V

LA VIGILANCIA DEL CABECILLA

MERINO, por instinto, sin aprenderlo de nadie, era un gran técnico, quizá demasiado técnico. Despreciaba la improvisación. Para él, el heroísmo, el arranque, la audacia tenían importancia, pero una importancia muy secundaria.

Su afán era combinar los proyectos de sorpresas y emboscadas hasta en los más pequeños detalles.

Con una cultura apropiada, aquel hombre hubiera sido un gran jefe de Estado Mayor de un ejército regular. Nunca hubiera tenido, seguramente, el golpe de vista genial de los grandes generales; pero para la organización lenta y perseverante era una especialidad.

A pesar de las largas disertaciones de los escritores militares, se ve que la guerra, en el fondo, es un producto instintivo, y mientras exista la barbarie que la produce habrá, en mayor o menor escala, generales improvisados, tan hábiles en las batallas como los llenos de conocimientos tácticos y estratégicos aprendidos en los libros.

Merino no era el clásico guerrillero, arrebatado, valiente, acometedor, ardoroso. Le faltaba impetuosidad, genialidad, brío, y estas faltas las suplía con la atención y el trabajo.

Nuestro jefe basaba sus operaciones, primero, en el conocimiento del terreno, que lo tenía casi absoluto; después, en las confidencias y en el espionaje (por eso pagaba a sus espías lo más espléndidamente que podía); y, por último, en la perseverancia, que pensaba había de llegar al cansancio del adversario.

De las veinticuatro horas del día, Merino se ocupaba de sus tropas lo menos veinte, y a veces las veinticuatro. Merino tenía a sus fuerzas en una continua actividad y en un perpetuo movimiento.

Por la tarde, al ponerse el sol, solía distribuir los escuadrones de su partida en una aldea, o en varias próximas, a las guarniciones de los franceses; colocaba centinelas avanzados de caballería por los caminos de los pueblos ocupados por el enemigo, y establecía un gran retén de jinetes en una posada y en las casas inmediatas.

Esta guardia solía constar de la tercera parte de gente del total de la partida, y como por entonces éramos de trescientos a cuatrocientos hombres, la guardia solía pasar de un centenar; a veces llegaba a ciento cincuenta.

Cuando alcanzaba este número, cincuenta marchaban en la ronda, otros cincuenta quedaban con las armas en la mano, y el resto dormía.

Los caballos quedaban en la posada ensillados, atados al pesebre y con la brida en el arzón. En caso de alarma, se montaba inmediatamente y se formaba en el zaguán o en la calle.

Constantemente exploraba las inmediaciones de la aldea la ronda de caballería; ronda que, al cabo de dos horas, volvía a la posada y era sustituida por otra del mismo número de jinetes.

El retén lo mandaba un oficial, generalmente, un capitán, que estaba de guardia toda la noche, sin dormir un momento ni ser reemplazado.

Esto tenía la ventaja de que, con tal procedimiento, la dirección era única y la responsabilidad también.

La noche del cura

Cuando quedaba alojada la tropa y Merino daba sus instrucciones al capitán de guardia y a los demás jefes, montaba a caballo y desaparecía seguido de su asistente.

En sus salidas nocturnas por el campo, siempre llevaba distinta indumentaria que de día. Su objeto, indudablemente, era que en la oscuridad nadie le reconociese.

Tarde o temprano, lloviera, nevara o granizara, no dejaba nunca de salir.

—El cura va a celebrar la misa del gallo —decían los guerrilleros al verle marchar a las altas horas de la noche.

Su salida tenía por objeto dar un último vistazo a todo.

Al trote largo, el cabecilla avanzaba hasta los alrededores de las guarniciones enemigas, hablaba con los confidentes enviados de antemano a los pueblos, recogía noticias de los curas, de los alcaldes y de los aldeanos.

Era incansable; no quería dejar nada a la suerte. Andaba diez o doce leguas a media noche para enterarse de un detalle, por insignificante que pareciera a primera vista.

Sufría las nieves y los fríos más intensos como los más fuertes calores.

En el rigor del invierno gastaba guantes de lana y una especie de carrick anguarina con capucha, prenda parecida a la que emplean en Soria los montañeses de Villaciervos y a los capusays de los pastores vascongados.

