I

NUESTROS REFUGIOS

LA vida del partidario tiene cambios de luz como los cuadros de una linterna mágica. Fue para nosotros un momento extraño aquel en que dejamos de ser guerrilleros para convertirnos en pacíficos trogloditas.

La mayoría de nuestros hombres, nacidos por aquellas montañas, se repartieron en los pueblos y en las casas de los labradores, y los que podían suscitar sospechas por su aspecto, por no tener aire de campesinos ni de leñadores, fueron enviados a los ocultos refugios con que contábamos. De estos refugios, los principales eran el embudo de Neila, la cueva del Abejón, cerca de Covaleda, el poblado de Quintanarejo y las ruinas de Clunia. Yo pasé por todos ellos: viví en la cueva del Abejón y en las ruinas de Clunia unos días, y estuve en Neila a dar un recado a Merino.

En las cuevas y en los rincones de las iglesias se guardaron las armas y municiones. Merino, con alguno de los suyos, fue a Neila.

El embudo de Neila

Neila es un poblado pequeño, miserable, hundido en un barranco en forma de embudo: se halla en la sierra, hacia un punto donde hay una laguna, de la cual sale el río Najerilla.

Neila está tan escondido, que en el mismo borde del embudo donde se encuentra, no hay nadie que, aun sabiendo que allí hay un pueblo, sea capaz de dar con él. No se ve camino —al menos no se veía entonces por ningún lado—, y sólo deslizándose por un pedregal se encontraba al poco rato el comienzo de una estrecha senda que bordeaba las paredes del embudo y conducía a Neila.

El pueblo ocuparía, con sus campos, un espacio como la plaza Mayor, de Madrid.

En los días nublados de invierno, como la luz apenas llegaba a las casas, a todas horas ardían grandes hachas de viento, formadas por fibras de pino. Allí abajo, en los interiores, las paredes, los muebles, todo estaba barnizado por el hollín negro y brillante que dejaba la tea resinosa.

En período de paz, la gente de Neila se dedicaba en aquella época a la corta de pinos para las serrerías mecánicas de las inmediaciones. Durante la guerra, los neilenses vivían con gran miseria.

Merino, cuando se refugió en Neila, hizo que los leñadores formasen una guardia de centinelas por si aparecían los franceses, y mandó, además, arreglar una entrada en lo más agrio de la sierra, por la cual pudieran escaparse él y sus hombres.

La cueva del Abejón

Otro de los puntos de refugio de los guerrilleros, y donde guardábamos muchas armas, fue la cueva del Abejón, situada en la cumbre del pinar de San Leonardo, en las inmediaciones de Regumiel.

En la cueva del Abejón, que es grande, cabía mucha gente. Allí estuvo el Brigante con la mitad de sus hombres. Hoy la recordaba en esta maldita Cárcel de Corte, donde me encuentro preso, al leer en un periódico que esa cueva es uno de los puntos de reunión de los carlistas.

¡Qué vida aquella! Los guerrilleros, sucios, negros, hacían la comida en un hornillo de piedras, y a la luz de las llamas se les veía con más aspecto de bandidos que de soldados.

Se comía unas cuantas piltrafas de carne de cabra frita con sebo, se asaban patatas en el rescoldo, y los huecos del estómago se llenaban con pan. Después se bebía un poco de aguardiente, de ese que llaman matarratas, y se fumaba un tabaco apestoso.

A pesar de la miseria que nos carcomía, y de que toda nuestra alimentación se reducía a unas cuantas hebras de carne que parecían de correa, conservo de aquella vida gratos recuerdos. El más desagradable es el de unos dolores reumáticos producidos por la humedad.

Entonces, aquella parte de los alrededores de Covaleda era muy primitiva y salvaje. Se vivía como en la Edad Media; probablemente hoy se seguirá viviendo lo mismo. Todos allí vestían a la antigua; llevaban el pelo largo y tufos por encima de las orejas.

El traje regional de los hombres consistía en una especie de marsellés, atado por delante con una sola cinta, como un corsé, debajo del cual llevaban un pañuelo de colores, pantalones anchos y cortos, y abarcas. Estos serranos del Urbión parecían bretones por su aspecto, y, según algunos, procedían de unas familias llegadas allí desde Bretaña.

El Brigante y yo solíamos ir con frecuencia a cazar al Urbión y a la garganta de Covaleda, uno de los desfiladeros más hermosos de España.

La garganta de Covaleda se halla formada por un largo barranco cubierto de espesos pinares.

En su fondo corre el Duero por entre peñas cubiertas de musgo, saltando en las cascadas, remansándose en las presas, moviendo las paletas de las serrerías de tejados rojos y brillantes.

Como la estancia en la cueva del Abejón no me convenía por mi reumatismo, cada vez mayor, y como por aquel entonces las tropas de Roquet nos rodeaban por todas partes, andando sólo de noche fui atravesando gran parte de la provincia de Soria hasta Coruña del Conde.

El cura de este pueblo, amigo de Merino, me acogió en su casa, y en ella estuve algún tiempo, hasta que me repuse.

En la aldea se encontraba un grupo de la partida de Merino.

Por lo que dijeron, habían encontrado en las ruinas del anfiteatro romano de Clunia una porción de agujeros y de espacios abovedados, donde se recogían para dormir.

De día, los guerrilleros trabajaban con los labradores y ganaban su jornal.

Como en esta parte, ya próxima a la ribera del Duero, no se vigilaba tanto como en la sierra, yo pude vivir en casa del cura de Coruña del Conde completamente tranquilo.