MÁS TIPOS DEL ESCUADRÓN
ENTRE los tipos curiosos que había en el escuadrón del Brigante, ninguno tan raro, físicamente, como el Mastaco.
El Mastaco, caballero en su macho, daba la impresión de un gran jinete; a pie era un ridículo enano.
Tenía el Mastaco la cabeza grande, fuerte, bien hecha, la nariz aguileña, el afeitado de la cara azul.
Su pecho y el tronco guardaban las proporciones naturales; en cambio, las piernas eran pequeñísimas y los pies parecían dos tarugos torcidos hacia dentro.
Al Mastaco se le montaba en su macho, se le ponían los estribos muy cortos y parecía un centauro. A pie causaba lástima; pero, ya jinete, se tapaba las piernas con la manta y estaba arrogante.
Montaba el Mastaco un machillo pequeño con su cabezada y correa, unas alforjas de lana blanca pintada, sable al cinto y carabina a la espalda.
Si el Mastaco era por su rareza física un fenómeno, nadie podía competir por su extrañeza moral con un señor don Perfecto Sánchez, que había venido desde Burgos, donde estaba empleado, y entrado a formar parte del escuadrón.
Don Perfecto, al principio, no nos chocó; era un hombre vulgar, torpe en todo, muy poco comprensivo y muy entusiasta.
Don Perfecto no parecía castellano, a juzgar por su acento. Tenía un tipo de moro: pelo muy negro, ojos amarillentos y dientes del mismo color. Llevaba patillas a la rusa, unidas al bigote, lo que le daba un aspecto de facineroso terrible. Montaba un caballo muy viejo, escuálido y grande. Sin duda, era del consejo irónico del pueblo que dice: «Ande o no ande, caballo grande».
Don Perfecto se parecía tanto a su caballo, que cualquiera hubiese dicho era de la familia. Podían los dos haber cambiado de dentadura sin que nadie lo notase.
Don Perfecto hablaba tartamudeando, y era pesado y falto de gracia.
Al principio nos parecía un hombre fastidioso, de esos de quienes se huye; pero luego, poco a poco, nos asombró. ¡Qué idea tenía aquel hombre de sí mismo! ¡Se creía el ser de más inteligencia, el más atrevido, el más ágil del mundo! Siempre llegaba el primero, siempre sabía el secreto de lo que pasaba, siempre tenía que salvar a los demás y reírse de ellos. Como jinete era una maravilla, como tirador de armas y valiente no había otro.
Don Perfecto pensaba que todos los días le estaban pasando cosas extraordinarias; constantemente el enemigo le tendía lazos que él, con su gran malicia, sabía esquivar.
Cuando contaba aquellas supuestas celadas y explicaba los medios empleados para burlarlas con su lengua gorda, se reía con un entusiasmo loco, mostrando su fila de dientes grandes y amarillos como los de su caballo viejo.
Varias veces nos dijo que Napoleón ya sabía quién era él y que le temía. Al oírlo el Brigante, que era burlón, nos dijo a Lara y a mí que debíamos escribir a don Perfecto una carta, firmada por Napoleón Bonaparte, diciéndole que estaba enterado de que era su gran enemigo, pero que, a pesar de esto, le apreciaba y le admiraba como se merecía.
Cuando recibió la carta don Perfecto estuvo serio más de una semana; nosotros creíamos que habría notado la broma; pero no era esto, sino que estaba preocupado buscando los términos de la carta que tenía que contestar a Napoleón.
Llegó a tomar unos aires de orgullo tan necios, que el Brigante le dijo que no fuera tonto, que se estaba poniendo en ridículo, que la carta de Napoleón la habíamos escrito entre Lara y yo.
Don Perfecto se puso compungido fingiendo tristeza, y cuando dejó de hablar con el Brigante vino a nosotros a decirnos que él se reía de estas cosas porque sabía mejor que nadie lo que pasaba y la envidia que tenían algunas personas de sus méritos.
Respecto a la carta de Napoleón, estaba tan seguro de que era de él, que todas las bromas que le dieran con este motivo no le hacían la menor mella.
Tipos bien distintos a este eran el Feo y el Meloso. El Feo era muy buena persona. Eso sí, merecía el apodo como pocos. Decían los guerrilleros que era más feo que el cabo Negrón, que, según tradiciones que quedan en la milicia, reventó de feo.
El Meloso, antiguo pastor, tenía unos cincuenta años. Era el Meloso hombre, al parecer, de gran sencillez y humildad. Tenía unos ojos azules claros, cándidos como los de un niño, las cejas rojas y cerdosas, las mandíbulas sin dientes.
A pesar de su humildad, era cazurro y marrullero como pocos.
Vestía una camisa de cáñamo y un traje de bayeta. Llevaba faja encarnada, reloj de faltriquera con su gruesa cadena, pañuelo atado a la cabeza y calañés. Solía montar en un caballejo negro, escuálido, pero de mucha sangre; llevaba dos alforjas jerezanas a los lados de la silla, y en el arzón un trabuco.
El Meloso era muy amable y suave; de esto le venía el mote. Solía echar al enemigo que cogía por su cuenta al otro mundo con verdadera melosidad.
Otros dos guerrilleros, amigos y compadres, los dos tunos y muy ladrones, el uno ya viejo y el otro joven, eran el Gato y el Manquico.
