EL BRIGANTE Y SUS HOMBRES
AL principio de reunirse la gente nueva de la partida hubo gran confusión entre nosotros; luego vinieron a nuestro campamento de Hontoria los comandantes Blanco y Angulo, enviados por la Junta Central, y dos oficiales de Administración, y se comenzaron a poner las cosas en orden.
El comandante Blanco organizó las fuerzas de caballería. Era hombre inteligente, buen militar, de valor sereno, sin petulancia alguna y sin ambición.
Probablemente por esto no prosperó.
Desde el momento que llegaron los oficiales enviados desde Sevilla, yo dejé la oficina y me incorporé definitivamente al escuadrón.
Merino no quería tener mezclados los guerrilleros antiguos y los modernos, por el temor de las rivalidades y peleas, y como tampoco quería disgustar a los antiguos de su partida, formó tres escuadrones, dos de guerrilleros viejos y uno de los nuevos. Los dos de los viejos los mandaban el Jabalí de Arauzo, y Juan el Brigante, que gozaban de cierta independencia; el moderno, más disciplinado y militar, tenía al frente al comandante Blanco.
Al mismo tiempo se comenzó a organizar un batallón de infantería a las órdenes del comandante Angulo.
A pesar de estas separaciones, estallaron las rivalidades. Todos aquellos guerrilleros antiguos eran hombres montaraces, sin instrucción; casi ninguno sabía leer y escribir.
Feroces, fanáticos, hubieran formado igualmente una partida de bandidos.
Estaban seguros de que si los franceses llegaban a cogerlos les tratarían, no como a soldados, sino como a salteadores. Su única idea era pelear, robar y matar.
Veían claramente los guerrilleros viejos que ellos habían tenido que resistir la parte más dura y peligrosa de la campaña, y que cuando la resistencia se iba organizando y llegaba el dinero, venían unos señoritos a quedarse con los galones y las estrellas; y pensando en esto les llevaban los demonios.
Para evitar las riñas nos mantenían separados. Yo, como he dicho, fui a parar al escuadrón del Brigante.
La historia del escuadrón se condensaba en la historia de su jefe, Juan Bustos. Juan había tenido, hasta echarse al monte, un ventorrillo en la calzada que va de Salas de los Infantes a Huerta del Rey.
Al llegar la invasión francesa, Juan Bustos comenzó a discutir y a disputar con los soldados imperiales que pasaban por su venta acerca de la cuestión candente de quién era el verdadero rey de España.
Poco a poco empezaron a motejarle de patriota, y como los franceses a todo el que se les manifestaba hostil le llamaban bandido, brigand, a Bustos le decían el Brigand.
El pueblo, que coge todo en seguida, castellanizó la palabra: llamó a Bustos el Brigante, y a su casa la venta o el ventorro del Brigante.
Un día en que no estaba él, entró en su casa un pelotón de franceses; mataron a su padre y violaron a su hermana.
Juan Bustos, al llegar a su hogar y ver aquel cuadro, el padre muerto, la hermana gimiendo, salió como un león a buscar a los franceses, arrancó a uno de ellos el fusil, y, manejándolo como una maza, tendió a tres o cuatro; y luego, abriéndose paso por entre ellos, herido y lleno de sangre, se refugió en un pinar, donde se reunió con Merino.
El cura era astuto; el Brigante, esforzado y audaz. Los dos se hubieran podido completar; pero Merino no quería rivales.
El cura llegó a temer al Brigante y no quiso que estuviera a su lado. Vio que tenía arraigo entre los guerrilleros, y como Merino era solapado y capaz de una traición, pensó que el Brigante podía serlo también.
Merino, para contrarrestar los triunfos de la partida de Juan Bustos, el Brigante, fomentó el que otro guerrillero, el Jabalí de Arauzo, formara también un grupo con los antiguos incondicionales del cura.
El Jabalí era un tipo feroz, supersticioso y lujurioso. Se le creía medio saludador, medio iluminado. Había forzado algunas muchachas, y se contaba que a una de ellas después la descuartizó. Así lo aseguraba un convecino suyo.
El Jabalí era merinista rabioso. Tenía esa fuerza de los hombres fanáticos y ardientes que saben arrastrar a la gente de imaginación débil; pero, como muchos de los que se echan de iluminados, estudiaba sus gestos y sus actitudes y concluía siendo un farsante.
Al Jabalí siempre se le veía con el rosario en la mano. Su tipo era tan extraño como su manera de ser moral; su aire, de hombre abstraído. Gastaba pantalón corto, chaqueta de sayal y camisa de cáñamo.
