VII

DESPUÉS DEL COMBATE

Y se acercaba el crepúsculo. Bandadas de cuervos venían por el aire, preparándose para saborear el gran banquete que les dábamos los hombres.

El Brigante, que se había distinguido en el ataque, no quiso señalarse en la persecución.

Todos los franceses que pasaron a nuestro lado fueron hechos prisioneros.

Yo, en unión de Lara y del Tobalos, llevamos el cadáver de Fichet hasta un bosquecillo de pinos, le pusimos la espada sobre el pecho y le enterramos.

Me parecía que el comandante francés nos miraba y nos decía: «Gracias, compañeros».

Después de esta piadosa obra nos reunimos con el escuadrón.

Los de la partida del Jabalí se encargaron del papel de verdugos. Como una manada de chacales que se lanza sobre un tropel de caballos fugitivos, así se lanzaron los del Jabalí a acorralar y a perseguir a los dragones y gendarmes dispersos.

Nosotros presenciamos inmóviles la siniestra cacería.

Merino derribó también a algunos desgraciados que intentaban huir, a tiros de su carabina.

Un grupo de cinco dragones vinieron hacia nosotros corriendo, buscando espacio para escapar. Los cinco iban con el sable en alto, al galope; los guerrilleros corrían y gritaban tras ellos.

Cortándoles el paso salió una docena de guerrilleros, que les disparó una lluvia de trabucazos. Uno de los franceses escapó galopando; otro cayó a tierra acribillado a balazos. El tercero debió recibir una bala en el costado. Marchó al galope durante algún tiempo; luego se fue torciendo, torciendo, hasta que sus manos se agarraron a la silla; después, el pobre hombre, sin poder sostenerse, cayó con tan mala suerte, que se le enganchó un pie ‘en el estribo y el caballo le arrastró por el suelo largo tiempo hasta convertirle en un montón informe de sangre y de barro.

Uno de los franceses vino hacia nosotros encorvado, sacudiendo al caballo con el sable. Al ver que le cerrábamos el paso, torció hacia la derecha. Yo seguí tras él.

—Detente; hay cuartel —le dije en francés.

El dragón se detuvo. Temblaba, convulso. El caballo tenía todo el pecho bañado de espuma que le salía por la boca, y los ijares llenos de sangre.

Mi prisionero era hombre de unos cuarenta años, fuerte, de aire sombrío.

—Diga usted que es belga —le dije.

—Gracias —me contestó él.

Le llevé delante del Brigante, que le recibió de muy buena manera.

Comenzaba a transcurrir la tarde. Una depresión, mezcla de cansancio y de tristeza, nos invadía. Era ya el momento de volver a Hontoria: Los del Brigante estábamos satisfechos. Nuestra acometividad y nuestro valor habían quedado por encima de los demás de la partida. Juan se manifestaba contento.

Había pérdidas dolorosas entre nosotros; pero todos teníamos la satisfacción de haber cumplido.

Se pasó revista. Faltaban más de veinte hombres, entre ellos, don Perfecto y Martinillo. Don Perfecto no apareció. Yo me figuré que se habría escondido, de miedo, en cualquier parte.

La pérdida de Martinillo produjo gran impresión; fuimos al lugar del combate a ver si lo encontrábamos muerto o vivo.

Algunos caballos, desesperados, locos, manchados de sangre, corrían por en medio del campo, haciendo sonar los arneses y los estribos.

Sobre un ribazo vimos al Meloso abandonado, agonizando, con las entrañas en las manos. Poco después nos topamos con un guerrillero del Jabalí que se moría mugiendo como un toro.

En el Vallejo, en el sitio donde habíamos dado la carga, recogimos el cuerpo de Martinillo.

—¡Pobre Martinillo! ¿Quién te había de decir que nosotros los viejos te enterraríamos? —exclamó un guerrillero anciano.

Al bajar del caballo encontramos a un francés bañado en sangre que debía estar sufriendo horrores. Al vernos, exclamó:

—¡Socorro! ¡Perdón! ¡Agua!

Lara y yo nos acercamos a socorrerle; pero Fermina la Navarra, amartillando su carabina y poniendo el cañón en la boca del herido, gritó:

—Toma agua —y disparó a boca de jarro, deshaciéndole el cráneo. Los pedazos de sesos me salpicaron la ropa y las manos.

Lara se indignó. Rápidamente desenvainó el sable y se quedó luego sin saber qué hacer.

—¡Ese asqueroso francés! —exclamó ella—. ¡Que se muera!