Para ir a caballo se calaba una gorra de pelo, se subía el cuello del carrick, y así marchaba horas y horas.

Los días de lluvia gastaba una capa de paño grueso de Riaza, empapada en un barniz impermeable, al estilo de esos capotes usados en Cuenca que llaman barraganes.

Después de recorrer los caminos y encrucijadas en donde podía haber alguna novedad, si el cura encontraba todo tranquilo volvía hacia el punto en donde se hallaba el grueso principal de su fuerza y, dando la vuelta al pueblo, se dirigía a media rienda al bosque o montaña inmediata.

Seguido de su asistente, iba haciendo caprichosos zigzags hasta que se detenía. ¿Hacía todo esto para desorientarle? ¿O quizá pensando que alguno podría seguirle? No lo sé.

Cuando le parecía bien se paraba y le llamaba al asistente. El que con más frecuencia le acompañaba era el Feo, y algunas veces el Canene:

—Eh, tú, Feo… quédate aquí.

—Está bien, don Jerónimo. Buenas noches.

—Buenas noches.

El asistente se apeaba del caballo, lo desembridaba, aflojaba la cincha, le echaba la manta, colocándole el morral con un celemín de cebada, sacaba de la alforja los víveres para su cena y se tendía, envuelto en la manta morellana, debajo de un árbol o al abrigo de una peña.

En la soledad del monte

Merino seguía caminando por el monte en zigzag hasta que encontraba un sitio que se le antojaba bueno y seguro. Siempre prefería aquel donde corría un arroyo o manaba una fuente.

Al llegar allí se apeaba, desbridaba el caballo, le ataba con el ronzal a un árbol, le quitaba la silla, le echaba una manta y le ponía en el morral medio celemín de cebada.

Luego se envolvía en una bufanda, colocaba la silla del caballo a manera de almohada, y debajo de la silla metía un reloj de repetición, al que daba cuerda. Después se tendía a dormir.

Sonaba la repetición a las tres de la mañana. Merino, que tenía el sueño ligero, se despertaba y se ponía de pie. Si el tiempo estaba bueno, sacaba de la alforja una maquinilla con espíritu de vino, y en un cazo hacía chocolate.

Mientras hervía el chocolate volvía a echar al caballo en el morral un medio celemín de cebada y le dejaba comer despacio. Él, mientras tanto, tomaba el chocolate con un trozo de pan, bebía un vaso de agua y fumaba un cigarro de papel.

Si por el mal tiempo no podía hacer el chocolate, comía la pastilla cruda.

Después recogía sus bártulos, ensillaba el caballo, le quitaba el morral, le llevaba al arroyo para que bebiese y comiese un poco de hierba, en la orilla y luego, montando, se acercaba al asistente: —¡Eh, tú, Feo! —gritaba.

El asistente podía contestar al primer grito, si no quería recibir algunos latigazos. El Feo se levantaba, arreglaba su caballo, y el amo y el criado salían del monte.

Las mañanas del cura

En seguida Merino emprendía la ronda de la mañana, encaminándose a toda prisa a las proximidades de la guarnición enemiga; conferenciaba con sus espías, y antes del amanecer estaba en el cuartel general de la partida; veía por sí mismo si las avanzadas y las rondas se hallaban en sus puestos, y entraba en la población.

Mandaba tocar llamada, y si alguno no estaba al momento dispuesto para marchar, salía a enterarse de lo que hacía.

El Feo llevaba a Merino un vaso de leche, que bebía a caballo, y en seguida se ponían las tropas en movimiento.

Se salía del pueblo, y al llegar a un sitio adecuado, la tropa se colocaba en orden de batalla y se pasaba revista.

Nos conocía a todos. Tenía ese aire inquisitorial de un director de seminario que quiere averiguar los pensamientos más íntimos de sus alumnos.

—¡Mala cara tienes tú hoy! —me dijo varias veces por lo bajo.

Una de las reglas de Merino era observar a sus guerrilleros. Quería, sin duda, conocerlos, ver transparentarse sus almas.

Así, sabía siempre lo que sus hombres deseaban, cuándo estaban cansados, cuándo no; cuándo fingían ardimiento y cuándo lo experimentaban de veras.