Iba casi siempre mal afeitado; llevaba largas melenas, grasientas y negras, sombrero redondo con escarapela patriótica, y en el pecho una especie de escapulario grande, de bayeta, sobre el cual había fijado una porción de estampitas y medallas de la Virgen y de todos los santos. Por lo que decían dormía con este parche místico, al que consideraba como un amuleto.
Los que le seguían tenían trazas parecidas: eran igualmente melenudos y sucios, y se distinguían, como él, por su fanatismo religioso, por su ferocidad y por su crueldad.
Este escuadrón contaba con muchos curas y frailes que habían decidido abandonar los hábitos mientras durara la guerra.
El hermano Bartolo y mosén Ramón eran los principales de la clerigalla. Tipos de energúmenos, exaltaban con sus palabras y sus pinturas de las llamas del infierno a los demás.
Los del Brigante, por oposición a los guerrilleros del Jabalí, se manifestaban algo incrédulos; todo lo incrédulos que se podía ser en la partida de Merino, en donde no había más remedio que ir a la iglesia y darse golpes de pecho, y confesarse y comulgar con alguno de aquellos ganapanes de sotana.
Los guerrilleros del Brigante, que al principio me recibieron con burlas, luego me acogieron muy bien. Se sentían ofendidos, pues se les había apartado sistemáticamente del elemento nuevo, casi aristocrático, y agradecieron que un señorito se mezclara con ellos.
Poco después entró también en el escuadrón, por amistad conmigo, Miguel Lara. Lara y yo fuimos los ayudantes de Juan Bustos el Brigante.
Juan Bustos era un hombre bajo, ancho, forzudo, musculoso, con las espaldas y las manos cuadradas. Tenía el color tostado, la cabeza grande, huesuda; la cara algo picada de viruelas, las facciones nobles, las cejas cerdosas y salientes, y los ojos hundidos, grises, con un brillo de acero.
La mirada y la sonrisa le caracterizaban. Sus ojos tenían una penetración extraña: cuando sonreía mostraba dos filas de dientes grandes, blancos, fuertes, cosa poco común entre montañeses, que suelen tener, casi siempre, mala dentadura.
Cuando Juan se exaltaba relampagueaban sus ojos, y tenía un gesto extraño que al hacerlo mostraba sus dientes.
Entonces se me figuraba un tigre.
Era Juan valiente hasta la temeridad; amigo de exponerse y de andar a cuchilladas.
A pesar de su acometimiento, era también muy zorro, muy sabio a su modo, y de muchos refranes.
El Brigante tenía cuatro o cinco especialistas, de los que se guiaba. Para conocer el tiempo no había otro como el Abuelo; para distinguir el terreno, el más inteligente era el Apañado; para preparar una emboscada, ninguno como el Tobalos.
El Tobalos era un hombre pequeño, acartonado, de unos cincuenta años, rubio, con esa tez del castellano que toma el color de la tierra. Su cara impasible no temblaba ni se estremecía jamás.
Andaba siempre a caballo, por lo que tenía las piernas como dos paréntesis.
Valiente era como el mismo diablo. Así como el Brigante parecía un tigre, el Tobalos tenía algo del azor.
Para una descubierta audaz, para una emboscada atrevida, ninguno como él.
El Tobalos era muy silencioso; todos sus comentarios debían ser interiores. Cuando el Brigante le preguntaba algo, contestaba con monosílabos o moviendo la cabeza.
El discutir, el hablar, eran cosas que le molestaban. El Brigante le trataba con mucha consideración.
—Oye —le solía decir en algunas ocasiones—, ¿podrías ahora hacer esto?
El Tobalos contestaba sí o no sin abrir apenas la boca. Y el Brigante no replicaba nunca.
El Apañado, en cambio, era la antítesis del Tobalos: charlatán como él solo.
Tenía una conversación aguda, rápida; una penetración natural grandísima. Nunca se daba el caso de que el Apañado tomase un tronco de árbol por un hombre, ni a un pastor por un espía, ni que notara el último huella de herraduras en un camino.
En medio de esta gente que parecía haber nacido para la guerra de emboscadas, había algunos con otras aficiones. Uno de ellos era el herbolario de Santibáñez del Val, a quien no se le podía encomendar una guardia porque se le iba el santo al cielo, se dedicaba a buscar los simples y se olvidaba de lo que le habían encargado.
Otro tipo por el estilo era el cura de Tinieblas, con la diferencia de que este, en vez de preocuparse de los simples, pensaba en aumentar su colección de monedas.
El herbolario y el cura estaban siempre juntos, porque sólo ellos podían aguantar mutuamente sus disertaciones botánicas o numismáticas.
Lara y yo teníamos en el escuadrón el negociado de la historia y de la literatura.