El Gato era un viejo socarrón, bajito, muy taimado, siempre sonriente, pero iracundo. Montaba una yegua parda con sus lomillos y dos cabezadas con brida; colgando de la silla llevaba una escopeta, y en el arzón, escondido, un bote de hoja de lata donde metía el dinero.
El Manquico robaba también en combinación con el Gato. Este le había aleccionado. Sabíamos sus mañas y estábamos esperando la ocasión de pescarle en el garlito para darle una paliza y echarlo del escuadrón.
Como él llegó a conocer nuestras intenciones, poco después se marchó con el Jabalí.
Un muchacho simpático a quien solíamos bromear todos por su candidez era Martinillo el Pastor.
Martinillo contaba poco más o menos la misma edad que Lara y que yo; pero como había vivido en el campo conservaba gran inocencia.
Martinillo era uno de los cornetas del escuadrón y le gustaba mucho marchar a la cabeza tocando.
Martinillo tenía amores con una muchacha pastora de Quintanar de la Sierra, llamada Teodosia.
Como todos sabíamos sus amores, le bromeábamos con la Teodosia. Él suspiraba por ascender y ganar unos cuartos para casarse con la pastorcilla.
Entonces Lara, yo y otros oficiales del escuadrón de húsares de Burgos hicimos una suscripción y reunimos treinta duros, que se entregaron a Martinillo.
Martinillo, loco de entusiasmo, arregló una casa en Hontoria del Pinar y se casó con la Teodosia.
La boda fue una verdadera fiesta para el escuadrón del Brigante y para los amigos. La única que no quiso asistir fue Fermina la Navarra. Sentía un gran desprecio por la pobre Teodosia, a quien consideraba estúpida y ñoña.
Para no amargar la fiesta a Martinillo, le dijimos que Fermina tenía una desgracia de familia y que por eso no iba a la boda.
Durante mucho tiempo se habló de la fiesta como de algo maravilloso y extraordinario.
Las noches en que no estábamos de guardia nos reuníamos en nuestro alojamiento de Hontoria, en casa del Padre Eterno, unos cuantos guerrilleros al amor de la lumbre. El Brigante solía venir casi siempre.
Se contaban cuentos y hablábamos de todo: de las cosas próximas, como la guerra y las ambiciones del gran Napoleón, y de las más lejanas, como la historia antigua y la astronomía.
En cuestiones de política y de historia teníamos que terciar Lara y yo, que, aunque no muy cultos, pasábamos allí por unos Solones.
Alguna vez hubo un poco de baile con las mozas del pueblo al son de la guitarra, y dos o tres noches se jugó a las cartas, a pesar de ser cosa especialmente prohibida.
Miguel de Lara, cada vez más amigo mío, recitaba en nuestras reuniones versos antiguos y modernos.
Los romances del Cid, de la Infantina y de los Infantes de Lara producían gran entusiasmo.
Aquellos campesinos no sentían el tiempo interpuesto entre estas viejas historias y la época nuestra, y para ellos, el Cid, el conde Lozano, Mudarra y Diego Láinez eran casi contemporáneos suyos, hombres que tenían iguales pasiones e idénticas maneras de sentir.
Yo le dije una noche a Lara que encontraba absurdo en un hombre de su sensibilidad poética no hiciera versos originales.
Él se turbó, y al día siguiente leyó una oda a la patria que nos produjo a todos un entusiasmo inmenso. Le abrazamos, y el pobre muchacho quedó sofocado del éxito.
Lara era un tipo verdaderamente admirable, generoso, desinteresado; no quería nada para él; valiente y audaz, le gustaba el peligro; pero, sobre todo, tenía un sentimiento de justicia extraordinario.
Al pensar en él me venía a la imaginación la frase de Rousseau acerca de Altuna; se podía haber dicho también de mi amigo que era de esos tipos que España sólo produce, y que no produce bastantes para su gloria.
Lara y yo decidimos ser los cronistas de la partida; sobre todo, de las hazañas del batallón del Brigante; yo escribiría los acontecimientos en estilo liso y llano y él intercalaría romances cantando nuestras heroicidades.
Esta idea produjo un gran entusiasmo entre los guerrilleros.
Muchas anécdotas podría contar de las reuniones de Hontoria en casa del Padre Eterno.
Había entre todos aquellos pobres un deseo de saber, y el Brigante era de los más interesados en educarse y pulirse.
Una noche de estas, el Brigante nos contó una cosa cómica.
—Antiguamente —dijo—, alrededor de España había dos mares, y estos dos mares querían juntarse, pero no podían, porque entre uno y otro se levantaban unas rocas muy altas. Entonces un hombre muy fuerte, a quien llamaban el Cule, empezó a trastazos con las rocas, y a martillazos las rompió y comunicó los dos mares.
—Pero ¿dónde has leído eso? —le pregunté yo.
—Yo te traeré el librico.
Efectivamente, me lo trajo; y cuando vi que el Cule a quien se refería el Brigante era nada menos que Hércules, me dio una risa inextinguible; pero él, como era buena persona, no se incomodó.
—¡Pisaverde! Eres una sabandija que hay que aplastar con el tacón —me decía, mientras yo me moría de risa.