I

DOÑA MARIQUITA LA DE BARBADILLO

CUANDO se va de Salas de los Infantes a Burgos, a la izquierda del camino, en un valle poco fértil, se ve una aldea bastante grande, de esas aldeas serranas que parecen montón confuso de piedras negruzcas y de tejados color de sangre.

Esa aldea es Barbadillo del Mercado. Barbadillo está al pie de una montaña desnuda y gris, pared plomiza poblada por matorrales y carrascas que después se une con la peña de Villanueva.

La mayoría de las casas de Barbadillo son pequeñas y miserables; pero tiene también el pueblo algunas grandes, antiguas y cómodas.

En una de ellas estuve yo viviendo varias semanas con licencia por enfermo. Padecía un reumatismo febril, a consecuencia de la vida a la intemperie y de la humedad.

Como los guerrilleros teníamos buenos amigos, fui alojado en casa de don Ramón Saldaña, administrador de Rentas del pueblo.

Los primeros días estuve en cama, mirando tristemente desde la ventana los tejados rojos y llenos de piedras y las chimeneas puntiagudas de Barbadillo.

Pronto pude levantarme y andar, aunque renqueando, y la vida se hizo para mí agradable.

El administrador don Ramón, el dueño de la casa, un muchacho joven recién casado, se manifestaba patriota entusiasta.

Su mujer, doña Mariquita, tenía gracia y simpatía para volver loco a cualquiera. Era una morena con grandes ojos negros y unos lunares subversivos.

Yo le decía muchas veces:

—Mire usted, doña Mariquita, no se ponga usted esos lunares. Porque eso es ya provocar.

—¡Si no me los pongo! —decía ella riendo—. Son naturales.

—¿De verdad? ¿De verdad?

—De verdad.

—Pues yo creía que se los ponía usted para hacer la desesperación de los hombres.

Ella se reía. Doña Mariquita mandaba en la casa, hacía lo que le daba la gana, pero contando con su marido. Doña Mariquita era de una familia rica de Barbadillo y tenía una hermana menor, Jimena, una preciosidad.

Algunas noches iba Jimena a casa de doña Mariquita, y yo pedía permiso para callar y estar admirándola.

Ella sonreía. Jimena era una mujer verdaderamente arrogante; tenía el perfil casi griego, el mentón fuerte y las cejas algo unidas. Esto daba a su fisonomía un carácter de energía y de firmeza.

Yo me figuraba siempre a Jimena con una espada flamígera en la mano, representando la Ley, la Justicia o alguna otra de esas concepciones severas e implacables.

A pesar de su aspecto imponente, era la muchacha sencilla y tímida.

Mi escuadrón, por entonces, estaba en Barbadillo, y el Brigante, con el pretexto de verme, solía ir por las noches de visita a casa del administrador.

El Brigante y Fermina la Navarra llegaron a ser contertulios asiduos de la casa.

Juan Bustos se iba enamorando de Jimena por momentos.

Ella parecía mirarle también con simpatía.

Juan me pidió que consultara a doña Mariquita si la familia acogería con agrado el que él se dirigiera a Jimena, y doña Mariquita me contestó que creía que Jimena era un poco fría y desdeñosa; pero que si el Brigante sabía conquistarla, ni su marido ni ella pondrían obstáculo alguno al matrimonio.

Estábamos pensando en estos amores (yo me encontraba ya bueno), cuando una noche se presentó en nuestra tertulia don Jerónimo Merino.

Nos dijo que acababa de recibir una carta del director diciéndole que tenía alojado en su casa, en Burgos, a un coronel de caballería imperial.

Este coronel, recién venido a la ciudad castellana, iba a ser enviado a operar a la Sierra con una columna bastante grande.

Merino contó esto sin más comentario; pero se comprendió que tenía algo más que añadir, que estaba tramando otra cosa.

Después de un largo silencio nos dijo:

—La cuestión sería saber qué propósitos tiene ese coronel francés.

—¿Y eso cómo se podría averiguar? —preguntó Fermina la Navarra.

El cura quedó pensativo, y de pronto, dirigiéndose a doña Mariquita y a Fermina, exclamó:

—¿Ustedes no se atreverían a ir a Burgos a casa del director?

