A MARCHAS FORZADAS
EL mismo día en que se verificó el combate, por la tarde, una tarde lluviosa y fría, recorrimos siete u ocho leguas y fuimos a refugiarnos a los pinares de Segovia entre Fuentidueña y Aguilafuente.
Los prisioneros no nos daban trabajo; comprendían que, de escapar, si no llegaban a un cantón ocupado por franceses, estaban perdidos, pues los aldeanos los mataban y los tiraban a los pozos.
En los pinares esperamos a saber el efecto que producía a los imperiales tan gran presa.
Merino envió confidentes a Peñafiel, Roa, Aranda de Duero, Lerma y Burgo de Osma.
A los cuatro días se supo que todas las tropas francesas de los contornos abandonaban sus guarniciones y, reunidas en Aranda, iban a formar una línea de vigilancia estrecha para impedir la vuelta de Merino a la sierra.
«El zorro se escapará de la trampa», dijo el cura.
Las tropas de Roquet ocuparon Sacramenia y Fuentidueña, y el general Kellerman, al frente de dos mil infantes y trescientos caballos, entró en Peñafiel.
Nosotros teníamos alguna preocupación; veíamos a los prisioneros franceses esperanzados y contentos. Si el cura no podía pasar a la sierra estaba perdido, pues aunque sostuviera la partida algún tiempo en tierra llana, a la larga sería cercado y deshecho.
Merino, después de hablar con la gente del país, dividió todas sus fuerzas en ocho secciones, de unos sesenta a ochenta hombres cada una.
Cada sección contaría con un guía, a quien debía seguir, y un oficial por si el pelotón era atacado por el enemigo. A mí me tocó mandar una de las dos secciones en que se dividió el escuadrón del Brigante.
Una tarde me dieron la orden de marcha. Salimos a la deshilada ya de noche. Caminamos durante diez horas; dimos una de vueltas para despistar a cualquiera; pasamos por cerca de la Peña del Cuervo y de Onrubia, y dormimos por la mañana en un bosque; al segundo día atravesamos el puente de la Vid, descansamos en el pinar próximo a Huerta del Rey, y a la tercera noche de la salida estábamos en Hontoria, sin haber perdido un hombre ni un prisionero.
Durante todo el camino se nos acercó la gente de los pueblos a decirnos lo que pasaba y a explicarnos dónde estaban los franceses. Sobre todo, los curas constituían una policía espontánea inmejorable.
El general Roquet se reunió a Kellerman en Peñafiel; permanecieron juntos los generales en aquella villa más de tres días sin poder averiguar el paradero de Merino, hasta que recibieron un parte del comandante militar del cantón de Aranda de Duero comunicándoles que Merino y su partida se encontraban de nuevo en el corazón de la sierra.
Roquet y Kellerman celebraron consejo, al que asistieron los coroneles de los regimientos. No se tenía indicio alguno de nuestro paso. Demasiado comprendían los franceses que, cuando el país es amigo, todo se encuentra lleno de facilidades, y que, por el contrario, en tierra enemiga los caminos están erizados de obstáculos y dificultades.
Se discutieron y se rechazaron en el consejo una serie de proposiciones, y en vista de la imposibilidad de dar con un hombre tan astuto como Merino y tan conocedor del país, se determinó aislarlo en la sierra, recomendando al capitán general de Burgos que enviara siempre los convoyes con fuertes destacamentos.
Por otra parte, la lucha en las montañas, en pleno invierno, llevando grandes columnas, era imposible. Los soldados franceses, por muy aguerridos que fuesen, no podían alcanzar a montañeses ligeros, que corrían por el monte como cabras y conocían el terreno palmo a palmo.
Los acuerdos del consejo de Peñafiel se pusieron en conocimiento del conde de Dorsenne, jefe del ejército del Norte. El conde, en vista de las razones que le exponían, aprobó la determinación de los generales y se disolvieron las columnas, y enviaron las tropas a sus respectivos cantones.
Disueltas las brigadas, Roquet y Kellerman volvieron a Valladolid.
Libre Merino de toda persecución, empezó a estar a sus anchas. Tenía ya más de quinientos caballos de alzada, de excelente calidad, montados por buenos jinetes. En caso necesario, podía contar con otros tantos infantes.