NUEVO ATAQUE
A pesar de aquel terrible fuego de fusilería largo y continuado, los franceses no tenían, al reunirse fuera del desfiladero, más que sesenta o setenta bajas, entre muertos y heridos.
En los caballos se había hecho un gran destrozo; quedaban muchos en el camino.
A todo lo largo de la calzada se veían animales pataleando entre hombres muertos.
Nosotros, desde el cerro donde estábamos, retrocedimos hasta el Portillo y embocamos el desfiladero.
Nos pusimos al habla con los guerrilleros que ocupaban el fuerte natural de la entrada.
—El Tonto, ¿qué hace allí? —dijo uno de los nuestros.
—Lo habrán matado.
Uno de los guerrilleros del fuerte, desde arriba, nos contó lo que había pasado con el Tonto.
Él lo vio. El Tonto, al comienzo del combate, dejó la anguarina y el sombrero apoyados en el palo, y por entre unos matorrales huyó como un conejo.
Efectivamente; cuando uno de los guerrilleros levantó la anguarina con el trabuco, los nuestros quedaron sorprendidos al ver que no había nadie debajo.
Merino, desde lejos, nos mandó avanzar, y por la misma calzada que habían seguido los franceses pasamos nosotros por encima de los hombres y de los animales muertos. Las herraduras de nuestros caballos marcaban manchas de sangre en el camino.
Desembocamos en la salida del desfiladero.
Los franceses, al llegar a una loma, a un cuarto de hora de camino, se detenían y formaban en orden de batalla.
El coronel Bremond, viéndose débil por la mucha sangre perdida, e imposibilitado de continuar en el mando de la columna, determinó confiarla al comandante Fichet, y con veinte gendarmes de los más ancianos y los heridos que podían andar se retiró, dando como primer punto de reunión Huerta del Rey, y después el monasterio de Premonstratenses de la Vid, en las márgenes del Duero.
El comandante Fichet era valiente, pero tenía esa clásica petulancia francesa, mayor en aquella época napoleónica, que hacía a los franceses creerse invencibles, a pesar de los desastres que iban sufriendo.
Con una retirada rápida y ordenada, aunque nuestra caballería picase su retaguardia, se hubieran salvado; pero esto, sin duda, pareció al jefe denigrante; quizá creyó poder vengarse de los españoles en posición mejor; quizá temió alguna nueva emboscada.
Él, sin duda, calculó que cuatrocientos cincuenta soldados veteranos, aguerridos, a caballo, valían por ochocientos hombres, entre guerrilleros y aldeanos, mal armados.
En parte tenía razón; en parte, no.
Después de organizar Fichet su fuerza dio una carga con su caballería a los jinetes del Jabalí, que comenzaban a hostigarles; pero los guerrilleros se disolvieron y no hubo manera de cogerlos.
Fichet aprovechó el momento de verse más libre y comenzó a retirarse hacia el Picón de Navas. Quería, probablemente, llegar a Navas del Pinar y hacerse fuerte allí.
Comenzaba a llover, una lluvia suave que luego fue convirtiéndose en aguacero.
Merino mandó a toda su gente que saliera de su escondrijo en persecución de los franceses; los que estaban en el cerro cerca del Portillo tuvieron que descolgarse con cuerdas.
Nosotros, por orden de Merino, fuimos dando una gran vuelta por un barranco, a la derecha, hasta acercarnos a Navas y colocarnos a retaguardia de los franceses, detrás de una loma. El Jabalí hizo una parecida maniobra por la izquierda.
Un gallardete blanco, en lo alto de un pino seco, nos indicaría el momento de acercarnos, y otro rojo, el de atacar. Teníamos cierta ansiedad en el escuadrón, porque íbamos a embestir sobre fuerzas superiores a las nuestras.
El Brigante me indicó que, como cronista, podía adelantarme si quería presenciar la lucha. Así lo hice.
El francés, al ver la nube de guerrilleros que se le venía encima, volvió a pararse y a formar en orden de batalla. Unos doscientos hombres de los suyos echaron pie a tierra y fueron tomando posiciones.
Merino no se atrevió a dar un ataque decisivo; comprendía que la victoria, de lograrla, le tenía que costar mucha sangre, y vacilaba.
En esta actitud expectante estuvieron lo menos un par de horas españoles y franceses. Los campesinos recién llegados, los llamados por los nuestros, con desprecio, peseteros, fueron los más dispuestos a luchar.
En la guerra, generalmente, los novatos suelen ser más ardorosos y más decididos en el ataque. El soldado viejo sabe cumplir, exponiéndose lo menos posible; sabe también escurrir el bulto cuando se trata de algo muy peligroso. Ahora, en situaciones desesperadas, el soldado viejo es irreemplazable y se suele batir como un león.
