usted vendría? —le pregunté.

—Sí, advirtiéndoselo antes a Merino.

—¿Y los demás?

—No sé.

No había que pedir más al laconismo de aquel hombre; pero se podía comprender que él pensaba que los demás no querrían marchar hacia la llanura dejando la sierra.

La mayoría de los guerrilleros sentían un localismo tan exagerado, que consideraban que del Duero para abajo y del Ebro para arriba acababa España.

Me llama el cura

Por la noche supimos que el cura venía avanzando con el grueso de su partida a Hontoria de Valdearados, y a la mañana siguiente me mandó un recado para que me avistara con él.

Supuse yo si su objeto sería instalarse en Zazuar y en Fresnillo de las Dueñas, con lo cual podía dejar dividida la guarnición francesa de Aranda en dos partes: doscientos cincuenta hombres en el convento de la Vid, aislados y sitiados, y trescientos en la ciudad. No era difícil, seguramente, atacarlos sucesivamente y vencerlos.

En el caso de que se decidiera a esto, yo abandonaría mi proyecto de deserción, al menos por entonces.

Me adelanté a Hontoria de Valdearados, dejando a Lara en el mando.

Merino no pensaba en sitiar la Vid ni Aranda; no se atrevía a un ataque tan en grande.

—¿Tú qué harías si estuvieras en mi lugar? —me preguntó.

—Yo, sitiar el convento y atacarlo.

Merino no contestó, y luego, no sé si para intimidarme, me preguntó si sería capaz de ir a Aranda y enterarme de si el pueblo nos secundaría.

Le dije que sí y marché disfrazado en el carro de un carbonero a esta villa.

Iba dirigido a don Juan Antonio Moreno, administrador del convento de Sancti-Spiritus, que vivía en la calle de la Miel, cerca de la plaza del Trigo.

El carbonero me dijo que a don Juan Antonio y a don Lucas Moreno les llamaban los franceses y los afrancesados los Brigantes.

Don Juan Antonio Moreno me recibió muy bien. Él y su hermano don Lucas eran los depositarios del Empecinado, y a ellos les enviaba el guerrillero todas las sumas que recogía.

Hablamos mucho del Empecinado y de la política del tiempo.

Estuve muy bien tratado en los dos días que paré allí; luego, en el mismo carro en donde había ido, salí de Aranda y volví a mi escuadrón. Claro que mis informes no sirvieron de nada, porque el cura no había pensado en atacar Aranda.