EL CURA MERINO, DE CERCA
POR esta época veía yo casi todas las mañanas al cura Merino y hablaba con él. Nunca me fue simpático. Lo encontraba soez, egoísta y brutal.
Su manera de ser la constituía una mezcla de fanatismo, de barbarie, de ferocidad y de astucia.
Era, en el fondo, el campesino, tal como suele ser en todas partes cuando las circunstancias desarrollan en él los instintos de lucha. El campesino produce el guerrillero, y este se suele desdoblar en dos tipos: el tipo generoso, comprensivo, que llega a perder su carácter de hombre de campo: Mina, el Empecinado, Zurbano; y el tipo sórdido, intransigente, invariable: Merino.
El primero es un ser de excepción; es un hombre de instinto que aspira a convertirse violentamente en un hombre de razón; es un espíritu que tiene fe en sí mismo y en los demás; el segundo, por el contrario, desconfía; teme todo cambio; cree que la menor transformación de la vida aniquilará su personalidad.
Merino, en el fondo, era uno de tantos campesinos en el cual se habían perfeccionado los instintos guerreros como en un perro se perfeccionan los instintos de caza.
Merino, más que a nada, temía a un posible rival.
Estaba entonces en la plenitud de la vida, pues contaría cuarenta años; tenía sentidos muy finos y despiertos, veía a enormes distancias la hora en el reloj del campanario de una iglesia, distinguía a lo lejos, por la forma del polvo, si llegaba caballería o infantería por una calzada, notaba el ruido más imperceptible y se daba cuenta de dónde provenía.
Como jinete era una especialidad; hombre de poca carne y ligero cansaba apenas a los caballos, subía, bajaba, corría por los precipicios como si fuese en llano. Al distinguirle desde lejos daba la impresión de un caballero montado en un hipogrifo.
La primera vez que le vi en casa del párroco de Covarrubias, Merino iba un tanto desastrado; pero luego, cuando fue llegando el dinero de las Juntas se elegantizó, hasta parecer un currutaco.
Al pensar en Merino se me viene siempre a la imaginación una estampa vista en una tienda de París, años después, en la calle del Sena. La lámina tenía como leyenda: «Le curé espagnol Merino».
En el dibujo aparecía un clérigo narigudo con un sombrero de teja descomunal atado a la cabeza con un pañuelo, dando la impresión de que el guerrillero tuviera mal de muelas.
El cura caricaturizado montaba en un caballo flaco y huesudo; llevaba un sable enorme, un trabuco naranjero, un cristo colgado al cuello y un paraguas abierto.
¡Qué poco se parecía la figura de la estampa al original!
Merino, como he dicho, después de recibir el dinero de las Juntas vestía muy bien.
Llevaba levita de paño azul, pantalón obscuro, chaleco negro de seda, corbata negra y sombrero de copa, al que ponía un hule cuando llovía.
No usaba casi nunca polainas, sino medias de lana, zapatos gruesos y un espolín en el pie derecho; porque decía en broma, como los vaqueros cordobeses, que también gastan sólo una espuela, que cuando se arrea con ella a medio caballo y anda, el otro medio no se queda atrás.
No quería el cura insignias de mando. Sus armas eran un trabuco, pistolas en el arzón y un cachorrillo en la faja.
Merino no era un valiente, como Mina o el Empecinado, ni un estratégico de genio, como luego ha demostrado ser Zumalacárregui.
Nuestro jefe no tenía una idea noble de la guerra; a él que no le hablaran de heroísmo, de arrogancias con los contrarios; él peleaba siempre con ventaja. Conocía las veredas y los senderos de aquella sierra como nadie, y en este conocimiento basaba su estrategia. Cuando atacaba, lo hacía contando, por lo menos, con doble fuerza que el enemigo, y ocupando una posición mejor.
Merino apenas sabía leer y escribir. Una vez me confesó que no había tenido jamás un libro en la mano, fuera del misal.
Antes de comenzar su vida de guerrillero, todos sus conocimientos se reducían a rezar y a cazar.
Eso sí; no había en todo el país escopeta como la de aquel Nemrod de sotana.
Merino, sin ser muy valiente, ni inteligente, ni generoso, ni noble, tenía grandes condiciones de guerrillero; lo que demuestra que la guerra es una cosa de orden inferior, puramente animal.
Nuestro capitán nos vareaba como a la lana.
Cuando empezaban las operaciones, ya se sabía: no nos dejaba un momento de descanso.
Prohibía que se desnudase nadie para dormir, y se tenía uno que echar vestido en el suelo o en el monte entre las matas. De las veinticuatro horas del día, el cura estaba diez y ocho a caballo. Con él no había otro medio: endurecerse o perecer.