Comenzaba el crepúsculo

Decidimos llevar el cadáver de Martín sobre un caballo.

Volvimos a montar. Comenzaba el crepúsculo y aumentaba nuestra tristeza.

Íbamos marchando hacia Hontoria, cansados, embebidos en nuestros pensamientos, cuando nos soltaron una descarga y vimos que el Brigante se inclinaba en su caballo. Lara y dos guerrilleros que estaban cerca de él fueron a socorrerle y le sujetaron en sus brazos.

—Son los nuestros —dijo el Tobalos.

—¡A ellos! —exclamé yo—. ¡A pasarlos a cuchillo!

Con un pelotón de cincuenta hombres me lancé al galope hacia los matorrales de donde habían partido los tiros. Vimos varias sombras que corrían a los lejos en la obscuridad.

A uno de ellos, el Tobalos, Ganisch y yo le perseguimos hasta acorralarlo. Yo le alcancé y le di un sablazo en la cabeza. Estaba el hombre vacilando, cuando el Tobalos le soltó un trabucazo a boca de jarro que le hizo caer inmediatamente al suelo.

Ya satisfecha nuestra venganza, volvimos hacia el lugar donde había sido herido el Brigante.

Al acercarnos comprendimos que había muerto. Estaba su cuerpo tendido sobre la hierba, y Lara, descubierto, le contemplaba.

Al acercarme a él, Lara me estrechó la mano y dijo:

—Ha preguntado por ti. Ha dicho que le digamos a ella que ha muerto pronunciando su nombre.

Lara tenía lágrimas en los ojos. Yo sentía no ser tan sensible como él.

Decidimos colocar el cadáver en un caballo y llevarlo a Hontoria.

Fue una expedición lúgubre. Había obscurecido; sólo quedaba una ligera claridad en el cielo. Los cuervos iban posándose silenciosamente en la tierra; se oían sus graznidos. Algunos hombres y mujeres sospechosos andaban por el campo escondiéndose entre los matorrales. Los perros hambrientos de los contornos se acercaban al olor de la sangre. Era una gran fiesta para todos los animales necrófagos: cuervos, cornejas, buitres, gusanos, perros hambrientos y demás comensales de la Muerte.

Marchábamos mudos por el campo obscuro, sembrado de cadáveres.

En algunas partes habían encendido hogueras con ramas de pino, donde quemaban los cuerpos de los hombres y de los caballos y el viento jugaba con el humo acre, trayéndolo a veces a la garganta.

Al llegar a Hontoria

Cuando llegamos a Hontoria nos encontramos un espectáculo lamentable. Los guerrilleros habían cogido al sargento español afrancesado que servía de guía y de intérprete a los imperiales, le habían montado en un burro atado los pies por debajo del vientre del animal y los brazos en los codos, y lo llevaban así.

Una nube de viejas horribles desarrapadas, de mujeres, de chiquillos que habían sabido quién era, se acercaban al sargento a insultarle, a arañarle, a tirarle piedras.

Ya no quedaba nada de su uniforme, desgarrado a jirones, y su cara estaba negra de humo, de pólvora y de sangre.

Perdimos de vista este horrible espectáculo y nos acercamos a la casa del Padre Eterno. Llevamos el cadáver del Brigante desde el portal a la sala.

Un chico fue a avisar a doña Mariquita, y ella y Jimena, ambas deshechas en lágrimas, acudieron solícitas a la casa.

Entre las dos mujeres y la mujer del Padre Eterno limpiaron el cadáver del Brigante de sangre, de barro y de humo, y lo colocaron en una mesa, entre cuatro velas.

Pusieron, además, un paño negro en el suelo y un crucifijo en la pared blanca del cuarto.

Fermina la Navarra fue a casa de Martinillo; pues, a pesar de que nunca había tenido gran simpatía ni por él ni por la Teodosia, quiso ir porque la viuda de nuestro corneta estaba para dar a luz, y Fermina tenía miedo de que alguna comadre le soltara como un escopetazo la noticia de que su marido había muerto.

Yo me ocupé de nuestros prisioneros, les hice cambiar de traje y les recomendé al alemán Müller, que se encargó de ellos.

Volvimos Lara y yo al cuarto en donde estaba el Brigante muerto, y las mujeres nos dijeron que nos fuéramos a dormir. Ellas velarían el cadáver.

—Bueno, vamos a ver si encontramos algún rincón donde echarnos —le dije yo a Lara.

—Antes, lávate —me advirtió él—; hueles a sangre que apestas.