Este deseo de contentar a su gente, y al mismo tiempo de recibir sus inspiraciones, producía en ellos una gran confianza, y cuando veían que el cura contrariaba abiertamente sus deseos cada uno de ellos pensaba: «Ocurre algo. El cura no puede dar descanso».

Es indudable que el pueblo tiene siempre rasgos de genialidad, y más aún en tiempo de guerra.

Esa alma colectiva que se forma en las masas condensa las virtudes, los vicios, las crueldades de cada uno de los individuos que la forman.

Así, estas colectividades, cuando se sienten heroicas, son más heroicas que un hombre solo, y lo mismo cuando se sienten cobardes o crueles.

Merino comprendía instintivamente que de sus guerrilleros toscos podía sacar lecciones, y las aprovechaba.

Después de pasar revista nos hacía acampar, y mientras parte de la fuerza quedaba de guardia en los caminos, otra se ejercitaba en maniobras de guerrillas, haciendo simulacros de ataques y defensas, de reconocimientos, de combates, de tiros al blanco y dando cargas de caballería.

Mientras tanto, Merino se sentaba en una silla de tijera, leía los partes que le enviaban, y de su sombrero de copa, su gran archivo, sacaba un cuadernillo de papel y contestaba, y daba sus órdenes a los comandantes destacados en diferentes puntos.

Nunca empleaba más de tres o cuatro líneas en sus instrucciones; así que no necesitaba secretario.

A mí me llamó algunas veces para fingir comunicaciones falsas redactadas en francés, como si estuvieran enviadas de un comandante de un cantón a otro.

No le gustaba a Merino guardar papeles, y todos los que recibía los quemaba al instante.

Los partes suyos los doblaba, los metía en sobres gruesos, echaba cera amarilla y ponía encima su sello. El sello era uno que le había regalado el cura de Coruña del Conde, y que provenía de las ruinas de la gran Clunia, ciudad romana levantada en otro tiempo en un cerro próximo al río Arandilla.

Con todos los sobres preparados, hacía venir a su presencia a los ordenanzas de a caballo, y a cada uno le confiaba el parte, le prevenía los caminos o sendas que debía tomar y le fijaba hora exacta para entregarlo.

El temor al envenenamiento

Después de estas diligencias veía el final de las maniobras, daba la orden de marcha y se seguía adelante al pueblo o aldea donde había que hacer el rancho y dar pienso a los caballos.

No nos dejaba comer en paz. Él solía entrar en la casa donde encargaba el almuerzo y mandaba que se lo hicieran sin sal. Tenía miedo de que le envenenaran.

Le traían unas sopas de ajo o huevos, les echaba sal, que sacaba de un paquete que guardaba cuidadosamente, compraba un panecillo en otra parte y comía sin sentarse a la mesa; después extraía de su alforja un trozo de carne en fiambre y un pedacito de queso y marchaba a la fuente, llenaba un vaso de agua, que bebía, y salía a fumar un cigarro.

A los cinco minutos ya estaba volviendo y preguntando a los oficiales:

—Qué, ¿estamos?

Los soldados, en general, tenían más tiempo de descanso, y con el motivo de hacer el rancho y con el pretexto de herrar a los caballos y darles de beber, nos hacían esperar siempre.

Con estos trotes que nos daba, no hay para qué decir que la mayoría deseábamos operar independientes.

Merino era incansable. No quería dejar nada a la casualidad.

Muchas noches las pasaba enteras a caballo, aunque cayeran rayos y centellas.

Con tanto trajín, un caballo y un asistente no le bastaba, y cambiaba dos y hasta tres al día. Contaba para la remuda siete u ocho caballos, los mejores del escuadrón, con sus arneses y monturas.

Siempre llevaba uno enjaezado cerca del que montaba. No quería guardia. Ya sabía que todo el país estaba a su lado, y aunque temía las traiciones, temía más aún las maniobras indiscretas.

En general, cambiaba de caballo por la mañana, al mediodía y al anochecer. Cada uno llevaba su alforjita con su celemín de cebada.

Al montar, siempre decía al asistente:

—Feo.

—¿Qué?

—¿Está bien calzado?

—Sí, señor.

—¿No le falta ningún clavo en las herraduras?

—Ninguno.

—Bueno; pues vamos allá.