UNA GRAN PRESA
A pesar de que la mayoría de las fuerzas de Merino se dividían y subdividían mucho, quedó, para los efectos de influir en los aldeanos y despistar a los franceses, una partida de hombres a pie, sin fusiles, que corrían como gamos. Eran casi todos pastores ágiles, fuertes, que conocían la sierra como su casa.
Mientras las columnas móviles de los imperiales exploraban los pasos de los montes, el grupo de pastores iba de un punto a otro por senderos, por veredas de cabras, desesperando a los franceses, que no comprendían cómo una partida de trescientos a cuatrocientos hombres (ellos suponían que era toda la partida) podía hacer estas extrañas evoluciones.
Al finalizar el verano, los franceses se desanimaron; las columnas no se podían sostener en la sierra por no haber manera de abastecerlas.
Venía la mala estación; era aún más difícil avituallar tanta gente en sitios desiertos y pobres, y poco a poco las tropas de Roquet fueron retirándose de la sierra.
Pronto supo Merino lo que pasaba, y comenzaron los avisos para la asamblea.
Mandó a los diferentes puntos de refugio de los guerrilleros los mejores guías de los contornos para que nos acompañaran.
Aún no se habían retirado los franceses y ya estaba Merino reuniendo sus fuerzas en el centro de la sierra; pasaban los nuestros al lado de las tropas enemigas por caminos desconocidos por ellas.
Los franceses cubrían seis o siete senderos y los guías se colaban por otro.
Para el comienzo del otoño, la partida estaba igualmente formada que antes de su disolución.
Después de organizadas nuevamente las fuerzas, nuestra primera operación fue atacar en Santa María del Campo a una columna de imperiales que había salido de Celada, a la que se le hizo veinte o treinta bajas.
Unos días más tarde el director avisó a Merino la inmediata salida de un edecán del ministro de la Guerra de Francia, que llevaba pliegos importantísimos del emperador para su hermano José y los mariscales de sus ejércitos en España.
Merino, con el escuadrón de Blanco y con el nuestro del Brigante, esperó a la patrulla francesa entre Villazopeque y Villanueva de las Carretas; la sorprendió e hizo presos al edecán del mariscal Bernardotte y a cuarenta y seis dragones de la escolta. Al mismo tiempo se apoderó de un birlocho y de la valija en donde iba la correspondencia del emperador para su hermano y para el ministro de la Guerra de España.
En el encuentro no tuvimos herido alguno. Merino no se sintió cruel y respetó la vida de los franceses.
Al apoderarse de la valija vaciló, y nos preguntó a los oficiales qué creíamos se debía hacer con ella. Él había pensado mandársela al director. Yo observé que me parecía lo más natural abrirla y leer los pliegos, y después, enviársela al Gobierno.
Se siguió mi consejo, y yo, como más versado en el francés, fui el encargado de revisar los papeles.
Había pliegos de gran interés con noticias referentes a la guerra grande de los ejércitos regulares. Esto, mayormente a nosotros, nos interesaba poco.
El dato de importancia obtenido de la correspondencia fue saber que los franceses preparaban en Burgos un gran convoy destinado al ejército mandado por Massena y por Ney, que sitiaba la plaza de Ciudad Rodrigo.
El convoy constaría de 120 furgones y otros carros militares, cargados de pertrechos y municiones de guerra.
Se dirigiría por la carretera de Valladolid a Tordesillas a tomar la calzada de Toro.
Irían custodiando la expedición doscientos hombres de infantería y unos ciento sesenta dragones.
Después de revisar los papeles se cerró la valija, y con un oficial del escuadrón de Burgos y la minuta de oficio se remitió la correspondencia al marqués de la Romana.
Al día siguiente Merino comenzó sus preparativos para apoderarse del convoy francés que había de dirigirse a Ciudad Rodrigo.
Pensaba dar el golpe sólo con la caballería. Las fuerzas de infantería que mandaba el comandante Angulo las envió hacia la orilla del Duero, entre Peñaranda y Hontoria de Valdearados.
Luego mandó de vanguardia a la gente del Jabalí, y a nosotros los del Brigante para que, cruzando el Duero por la Vid, nos internáramos en la provincia de Segovia, pasando por cerca de Sacramenia y Fuentidueña a acampar en los pinares de Aguilafuente.
De aquí nos iríamos aproximando de noche a la carretera.
Pocos días después despachó al escuadrón de Burgos para que se reuniera con nosotros. Este escuadrón estaba formándose y era todavía de muy pocas plazas.
Mientras tanto, Merino quedó en la sierra con veinticinco jinetes escogidos y cincuenta serranos de a pie, armados de escopetas.
Merino y los suyos se acercaron por la madrugada a algunos pueblos ocupados por los franceses e hicieron el simulacro de atacarlos y llamar su atención sin recibir mayor castigo.
Merino hizo creer a los franceses que seguía con su partida por los riscos de la sierra. Se valió también de su sistema de dictar a los alcaldes y justicias de los pueblos partes dirigidos a los jefes de cantón afirmando que el cura se había presentado en este o en el otro punto al frente de doscientos a trescientos hombres, sacando raciones y cometiendo varios atropellos.
