VI

LA CONJURACIÓN

ESTABA deseando que nuestro alistamiento se arreglase, porque el dinero nos comenzaba a faltar. Doña Celia, Fermina, la Riojana y Ganisch gastaban del fondo común, ya tan mermado que de un momento a otro iba a dar el último suspiro.

Ganisch, enredado con la Riojana, vivía con ella como marido y mujer. Yo ansiaba que nos llamara el director para acabar con aquella vida de posada, de chismes y disputas.

A los cinco o seis días me avisaron que fuera a la calle de la Calera por la tarde.

Fui en seguida. Saludé al director, quien me presentó inmediatamente al deán de Lerma, don Benito Taberner, después obispo de Solsona.

El deán era un cura de esos guapos, altos, que encantan a las mujeres; tenía tipo romano, los ojos negros, la nariz fuerte, la frente desguarnecida, el pelo con bucles y los dientes blancos.

Nos comunicó el director la noticia de haber llegado el comisario regio de la Junta Suprema Central, el presbítero Peña, el cual traía la misión de organizar la guerra de partidarios en el Norte.

Realmente, nosotros no sabíamos si esta Junta Central existía o era un mito; pero, puesto que venía a preparar la lucha, no se tuvo inconveniente en dar su existencia como efectiva.

Discurríamos el director, el deán y yo acerca de nuestros medios, cuando se presentó Peña. Era un cura andaluz, un poco zonzo, charlatán, no muy activo ni inteligente.

Traía una carta del secretario de la Junta Central, don Martín Garay, para el director. Se leyó la carta en voz alta y se habló de las providencias que había que tomar.

Peña se quejó dos o tres veces del frío de Burgos, cosa que al deán y al director les produjo un efecto pésimo. Un verdadero patriota no debía fijarse en estas cosas.

Cuando se fue Peña, el director nos dijo:

—Hay que prescindir de este hombre; es un inútil.

—Lo malo es si, además de inútil, es perjudicial —dijo el deán de Lerma.

—Le voy a escribir ahora mismo que los franceses le espían, que no salga de casa ni hable con nadie. Echegaray, ¿quiere usted redactar esa carta?

—Sí, señor.

Escribí la carta, que firmó el director, y seguimos tratando nuestro asunto. Se discutió la manera de organizar las guerrillas, y el deán y el director convinieron en dirigirse al cura de Villoviado, don Jerónimo Merino, el cual contaba ya con una pequeña partida de guerrilleros.

Esta partida podía ser el núcleo de otra mayor. La cuestión era engrosarla y aguerrirla todo lo posible.

—Yo supongo que el cura de Villoviado no se opondrá —dijo el director.

—¡Qué se va a oponer! —exclamó el deán—. Es que estos curas de pueblo son muy cerriles, y si teme que alguien le quite el mando es capaz de decir que no.

—Entonces yo, como abad mitrado de la Colegiata de Lerma y superior jerárquico, le ordenaré lo que deba hacer —dijo don Benito.

—¿Por qué no tienen ustedes una conferencia con él? —pregunté yo.

—Es buena idea —dijo el director—. ¿No le parece a usted, deán?

—Muy bien. ¿En dónde podríamos vernos?

—En algún convento —dije yo; porque como todo se trataba entre curas y frailes, me parecía el lugar más a propósito.

—¡En qué convento podría ser! —exclamó el deán.

—¿No sería buen sitio el convento de San Pedro de Arlanza? —preguntó el director.

—No diga usted más. El mejor.

Quedó acordado que tendríamos una reunión en San Pedro de Arlanza con Merino. Esta fue la primera vez que oí hablar de aquel cura cabecilla.

Noticias de Merino

Jerónimo Merino había nacido en Villoviado, pueblo del partido de Lerma, en la provincia de Burgos.

A los siete años Jeromo era pastor. A pesar de ser cerril, y quizá por esto le hicieron estudiar para cura, y con grandes esfuerzos y la protección del párroco de Covarrubias, le ordenaron y lo enviaron a Villoviado.

Este clérigo de misa y olla no sabía una palabra de latín, ni maldita falta que le hacía, pero, en cambio, con una escopeta y un perro era un prodigio.

La invasión francesa decidió el porvenir de Jeromo, el ex pastor, que, de cura de escopeta y perro, llegó a ser brigadier de verdad.

Un día de enero de 1808 descansó en Villoviado una compañía de cazadores franceses.

Querían seguir por la mañana su marcha a Lerma y el jefe pidió al Ayuntamiento bagajes, y como no se pudiera reunir número de caballerías necesario, al impío francés no se le ocurrió otra cosa más que decomisar a los vecinos del pueblo como acémilas, sin excluir al cura.

Para mayor escarnio, le cargaron a Merino con el bombo, los platillos, un cornetín y dos o tres tambores.

Al llegar a la plaza de Lerma, Merino tiró todos los instrumentos al suelo y, con los dedos en cruz, dijo:

—Os juro por esta que me la habéis de pagar. Un sargento que le oyó le agarró de una oreja y, a culatazos y a puntapiés, lo echaron de allí. Merino iba ardiendo, indignado. ¡A él!, ¡a un ministro del Señor hacerle cargar con el bombo!

Merino, furioso, se fue al mesón de la Quintanilla, se quitó los hábitos, cogió una escopeta y se emboscó en los pinares. Al primer francés que pasó, ¡paf!, abajo.

Por la noche entró en Villoviado y llamó a un mozo acompañante suyo en las excursiones de caza.

Le dio una escopeta, y fueron los dos al pinar. Cuando pasaban franceses, el cura le decía al mozo:

—Apunta a los que veas más majos, que yo haré lo mismo.

Los dos se pusieron a matar franceses como un gato a cazar ratones. Cada tiro costaba la vida a un soldado imperial.

La espesura de los matorrales y el conocimiento del terreno en todas sus sendas y vericuetos les aseguraba la impunidad.

Poco después se unió a la pareja un sobrino del cura, y esta trinidad continuó en su evangélica tarea de ir echando franceses al otro mundo.

Semanas más tarde, el cura Merino contaba con una partida de veinte hombres que le ayudó a armar el Empecinado.

Todos ellos eran serranos de los contornos, conocían a palmos los pinares de Quintanar, no se aventuraban a salir de ellos, y atacaban a los destacamentos franceses de escaso número de soldados, preparándoles emboscadas en los caminos y desfiladeros.