Casi todos los guerrilleros del Brigante habían sido leñadores y aserradores, gente ágil, pero no buenos jinetes. Los mejores soldados de caballería del escuadrón eran los que habían sido cavadores de viña en la ribera del Duero.
En este oficio se necesita mucha fuerza y un brazo muy membrudo. El pastor y el leñador tienen la pierna fuerte, pero el brazo débil; a los cavadores les ocurre lo contrario.
La partida del Empecinado, formada casi en su totalidad por cavadores, era la que contaba con los mejores jinetes de todo el centro de España.
Lara y yo, a quienes nos hicieron sargentos y luego alféreces en comisión, aunque en el haber apenas llegábamos a soldados rasos, solíamos pasar lista al escuadrón del Brigante.
Era indispensable llamar a los guerrilleros por el nombre y por los apodos, porque algunos se habían olvidado de sus apellidos y no sabían si al llamarles Matute, Chapero o Rebollo era este el nombre de la familia, o el de la casa, o simplemente un mote.
Como varios de los nuestros tenían el mismo apodo, hubo que desbautizar a unos y darles a elegir otro nombre.
Del escuadrón del Brigante, además de los que he citado, recuerdo el Largo, el Zamorano, el Chato, el Arriero, el Rojo, el Canene, el tío Currusco, el Estudiante, el Lobo de Huerta, el Barbero y el Fraile. Algunos de ellos, dóciles, comprendían la superioridad del saber, se rendían a ella y se dejaban guiar por los más instruidos; pero otros querían considerar que ser cerril y tener la cabeza dura constituía un gran mérito.
Entre nosotros la disciplina no era la misma que en las tropas regulares. Allí la ordenanza sobraba. Todo era improvisado a base de brutalidad, de barbarie y de heroísmo.
Nuestra vida era pintoresca y amena. Estábamos, mientras se organizaban las tropas, en Hontoria del Pinar, y nos reuníamos formando un rancho en casa de un herrero, a quien llamaban el Padre Eterno por sus largas barbas.
El Padre Eterno era el maestro de taller de la herrería de Merino, y constantemente estaba arreglando las armas que se estropeaban y se cogían al enemigo.
En casa del Padre Eterno vivíamos Fermina, la Riojana, Ganisch, Lara y un curita joven que se decía Juanito Briones, mozo terne, bravío, de estos curas de bota y garrote, juerguistas y amigos de riñas.
Cada uno aportaba la menestra, que se repartía por las mañanas, y comprábamos a prorrateo, con la peseta del haber, el pan, el vino y el aceite. La Riojana se encargaba de guisar, y a fe que con sus platos se chupaba uno los dedos.
Había en nuestro escuadrón varias mujeres que montaban a caballo admirablemente. Además de Fermina la Navarra, teníamos a Juana la Albeitaresa, Amparo la Loca, la Morena, la Brita, la Matahombres, la Montesina y algunas más.
Estas amazonas no gastaban sable, sino tercerola.
Las de nuestro escuadrón eran muy elegantes; llevaban uniforme, botas altas y morrión.
Fermina hacía de capitana. Montaba admirablemente a caballo y solía andar a pie muy gallarda, haciendo sonar las espuelas con el látigo en la mano.
Esta Fermina era una mujer extraña, insoportable a ratos, a ratos todo simpatía y encanto.
Parecía a la vez dos mujeres: la mujer pálida, verdosa, iracunda, llena de saña, y la mujer amable, humilde, cariñosa.
Por lo que me dijo doña Celia, la vieja que fue con nosotros de Briviesca a Burgos, un jovencete había seducido a Fermina en su pueblo y sacado de casa. El jovencete este había desconcertado la vida y hecho desgraciada a una de las mujeres más dignas de ser feliz.
Varias veces, en el tiempo que pasé cerca de ella, pude ver a Fermina transformarse rápidamente de la hembra fiera a la mujer llena de encanto. ¡Qué trabajos se tomaba para hacerse desgraciada! Sus pasiones violentas luchaban con su bondad natural y le hacían sufrir.
Además de estas amazonas, teníamos cantineras que iban vendiendo rosquillas y aguardiente.
Las de nuestro escuadrón eran María la Galga y la Saltacharcos.
María la Galga era alta, delgada, morena, mujer valiente que tomaba la carabina cuando llegaba la ocasión.
La Saltacharcos era pequeña y redonda, de ojos negros. Solía ir montada en una mula a quien llamaba Paquita con sus cacharros.
A la Paquita se la reconocía pronto, porque el esquilador de Hontoria solía ponerle un letrero de ¡Viva España!, en las ancas: ¡Viva!, a un lado del rabo, y ¡España!, al otro.