Al recibirse aviso de Burgos de la salida del convoy francés para el sitio de Ciudad Rodrigo, Merino licenció a sus escopeteros serranos, y con los veinticinco hombres que le quedaban recorrió en pocas horas la enorme distancia, para hacerla de una tirada, que hay desde Quintanar de la Sierra hasta Fuentidueña.
Después de aquella tremenda caminata, el cura durmió unas dos horas, y al frente de toda su caballería, acercándose a la carretera, avanzó en sentido contrario del que debía llevar el convoy francés, y determinó atacarlo entre Torquemada y Quintana de la Puente, en la calzada de Valladolid a Burgos.
Colocó a los hombres del Jabalí, en quienes tenía más confianza como tiradores que como jinetes, a un lado y a otro a lo largo de la carretera; al comandante Blanco mandó emboscarse en un carrascal, y nosotros, los del Brigante, quedamos del lado de Valladolid reconociendo la carretera.
Merino nos avisaría la proximidad del convoy: de noche, con una hoguera que se encendería en un altozano; de día, con un palo y un trapo blanco como bandera que mandaría colocar en el mismo punto.
Si era de noche, no cargaríamos mientras no se nos avisara; si era de día, aparecería en el altozano, al lado de la bandera blanca, un gallardete rojo.
Durante todo el día, con una lluvia torrencial, estuvimos yendo y viniendo por la carretera. Por la noche nos dividimos en rondas y pudimos descansar algo.
Poco después del amanecer, estábamos el Brigante, Lara y yo desayunando con un pedazo de pan y un poco de aguardiente que nos dio nuestra cantinera la Galga, cuando apareció la banderita blanca en el altozano indicado por el cura.
Inmediatamente montamos a caballo y formamos.
Por lo que supe luego, los franceses eran unos trescientos; habían salido en tan corto número pensando que ni Merino ni el Empecinado podían atacarlos. Al Empecinado lo suponían en aquel momento en la Alcarria, y a Merino, a muchas leguas a sus espaldas.
Desde la revuelta de la carretera en donde nos encontrábamos nosotros oímos el fuego. Al graneado de los guerrilleros, mezclado con estampidos de trabuco, se mezclaba la descarga cerrada de los franceses.
Llevarían más de una hora de fuego, cuando flameó en el cerro el gallardete rojo.
El Brigante levantó su sable; Lara y yo hicimos lo mismo: picamos espuelas y, primero al trote, luego al galope, nos lanzamos sobre los franceses. El fuego de los nuestros cesó. Los franceses se habían atrincherado detrás de los carros, de los furgones y de los caballos. Al atacar nosotros, la mayoría de los enemigos se dispersó, pero no pudimos avanzar; tal masa confusa se formó de carros, de caballos y de hombres.
No cesábamos de acuchillar a derecha y a izquierda; los del escuadrón de Burgos llegaban por el otro lado de la carretera y se entablaban luchas cuerpo a cuerpo.
Los franceses quedaron arrollados y muertos en gran número; algunos quedaron prisioneros; muy pocos debieron lograr huir por los campos.
En esta sorpresa apenas tuvimos bajas. Sólo en nuestro escuadrón hubo un muerto y tres o cuatro heridos.
El procedimiento de Merino no era para tenerlos.
Después de asegurada la presa, quedaba una parte difícil: guardar los ciento diez y ocho furgones del cargamento. Había herramientas, pólvora, medicinas, cañones, aparatos de cirugía.
Merino llamó a los habitantes de Quintana y de los pueblos inmediatos para que viniesen con sus borricos, mulas y carros.
Se desengancharon todos los caballos de tiro del convoy francés, que pasaban de seiscientos y eran de esos frisones de mucha fuerza.
Inmediatamente se comenzó la descarga de los barriles de pólvora, y colocando en cada caballería una albarda con dos barriles, se los dirigió con escolta a los conventos inmediatos.
Los cañones, bombas y balas de cañón se enterraron provisionalmente a orillas del río; se repartieron entre los vecinos de los pueblos los caballos, y se dijo a los aldeanos se llevasen de los furgones lo que quisieran, ruedas, llantas, tornos, etcétera.
Luego, Merino mandó amontonar las tablas, las lanzas de los carros, los cadáveres de los franceses y los caballos muertos y los quemó.
Había una satisfacción cruel en estas purificaciones hechas por el cura.
Cierto, que lo mejor que se puede hacer con un cadáver es quemarlo; pero Merino no lo hacía por piedad ni por higiene, sino por odio.
Al mediodía no quedaba de aquel convoy más que una inmensa hoguera.
Por la tarde se supo que varios escuadrones de caballería francesa venían de exploración por la carretera.
Merino dio sus órdenes para la retirada. El Jabalí marchó de vanguardia; luego partieron los del escuadrón de Burgos. Mientras tanto, el cura se presentó en la casa del Ayuntamiento de Quintana y dictó el parte que el alcalde debía dar al jefe de la primera guarnición francesa para cubrir la responsabilidad del pueblo.
Inmediatamente salió; montó a caballo, se reunió con nosotros, y fuimos retirándonos a toda prisa de la carretera.
Llevábamos más de cincuenta prisioneros, divididos en pequeños grupos.