Los peseteros, tanto insistieron en su deseo de atacar, que Merino accedió.
Los comandantes Blanco y Angulo, en unión del cura, prepararon el plan.
Doscientos hombres, armados con trabuco, atacarían en guerrilla y de frente a los franceses; se intentaría después envolverlos por todas partes, y cuando flaqueara el enemigo se lanzaría sobre él, simultáneamente, el escuadrón del Jabalí y el nuestro.
Estos detalles, como se comprenderá, los supe después.
La función de fuego empezó. Los franceses, que habían echado pie a tierra, luchaban en orden cerrado. Su caballería, formada en dos pelotones, inspeccionaba los flancos.
Nuestros hombres comenzaron el ataque con la táctica nueva, desconocida por los franceses.
Avanzó una fila por la derecha, guareciéndose en las piedras y en las depresiones del terreno.
Se tiraron al suelo, rompieron el fuego, y al poco rato avanzó una segunda fila por la izquierda, que tomó posiciones.
Después de la segunda avanzó la tercera y la cuarta.
Luego comenzó la parte más expuesta: el hacer fuego ganando terreno.
Los guerrilleros, de repente, avanzaban ocho o diez pasos, se tiraban al suelo y hacían fuego parapetándose en las piedras, en los terrones, o en las matas. La maniobra estaba tan bien estudiada que ninguno disparaba hasta que el compañero hubiese cargado la carabina o el trabuco.
El procedimiento asombraba a los franceses, que no conocían este sistema más que de oídas, y al que llamaban con desdén la táctica de los bandidos.
Si uno de los pelotones de caballería enemiga se acercaba a los guerrilleros emboscados, se le recibía con una descarga cerrada.
Yo, desde el punto donde estaba, oía los estampidos de los trabucos y los disparos regulares de los franceses.
En aquel ataque primero cayeron muchos de los nuestros y de los suyos.
Por lo que me dijeron, de los nuestros murieron el Matute, el Canene y Veneno, que dirigieron el ataque, y quince o veinte de los peseteros.
A puro embestidas y metrallazos de trabuco llegaron los nuestros a abrir brechas en la formación del enemigo.
Hubo un momento en que los dragones de a pie cedieron, y llegaron hasta mí los gritos y las voces de triunfo que daban los guerrilleros.
Estos se lanzaban a un ataque general por el frente y por los flancos.
El combate estaba en el momento álgido. Merino conservaba todavía el grueso de su fuerza en reserva para emprender el ataque del centro enemigo. Apareció el gallardete blanco que nos ordenaba aproximarnos; de prisa me reuní con mi escuadrón y, remontando una loma, nos colocamos a un tiro de fusil del lugar de la pelea.
Se acercaba el momento de la carga.
El Brigante, Lara, el Tobalos y yo marcharíamos a la cabeza del escuadrón; detrás irían el Lobo de Huerta y el Apañado, cada uno con un vergajo para no permitir que nadie se rezagase.
Nuestros hombres de a pie, ya decididos, sin hurtar apenas el cuerpo, se lanzaban en grupos compactos contra los franceses.
Estos se replegaban, despacio, sobre la loma donde estaba su caballería. Dragones y gendarmes echaban pie a tierra para hacer fuego.
No hicimos más que aparecer sobre la hondonada y dar la cara a los franceses, cuando flameó el gallardete rojo.
El Brigante levantó su sable y dio la orden de cargar. Lara y yo hicimos lo mismo.
Creo que todos nosotros, yo, al menos, sí, experimentamos un momento de ansiedad y emoción.
La mayoría de los guerrilleros se persignaron devotamente. El más templado creyó que allí dejaba el pellejo.
Picamos espuelas a los caballos, y los pusimos Primero al paso, luego al trote, después al galope, cada vez más acelerado y más fuerte, doblando el cuerpo sobre la silla para favorecer la carrera y evitar las balas.
Íbamos hacia abajo por un talud; después teníamos que subir por una ligera eminencia.
El Brigante, con el sable desenvainado, gritaba como un loco. Nuestros caballos volaban saltando por encima de los matorrales.
—¡Hala, hala, hala! —gritaba el Brigante—. ¡Anda ahí, Lara! Echegaray, ¡dales a esos! ¡Corre!
Uno tenía la impresión de ser una bala, una cosa que marchaba por el aire.
Al acercarnos a los franceses, el Brigante se volvió hacia nosotros. Los ojos y los dientes le brillaban en la cara.
Nunca tanto como entonces me pareció un tigre.
—¡Viva España! —gritó con una voz potente.