Este era el pensamiento de Merino desde que había llegado; pero, como siempre, había ido guardándoselo hasta encontrar el momento oportuno de expresarlo.

—Yo, por mi parte, sí —contestó Fermina la Navarra.

—Yo también —repuso doña Mariquita.

—¿Qué pretexto podrían ustedes llevar?

—Me pueden acompañar a mí, que voy a Burgos a que me vea un médico —indiqué yo.

—¡Hombre! Es verdad. Este pisaverde siempre tiene salida —dijo Merino—. Muy bien.

Se decidió que durante el viaje y la estancia en Burgos yo sería hermano de doña Mariquita y marido de Fermina.

Ellas vestirían de serranas; yo, de aldeano acomodado.

Se hicieron los preparativos, y a la mañana siguiente salimos los tres en un birlocho.

Por la tarde llegamos a Burgos.

Burgos bajo el dominio francés

Burgos, en esta época, abandonado por casi todo el vecindario rico, presentaba un aspecto triste de soledad y miseria. El pueblo entero era una cloaca infecta; el hambre, la ruina, la desesperación se enseñoreaban por todas partes.

Tres pies de inmundicia llenaban las calles; para pasar de una acera a otra los vecinos abrían zanjas con el pico y con la azada.

Los hospitales se hallaban atestados de heridos y convalecientes, y a pesar de que casi todos morían, las camas vacantes se llenaban en seguida y no se encontraba sitio en las salas.

Doña Mariquita, Fermina y yo fuimos los tres a parar a casa del director. A doña Mariquita y a Fermina las pusieron en un cuarto y a mí en otro.

Para cubrir el expediente, yo llamé a un médico, a pesar de que ya estaba bien, y me dispuse a seguir su tratamiento o, por lo menos, a decir que lo seguía, y fui a la botica por las medicinas que me recetó.

En Burgos, entonces, se hablaba a todas horas del general en jefe conde de Dorsenne y de su mujer.

Dorsenne era la representación más acabada del general del Imperio. Se mostraba fatuo, orgulloso, falso y, sobre todo, cruel.

Era muy petulante. Se firmaba unas veces: conde de Dorsenne, coronal general de la caballería de granaderos de la Guardia Imperial, y en los edictos y proclamas se llamaba jefe del ejército del Norte, de guarnición en Burgos.

El conde de Dorsenne daba todos los días el espectáculo de su persona a los buenos burgaleses. Se paseaba por el Espolón con sus ayudantes. Le gustaba atraer todas las miradas.

Realmente, tenía una gran figura. Era alto, de colosal estatura, y quería parecer más alto aún, para lo cual llevaba grandes tacones y un morrión de dos palmos lo menos.

Tenía Dorsenne un rostro perfecto, ojos negros, nariz griega. Iba completamente afeitado, y llevaba el pelo largo con bucles.

Le encantaban los perfumes; luego, años después, se dijo que había muerto de un envenenamiento producido por ellos, aunque parece que la causa de su muerte fue un absceso del cerebro.

El conde se cuidaba como una damisela. Vestía a la polaca, con todo el oro posible; llevaba los dedos llenos de alhajas, y las muñecas de pulseras.

Montado a caballo, con la larga cabellera al viento, parecía un emperador asiático.

Según decían los oficiales, su tocado retrasaba muchas veces dos horas la marcha de las tropas.

Madama Dorsenne brillaba con tanta luz como su arrogante esposo; había tomado también en serio la misión de dejar estupefactos a los sencillos burgaleses con sus joyas, sus vestidos y sus salidas de tono. Su salón era el punto de cita de la elegancia de Burgos.

Hablaba madama Dorsenne con gran libertad; pretendía demostrar que una condesa-generala podía decir cuanto se le ocurriera sin ser nunca impertinente.

Un día preguntó a una señora española si no tenía hijos.

—No —contestó ella—; hace ocho años que estoy casada, y Dios no nos ha querido dar descendencia.

—¿Y le gustaría a usted tener hijos?

—¡Oh, muchísimo!