A Merino, que era hombre poco ingenioso y nada cordial, no le gustaba la conversación. La gente le estorbaba.
Yo supongo que, en el fondo, tanta cautela, tanta insociabilidad provenía del miedo de una asechanza, más que de otra cosa.
El cura no gastaba confianzas con nadie. Se le tenía respeto, pero no se le quería. Cuando se incomodaba y se ponía a hablar con una voz aguda y seca, de timbre metálico, todo el mundo temblaba. Había llevado la reserva hasta el último extremo.
Merino estaba el tiempo necesario al frente de sus tropas; luego se largaba. ¿Adónde? Nadie lo sabía. Variaba todos los días de escondrijo. Al que hubiese tenido una curiosidad indiscreta, probablemente le hubiese costado la vida.
A sus espías les hablaba de noche en sitio seguro, y no los esperaba nunca; siempre tenían ellos que esperarle. Además, se presentaba de improviso.
Cuando tenía que tratar con alguno a quien no conocía, le daba cita en la calvera de un monte, y el cura, oculto, estudiaba el tipo y los movimientos del desconocido.
Es indudable que cada oficio da un carácter profesional al que lo ejerce. A pesar de no saber latín, ni cánones, ni teología, el cura Merino era cura hasta la medula de los huesos.
Merino, al decir de los guerrilleros, había empleado meses en recorrer en todos sentidos los pinares y desfiladeros de las sierras de Quintanar y Soria con los pastores y cazadores del país; así conocía, aun de noche, los caminos, las sendas, los escondrijos y cuevas de los contornos. No necesitaba guías; él marcaba la dirección.
Merino no aceptaba pretextos. Era la severidad misma.
Se manifestaba implacable para todo lo que le pareciese espíritu de rebelión y de crítica. Había que obedecerle sin discurrir. Si alguno no cumplía al pie de la letra una orden por parecerle imposible o por haberlo hecho ya otro, le llamaba:
—¿Qué te he mandado yo? —preguntaba.
—Tal cosa.
—Y ¿por qué no la has hecho?
El preguntado daba sus razones.
—Está bien; pero otra vez no discurras, y lo que te se mande haz.
Merino exigía la obediencia ciega. El hombre que no discurría le encantaba. Hubiese podido recomendar la máxima de los frailes de la universidad de Cervera: «Lejos de nosotros la peligrosa manía de pensar».
Toda la filosofía de Merino se reducía a afirmar que lo tradicional es sagrado. Usos, costumbres, rutinas, fueran buenos o malos, si eran antiguos, para él, eran respetables.
En esto pensaba como las mujeres. Se ve que los manteos y las sayas dan la misma manera de discurrir a las personas.
Merino no toleraba ni permitía en su tropa juegos de azar.
Si olfateaba alguna partida de naipes se presentaba de improviso, y desgraciados de los guerrilleros a quienes encontrase jugando.
Tenía también un odio especial por los borrachos.
—A ninguno que beba se le debe tolerar en la partida —decía a los capitanes—, y menos confiarle una guardia o un pliego.
A los que juraban y blasfemaban les castigaba cruelmente, dándoles de palos. Era también feroz con los ladrones.
En cambio, con el que se sometía en absoluto a la disciplina se mostraba a veces cariñoso.
Estas tiranías de curas son casi siempre así: crueles y femeninas. El cura y la mujer tienen algo de común; por eso se entienden tan bien.
Merino mantenía la leyenda de que contaba con grandes recursos y manejaba resortes secretos.
En el campo se oía hablar de las expediciones de Merino a Burgos disfrazado de pimentonero. Según los nuestros, iba a ver a los franceses para engañarlos.
Era la voz que corría por los pueblos acerca del cura de Villoviáu, como decían los aldeanos.
—¿Qué dicen del cura? —se preguntaban unos a otros.
—Que si le pescan los franceses le van a hacer tajaditas así.
—¿Y le cogerán?
—¡Qué le van a coger! ¿No ve usted que les engaña? Se disfraza, se acerca a los franceses y les pregunta: «Y ustedes, ¿qué van a hacer? ¿Por dónde van a ir?». «Pues nosotros vamos por aquí o por allá». Y, claro, el cura los espera y los destroza.
El pueblo es niño y le agrada creer en estas historias absurdas.
Ni a Merino le gustaba exponerse de una manera tan grande, ni sabía hablar francés para entenderse con los soldados de Napoleón, ni tenía resortes desconocidos.
Los recursos más importantes se los proporcionaban las Juntas de la provincia, y los mejores informes se los daba el director y el espionaje espontáneo de los alcaldes y curas de pueblo.