LERMA Y COVARRUBIAS
DOS días después de la conversación que tuvimos en casa del director, los conjurados salíamos por la mañana a caballo, camino de Lerma.
Dormimos en el palacio del abad, y al día siguiente se avisó a las personas notables del pueblo para que acudiesen a una reunión.
Se presentaron todos los citados y reinó en la junta un gran entusiasmo.
Como directores provisionales de los trabajos en Lerma se nombraron al escribano don Ramón Santillán y al abogado don Fermín Herrero; los demás congregados prometieron contribuir con su dinero y con sus hijos cuando se les llamara, y este ofrecimiento lo hicieron los representantes de las familias más importantes de la villa: los Lara, Pablos, Sancha, San Cristóbal, Páramo, etc.
A la mañana siguiente, los mismos que habíamos salido de Burgos, el director, el deán, Peña y yo nos encaminamos a Covarrubias, villa bastante importante, colocada a orillas del río Arlanza, con una iglesia antigua que en otro tiempo fue Colegiata.
Cruzamos Covarrubias, que tiene un par de plazas irregulares y una docena de calles tortuosas, y nos detuvimos delante de una antigua casa a orillas del río.
Era la casa del párroco. Subimos y el vicario del pueblo, don Cristóbal Mansilla, nos hospedó y nos trató espléndidamente.
Don Cristóbal vivía con el ama y con una sobrina verdaderamente bonita.
El párroco notó que el deán frunció el ceño al ver a las dos mujeres. A este, sin duda, aunque no lo dijo, le pareció que don Cristóbal Mansilla era, o un truhán, o un hombre excesivamente virtuoso.
Don Cristóbal, al saber que pensábamos marchar al día siguiente, mandó preparar todo lo necesario para la expedición.
Habíamos salido de Burgos jinetes en caballos prestados, sin dinero ni medios de ninguna clase, y, a pesar de esto, todo se allanaba en nuestro camino.
Por la noche, en casa del párroco de Covarrubias, después de cenar, se habló de las partidas patrióticas, y vinieron varios vecinos del pueblo a ofrecerse para todo lo que hiciera falta.
Uno de ellos era un hombre seco, cetrino, de mediana estatura, de unos cuarenta años, brusco de palabras y muy velludo.
Vestía un traje raído como de hombre que anda entre breñales y descampados, calzón de ante, polaina antigua, levitón abrillantado por el uso, chaleco muy cerrado por el cuello, corbata negra de muchas vueltas y sombrero de copa cubierto con un hule. Parecía un aldeano acomodado. Me chocó las miradas de inteligencia que se cruzaban entre el director y él.
Por inactiva del deán se comenzó a hacer una lista de suscripción; luego se discutieron varios proyectos y el director indicó que lo primero era hablar con Merino, a quien veríamos al día siguiente.