—Entonces… ya que no sirve su marido, ¿por qué no cambia usted de hombre?

La pobre señora quedó espantada.

Dorsenne y su mujer viajaban escoltados por regimientos. Un día, de calor horrible, la generala mandó al cochero que los caballos de su carretera marcharan al paso en el camino de Burgos a Torquemada, con lo cual tuvieron que ir a la a enfermería más de cincuenta soldados, enfermos de insolación y de congestiones cerebrales.

Los oficiales franceses decían que la brillante carrera de Dorsenne se debía a las mujeres, sobre todo, a madama D’Orsay.

De esta madama había sido Dorsenne su monsieur Pompadour durante algún tiempo.

Los procedimientos de Dorsenne

Dorsenne era uno de tantos generales ineptos con que cuenta todo ejército, aun el más seleccionado, como el de Napoleón.

Realmente, los jefes que envió a España Bonaparte con el ejército imperial se distinguían, muchos, como valientes; algunos, Soult, Suchet y Massena, como buenos estratégicos; pero en política no hubo uno que dejara de ser una perfecta nulidad.

Además, todos ellos trascendían a cuartel que apestaban. A pesar de sus títulos, perfumes, bordados de oro y penachos, se veía siempre en ellos al soldadote cerril.

El francés, que es capaz de inventar en las ciencias y de trabajar como excelente obrero en las artes y la industria, no tiene la curiosidad generosa necesaria para entender a los demás pueblos. En esto no se parece en nada al ateniense ni al romano. Al francés no le interesa más que su Francia y su París.

Es, naturalmente, casanier, como dicen ellos. Sólo así se explica el fracaso de la dinastía de Bonaparte en España.

Dorsenne, que no sabía atraerse a la gente, consideró el súmmum de su política la crueldad. Llevado por este sistema radical y sumario, ahorcaba cuanto aldeano se encontraba en el campo por delaciones y vagas sospechas de relación con los guerrilleros.

Cuando consideraba la complicidad evidente o suponía era necesario un escarmiento, mandaba colgarlos de antemano por los pulgares.

En la orilla izquierda del Arlanzón había mandado levantar en una colina tres horcas, y este Calvario era el sitio elegido para las ejecuciones por el bello Poncio francés.

Decía la gente del pueblo que le gustaba a Dorsenne ver desde su casa tres cuerpos de patriotas colgando, quizá por razón de ese amor a la simetría, a la cual rinde culto el alma francesa desde los tiempos de Racine. Una mañana el conde vio que faltaba un ahorcado en el cerro de las ejecuciones, quizá comido por los cuervos o devorado por los gusanos, e inmediatamente envió a un oficial suyo con orden de que sacase un preso de la cárcel y lo mandara colgar en la horca vacante que por clasificación le correspondía.

Dorsenne quería que los árboles próximos a Burgos ofrecieran a los ojos del caminante, como frutos de la insurrección, los cuerpos de los campesinos colgados.

Los guerrilleros, para completar la flora peninsular, junto al árbol adornado con españoles ofrecían el engalanado por los soldados franceses.

Uno y otro árbol, en las noches calladas, debían comunicarse sus quejas, arrancadas por el viento, y el perfume pestilente de sus frutos podridos.

El Demonio

Un oficial de quien se hablaba mucho en Burgos, por escandaloso e impío, era un capitán a quien llamaban el Demonio.

El Demonio se manifestaba anticatólico furioso. Un día, el día de Pascua, entró en la catedral, se santiguó y se colocó delante del altar mayor. Comenzó la misa, y el Demonio se puso a cantar con los curas, luciendo su voz, que hacía retemblar las vidrieras de la catedral.

Otro día se empeñó en subir al púlpito, asegurando que tenía que predicar la vida y milagros de San Napoleón Bonaparte.

Con las atrocidades de Dorsenne y las bromas del Demonio, Burgos entero estaba horrorizado. Probablemente, los burgaleses se espantaban más de las impiedades del Demonio que de las suspensiones ordenadas por Dorsenne, porque el hombre es bastante absurdo para dar más importancia a los ídolos que inventa él, que no a la vida que le crea y le sostiene.