—¡Viva! —gritamos todos con un aullido salvaje que resonó en el aire.
Tuvimos un momento la certidumbre de que habíamos arrollado al enemigo; una descarga cerrada nos recibió; silbaron las balas en nuestros oídos; respiramos un aire cargado de humo de pólvora y de papeles quemados; cayeron diez, doce, quince caballos y jinetes de los nuestros; sus cuerpos nos impidieron seguir adelante; hundimos las espuelas en los ijares de los caballos; era inútil: al pasar la nube de humo nos vimos lanzados por la tangente. Todos los guerrilleros de a pie contemplaban el espectáculo.
Los franceses se formaban de nuevo y mejor.
Al llegar al final de una vertiente de la loma volvimos grupas y, sin precaución alguna, pasamos cerca de los franceses a formarnos de nuevo.
Los del Jabalí, sin duda, no se habían atrevido a cargar.
El Brigante, orgulloso de su valor, y viendo nuestro enardecimiento, nos hizo acometer de nuevo.
Con una serenidad pasmosa, avanzó a la cabeza del escuadrón, terrible, majestuoso, lleno de cólera como el mismo dios de las batallas.
No éramos bastantes para arrollar a los franceses por la masa, y se trabó el combate cuerpo a cuerpo, hombre contra hombre, como fieras, enloquecidas por el furor.
Ciegos de coraje, dábamos estocadas y mandobles a derecha e izquierda. Al Tobalos se le veía en todas partes, luchando y ayudando a los demás.
El Brigante parecía un energúmeno, uno de esos monstruos exterminadores del Apocalipsis. Su mano fuerte blandía colérica el sable corvo y pesado, y el acero de su hoja se teñía en sangre roja y negra como el cuerno afilado de un toro en la plaza.
Había matado más de cuatro, cuando se lanzó sobre él un sargento de dragones alto, gigantesco, con unas barbas largas y rojas y una mirada feroz.
En la acometida vimos los caballos de ambos que se ponían en dos patas, furiosos, echando vaho por las narices. Los sables de los dos combatientes, al chocar, metían un ruido como las hoces en las cañas de maíz.
Aquel combate singular no duró mucho; el Brigante dio a su enemigo tal sablazo, que vimos caer el cuerpo enorme del dragón con el cuello casi tronchado.
La curiosidad por presenciar el combate pudo perderme; un gendarme me soltó un sablazo en el hombro, que me dobló la charretera.
Los guerrilleros, al ver que abríamos brecha en los franceses, se acercaron de nuevo, gritando: —Avanza la caballería. Son nuestros. ¡Adelante! —y rodearon al enemigo como una manada de lobos hambrientos.
Los franceses empezaron a vacilar, a cejar.
Los españoles, con nuevas tropas de refresco, avanzaban, cada vez más decididos. Ya nos veíamos unos a otros, y nuestros gritos pasaban por encima de los franceses.
De pronto, el comandante Fichet, que se encontraba en el centro, a caballo, se descubrió, tomó la bandera y estrechándola, sobre el pecho, comenzó a cantar la Marsellesa. Todos los soldados franceses entonaron el himno a coro, y como si sus mismas voces les hubieran dado nueva fuerza, rehicieron sus filas, se ensancharon y nos hicieron retroceder.
Aquella escena, aquel canto, tan inesperado, nos sobrecogieron a todos. Los franceses parecían transfigurarse: se les veía entre el humo, en medio del ruido de los sables y de los gritos e imprecaciones nuestras, cantando, con los ojos ardientes llenos de llamas, el aire fiero y terrible.
Parecía que habían encontrado una defensa, un punto de apoyo en su himno; una defensa ideal que nosotros no teníamos.
Sin aquel momento de emoción y de entusiasmo, las tropas francesas se hubieran desordenado. Fichet, que conocía, sin duda, muy bien a su gente, recurrió a inflamar el ánimo de sus soldados con canciones republicanas.
Nosotros nos retiramos.
Los franceses tuvieron la convicción de que aquel ataque furioso había sido nuestro máximo esfuerzo. Esta convicción les tranquilizó. Los del Brigante nos alejamos del lugar del combate, y siguió de parte de los guerrilleros el fuego graneado.
Fichet, después de recoger los heridos y de reorganizar la columna, se puso en marcha formando un cuadro, algunos tiradores de a caballo en los flancos, y a retaguardia los demás, que iban retirándose escalonados.
Fichet no quiso, sin duda, avanzar rápidamente, por no dar a sus soldados la impresión de una fuga, y fue marchando con su columna con verdadera calma.
Quiso aprovechar también el entusiasmo que producía en sus soldados las canciones revolucionarias, y mandó a dos sargentos jóvenes que las cantaran.
