LOS PRIMEROS COMBATES
LAS primeras salidas fueron para los guerrilleros bisoños de gran emoción; el toque de diana nos llenaba de inquietud; creíamos encontrar al enemigo en todas partes y a todas horas, y pasábamos alternativamente del miedo a la tranquilidad con rapidez.
Esta primera hora de la mañana en que se comienzan los preparativos de marcha, aun en el hombre de nervios fuertes produce al principio emoción.
Van viniendo los caballos de aquí y de allá; se oyen voces, gritos, relinchos, sonidos de corneta; las cantineras arreglan sus cacharros en las alforjas, los acemileros aparejan sus mulas, el cirujano y los ayudantes preparan el botiquín, y poco a poco esta masa confusa de hombres, de caballos, de mulas y de carros se convierte en una columna que marcha en orden y que evoluciona con exactitud a la voz de mando…
Pronto comenzamos a acostumbrarnos y a gustar de aquella vida.
La guerra en la montaña tiene, indudablemente, grandes atractivos; el paisaje cambia a cada paso, el aire está fresco, el cielo azul; no hay polvo, no hay marchas fatigosas, el agua brota de todas partes.
Para un hombre joven y lleno de entusiasmo se comprende el encanto de esta vida salvaje del guerrillero, que es la misma que la del salteador de caminos.
El ser guerrillero, moralmente, es una ganga; es como ser bandido con permiso, como ser libertino a sueldo y con bula del Papa.
Guerrear, robar, dedicarse a la rapiña y al pillaje, preparar emboscadas y sorpresas, tomar un pueblo, saquearlo, no es seguramente una ocupación muy moral, pero sí muy divertida.
Se ve la poca fuerza que tiene la civilización cuando el hombre pasa con tanta facilidad a ser un bárbaro, amigo de la carnicería y del robo. Los alemanes suelen decir: «Rascad en el ruso, y aparecerá el tártaro».
Los alemanes y los no alemanes pueden añadir: «Rascad en el hombre, y aparecerá el salvaje».
A veces nos parecían un poco pesadas las marchas y contramarchas, pero se olvidaba pronto la fatiga.
El comienzo del año 9 lo pasamos así en ejercicios y en maniobras, interrumpidos por alguna que otra escaramuza.
En marzo deseaba el director y la Junta de Burgos dar principio a las operaciones en cierta escala, y avisaron a Merino la inmediata salida de varios correos franceses detenidos en aquella capital. Con ellos iba una berlina con sacos de dinero para pagar a las tropas, dos furgones con pólvora y varios otros carros.
Iban escoltados por unos ochenta o noventa dragones.
Merino decidió apoderarse de la presa. Apostó sus hombres a un lado y a otro del camino, de manera que pudieran cruzar sus fuegos, y ordenó al Brigante quedara en un carrascal próximo a la carretera y no apareciese con su gente hasta pasadas las primeras descargas.
Estuvimos ocultos los del escuadrón, como nos habían mandado, sin ver lo que ocurría. Sonaron las primeras descargas, transcurrió un momento de fuego y cruzaron por delante de nosotros cuatro o cinco carros al galope con los acemileros, azotando a los caballos.
En esto nos dieron la orden de salir a la carretera. Aparecimos a un cuarto de legua del sitio de la pelea. Nos formamos allí y nos lanzamos al galope.
Los franceses, al divisarnos, se parapetaron detrás de sus carros y comenzaron a hacernos fuego.
Nosotros embestíamos, retrocedíamos, acuchillábamos a los que se nos ponían por delante.
Los guerrilleros, emboscados, hacían un fuego certero y terrible, pero los franceses no se rendían.
Nuestra victoria era cuestión de tiempo.
El Brigante y yo y otros dos o tres luchábamos en primera línea con un grupo de soldados imperiales que se defendían a la bayoneta.
En esto se oyó un grito que nos alarmó, y los franceses se irguieron levantando los fusiles y dando vivas al Emperador.
Yo me detuve a ver qué pasaba. De pronto oí como un trueno que se acercaba. Miré alrededor, estaba solo.
Un escuadrón francés llegaba al galope a salvar a los del convoy atacado.
Yo quedé paralizado, sin voluntad.
Afortunadamente para mí, el amontonamiento de carros y furgones del camino impidió avanzar a la caballería enemiga; si no, hubiera perecido arrollado.
Cuando reaccioné y tuve decisión para escapar, me encontré seguido de cerca por un dragón francés que me daba gritos para que me detuviera.
¡Qué pánico! Afortunadamente, mi caballo saltaba mejor que el del francés por encima de las piedras y de las matas y pude salvarme.
Cuando me reuní con los míos me recibieron con grandes extremos. Creían que me habrían matado; como es natural, no confesé que el miedo me había impedido escapar, sino lo atribuí al ardor bélico que me dominaba.
Esta primera escaramuza me impresionó bastante.
Realmente, produce efecto el ruido de las herraduras de más de mil caballos que parece que van galopando por encima del cráneo de uno.
Aquel fue mi primer hecho de armas. Después, hablando de este combate con el Brigante, yo le decía que nuestros escopeteros debían haber hecho frente a los franceses para detenerlos un instante y no dejarnos sin defensa.
El Brigante se encogió de hombros, como dando a entender que no quería hablar.
El Brigante y Merino no estaban conformes en muchas cosas.
Para el cura, la cuestión en la guerra era exterminar al enemigo sin exponerse. El Brigante y yo creíamos que la cuestión era matar, pero matar con nobleza, dando cuartel, respetando a los heridos. Otros opinaban que no, que si se hubiera podido echar veneno al agua que habían de beber los franceses, sería lo mejor.
Las mujeres eran de este último partido; el odio al francés, sólo por extranjero, se manifestaba en ellas de una manera selvática.
Cuando yo le decía a Fermina la Navarra que había tenido amistad con algunos franceses, le parecía una cosa monstruosa.
En todo el mes de marzo, abril y mayo los nuestros se dedicaron a cazar correos y a atacar a los destacamentos enemigos. Solamente los dejábamos en paz cuando iban en grandes núcleos.
Merino mandaba exploradores para que no nos ocurriera lo de la primera escaramuza y no nos viésemos combatidos por la caballería.
Los generales del Imperio, en vista de las emboscadas de los guerrilleros, se decidieron a no enviar correos ni convoyes más que acompañados de grandes escoltas de caballería.
A Juan el Brigante y a los de nuestro escuadrón nos hubiera gustado luchar con los franceses en número igual para probar la fuerza y la dureza de los guerrilleros; pero Merino no atacaba más que emboscado y cuando contaba con doble número de gente que el enemigo.
Lo demás le parecían simplezas y ganas ridículas de figurar.
En cambio, nosotros encontrábamos su guerra una cosa ratera y baja.
Con tanto sigilo y tanta prudencia, sentíamos todos, por contagio, más inclinaciones para, la intriga que para el combate a campo abierto.