Realmente, tenía el uniforme lleno de sangre y de trozos de cerebro que me habían saltado, y mi sable parecía la cuchilla ensangrentada de un carnicero.

Me lavé en una fuente y fuimos Lara y yo a buscar alojamiento.

Había mucho herido; casi todas las casas del pueblo estaban ocupadas por ellos; se oían gritos, lamentos. Los cuervos en el campo, los cirujanos y los curas en la aldea iban a tener mucho trabajo.

En la iglesia

Dimos la vuelta al pueblo, y como no encontramos sitio donde guarecernos, nos metimos en la iglesia. Estaban allí alojados unos cuantos peseteros. Entramos, y, a pesar de las protestas de algunos, yo cogí un saco de paja, me tendí en él, y quedé dormido como muerto.

A las cuatro o cinco horas me despertó la voz dolorida de Lara.

—¿Todavía duermes, Echegaray? —me dijo.

—Sí. ¿Qué pasa?

—Yo no he podido dormir en toda la noche.

—¿Pues qué te ocurre?

—Estoy pensando en las barbaridades que se han hecho. ¡Dios mío! ¡Qué horror! ¡Qué horror!

—Pero eso es la guerra, Lara, ¿qué quieres hacerle?

—Y esa mujer, esa Fermina, ¡eso es un monstruo!

—Mira, Lara —dije yo—, duerme; si no, mañana no vas a poder tenerte en pie.

—No puedo dormir. ¡El pobre Martinillo, muerto! ¡Y el Brigante! Al Brigante le han matado los nuestros.

—¡Cállate, Lara; te puedes comprometer!

Al cabo de poco tiempo me dijo:

—¿Sabes, de todo, lo que más me ha entusiasmado?

—¿Qué?

—La canción de los franceses.

—¿La Marsellesa?

—Sí.

—¿La sabes tú, Echegaray?

—Sí.

—La tienes que cantar.

—Bueno; pero no ahora.

—¿Y el comandante francés? ¡Qué valiente! Yo le veía con la cabeza descubierta y con los ojos mirando al cielo y cantando. Me hubiera gustado acercarme a él, darle la mano y decirle: No; tú no debes defender a un tirano egoísta y martirizador de los pueblos como Napoleón; tú debes pensar en defender el bien, la Humanidad…

—¡Mira, Lara, no seas tonto! Duerme.

—A ese francés le recordaré toda la vida. Ahora mismo lo estoy viendo como lo hemos dejado allí en la hoya. Me parece que me mira y me dice: «A pesar de que me habéis matado, somos amigos».

—¡Calla, hombre, calla! —exclamé—. Mira que hay ahí un cura que nos oye y nos espía.

—Peor para él, si es un hombre ruin y mezquino y no comprende nuestros sentimientos.

Como Lara no era persona a quien se pudiese inculcar prudencia, me incorporé en el suelo, me levanté y con él salí de la iglesia.

Algunas nubes vagamente rojizas, precursoras del alba, aparecieron en el cielo.

Se fusila

Echamos a andar Lara y yo hacia la casa del Padre Eterno, y vimos una patrulla de veinte hombres. Nos acercamos a ellos a ver qué pasaba.

Iban a fusilar al sargento afrancesado cogido la tarde anterior y a dos guerrilleros.

A uno de los guerrilleros le habían encontrado haciendo un agujero en el suelo de una tenada. Era el Manquico. Al verle escarbar un oficial le había preguntado:

—¿Qué guardas ahí?

—Un paquete de balas.

El oficial, sospechando algo, había removido una hora después en el suelo de la tenada y encontrado una bolsa llena de oro. El otro guerrillero del Jabalí había sacado al dueño de una serrería cincuenta duros amenazadoramente, diciendo que eran para Merino. Los dos guerrilleros y el sargento afrancesado acababan de ser juzgados en juicio sumarísimo.

A los tres los sacaron de una casa donde estaban presos. El guerrillero del Jabalí se hallaba herido y tuvieron que llevarlo en un banco al lugar, del suplicio.

El sargento afrancesado, ya limpio, tenía buen aspecto.

Era un joven de mirada viva, de pelo rubio; sin duda algún muchacho ambicioso que había pensado hacer una rápida carrera con los franceses. Marchaba al suplicio con una firmeza audaz y desdeñosa.

Como la luz del alba no alumbraba bastante y no querían perder tiempo, habían puesto dos hachones de tea encendidos, y a la luz de sus llamas iban a fusilar a los tres hombres.