El comandante quedó a retaguardia con sus tiradores, volviéndose a cada paso para observar las maniobras del enemigo.
Nuestro escuadrón fue deprisa a rodear y salir de nuevo al encuentro de los franceses.
De lejos, aquella masa de soldados imperiales, cantando, hacía un efecto extraordinario. Cuando pasaron a no mucha distancia de nosotros, el viento traía la letra de Le Chant du Depart cantado por uno de los sargentos.
La victoire en chantant nous ouvre la barrière5.
La Liberté guide nos pas.
Et du nord au midi, la trompette guerrière
A sonné l’heure des combats.
Tremblez, ennemis de la France,
Rois ivres de sang et d’orgueil!
Le Peuple souverain s’avance;
Tyrans descendez au cercueil.
Y el coro de soldados, como un rugido de tempestad, exclamaba:
La République que nous appelle
Sachons vaincre, ou sachons périr
Un frannçais doit vivre pour elle,
Pour elle un français doit mourir.
Y volvía de nuevo otra estrofa, y volvía de nuevo el coro.
—¿Qué es la République? ¿La República? —me dijo el Brigante.
—Sí.
—Yo creí que estos gritaban: ¡Viva el emperador!
—Sí; pero cuando están en peligro se acuerdan de la República.
Aquella voz francesa, aguda, rara, sonaba para mí como algo extraordinario en el día gris, en medio de las verdes montañas. Quizá desde el tiempo de la República romana no se había repetido jamás allí esta palabra.
La canción de Chenier, como un canto de victoria, llevaba a los franceses a la salvación.
Merino comprendió que mientras el enemigo tuviera aquel comandante no se podría con él, y mandó a sus mejores tiradores fueran acercándose a los franceses, con orden de disparar únicamente al jefe.
No era la cosa fácil, ni mucho menos, porque los tiradores de los dos flancos del escuadrón francés iban explorando la zona de ambos lados.
Los guerrilleros, que conocían bien las sendas y disparaban con más puntería, marcharon, unos a pie y otros a la grupa de los soldados de caballería hasta avanzar, y luego desmontaron y fueron ocultándose entre los pinos y los matorrales. Los franceses se nos escapaban. El escuadrón de Burgos iba picándoles la retiraba. El Brigante se hallaba dispuesto a atacarles por tercera vez, a no dejarles un momento de descanso.
De pronto, desde un gran matorral de retamas comenzaron a disparar; un pelotón de franceses se lanzó a rodear el matorral de donde habían partido los disparos, y en el momento en que el jefe miraba hacia aquel lado, varios guerrilleros se acercaron por el opuesto; sonaron diez o doce tiros y Fichet cayó de su caballo.
El Brigante nos mandó cargar y los franceses se declararon en fuga, dejando en el campo algunos cadáveres, entre ellos el del comandante Fichet. Más tarde se rehicieron de nuevo.
El escuadrón del Jabalí había aparecido a interceptarles el paso, y volvían de nuevo a encontrarse rodeados de guerrilleros.
El nuevo jefe francés, menos sabio que Fichet, dividió su fuerza en varios pelotones de a pie y de a caballo y los alejó unos de otros de una manera excesiva.
Aquella fue su muerte. Nuestro escuadrón, en combinación con el de Burgos, dividió y aisló a los pelotones franceses más numerosos. Intentaron ellos establecer el contacto, los rechazamos nosotros, y desde entonces tuvieron que batirse a la desesperada, sin orden ni concierto. La lucha era incesante.
Nuestros escuadrones en masa subdividían más y más a los franceses. Los guerrilleros iban rematando a los heridos.
Parecía una lucha de demonios; todos estábamos desconocidos, negros de sudor, de barro y de pólvora.
No se daba cuartel.
Los heridos se levantaban, apoyaban una rodilla en tierra, disparaban y volvían a caer. Un francés, chorreando sangre, se erguía y atravesaba con el sable a un español. Otro hundía la bayoneta en el vientre de un moribundo.
Un guerrillero herido sacaba la navaja, llegaba a un francés y le hundía la hoja en la garganta.
Muchos de los nuestros no tenían municiones y cargaban el trabuco con piedras, otros utilizaban sólo el arma blanca.
Hasta el completo exterminio no acabó aquella lucha de fieras rabiosas. Únicamente veinte o treinta gendarmes y otros tantos dragones, dirigidos en su retirada por un sargento, lograron escapar.
Todos los demás murieron; algunos, muy pocos, quedaron prisioneros; el campo quedó sembrado de muertos…
Desde entonces, a aquel vallecito próximo a Hontoria se le llamó el Vallejo de los Franceses.