SORPRESA
EN medio de estas preocupaciones masónicas, revolucionarias y filantrópicas, recibimos el anuncio de la entrada de los franceses en nuestro país. Se decía que iban a cruzar España para intervenir en Portugal.
Efectivamente; poco después pasaron el Bidasoa Junot y luego Dupont.
Yo no me hallaba entonces bien enterado de la política de aquel tiempo, y no podría trazar un cuadro completo del estado de España en 1808; no conozco bastante la historia para eso, y en el fondo de esta cárcel no puedo proporcionarme libros ni datos.
Además, como hombre de acción, he vivido al día, y el recuerdo de tanto acontecimiento favorable y adverso, más adversos que favorables, batallas, matanzas, epidemias, unido a los sufrimientos de la cárcel, han llevado la confusión a mi memoria.
Contaré, pues, las cosas, conforme las vaya recordando.
Yo, como digo, vivía pensando en el Aventino y en las discusiones masónicas y teofilantrópicas que teníamos unos y otros.
De cuando en cuando hablaba con mi tío del viaje a Méjico, que por una serie de dilaciones no había podido realizar.
En esto se presentó en Irún mi amigo de la infancia Ignacio Arteaga. Ignacio venía de ayudante del general don Pedro Rodríguez de la Buria, el cual traía una misión diplomática, al parecer, muy delicada. Ignacio me habló de su familia. Consuelo se había casado con un hombre de más de cuarenta años, persona de posición y de gran porvenir.
Yo, desesperado por la noticia, decidí apresurar mi viaje a Méjico, y escribí a una casa de Burdeos pidiendo pasaje. Debió perderse la carta, porque no recibí contestación. Este pequeño detalle cambió la dirección de mi vida por completo.
Al final de enero de 1808 tuvimos en Irún el espectáculo de ver entrar al mariscal Moncey con un cuerpo de ejército de veinticuatro mil hombres. Era el Cuerpo de Observación de las costas del Océano, el tercero que pasaba la frontera.
Mi tío Fermín Esteban, que leía muchas gacetas y se enteraba de la marcha política de los imperios, era de los más desconfiados y más llenos de preocupación con las expediciones francesas.
¿Para qué querían los imperiales aquellos inmensos acopios de galleta en Bayona, San Sebastián y Burgos?
¿Por qué tantas vituallas en ciudades tan distantes de los puertos de Andalucía, donde los franceses iban a embarcarse para entrar en Portugal?
Por otra parte, la caballería que pasaba por Irún necesitaba, para ser transportada, una enormidad de buques, que, según mi tío Fermín Esteban, no había.
Ignacio Arteaga venía a verme siempre que su general le dejaba libre.
Ignacio se manifestaba muy patriota, cosa que yo entonces no comprendía; porque la patria no se siente fuertemente más que cuando se está fuera de ella y cuando se encuentra uno en peligro de perderla.
Ignacio me habló repetidas veces del Rey, de la Reina, de Godoy y del príncipe Fernando; de sus odios, de sus disputas y de sus maquinaciones.
Esta vida doméstica de los reyes y de sus serviles palaciegos, a mí, al menos, no me interesaba nada. Ignacio era enemigo del «Choricero», como llamaban a Godoy, y creía que bastaba la subida al trono del príncipe Fernando para que España fuera feliz.
Ignacio, por orden del general Buria, mandaba todos los días informes alarmantes acerca de los propósitos de los franceses, y desde Madrid solían contestarle diciendo: «Enterado».
En febrero se supo en Irún que el general Darmagnac se había apoderado por sorpresa de la ciudadela de Pamplona.
Mi tío Fermín Esteban dijo:
—Esto va mal; los franceses nos están engañando.
Cuando vinieron las noticias del motín de Aranjuez contra Godoy, Ignacio Arteaga, muy enemigo del favorito, aseguró que con aquel cambio iba a arreglarse todo.
Los aristócratas que produjeron la caída de Godoy valían mucho menos que él; los Montijo, los Infantado, los Orgaz, los Ayerbe eran unos botarates ambiciosos de poca monta que querían rivalizar en el honor de cepillar la casaca y lustrar las botas del monarca con otros palaciegos.
Difícilmente se puede dar un caso de ineptitud mayor que el de la aristocracia española y el de todas las clases pudientes en el reinado de Carlos IV y en la invasión francesa.
Sin el arranque y la genialidad del pueblo, la época de la guerra de la Independencia hubiera sido de las más bochornosas de la historia de España.
No se hubiera sabido qué despreciar más, si al Rey, a los aristócratas, a los políticos o a los generales.
Las clases directoras fueron de una esterilidad absoluta; no salió un hombre capaz de dirigir a los demás.
Como era natural, el motín de Aranjuez no arregló nada; las tropas francesas siguieron avanzando por España y Murat entró en Madrid.
Yo le encontraba a mi tío Fermín Esteban leyendo gacetas, consultando planos, lleno de preocupaciones. En un hombre egoísta y poltrón como aquel era extraño verle tan agitado.
En abril pasó el príncipe Fernando por Irún. Ignacio Arteaga le vio; según dijo, venía muy receloso. En Vitoria, para impedir su viaje, le habían cortado los tirantes del coche y en Guipúzcoa, en Astigarraga, los campesinos se acercaron a Fernando con hachas encendidas gritando:
—¡No ir a Pransia!, ¡No ir a Pransia! Este amor por un rey que recomendaba a sus vasallos no le siguiesen, a mí, revolucionario y jefe del Aventino, me parecía algo ridículo y vergonzoso.
A la semana de la marcha del Rey se levantaba Tolosa, entonces capital de Guipúzcoa, y luego Bilbao.
Unos días más tarde se presentaron en Irún Carlos IV y María Luisa con Godoy, y pasaron a Bayona.
Una nube de aristócratas, de militares y de intrigantes aparecieron en la frontera. Entre ellos se encontraba don Juan Palafox, que luego tuvo tanta fama de patriota por la defensa de Zaragoza, y a quien conocí más tarde y me pareció un hombre inepto, ambicioso y de poca integridad moral.
Palafox venía con el hijo del marqués de Castelar, y quería pasar a Bayona a olfatear lo que allí se guisaba, aunque él dijo después que iba a arrancar al príncipe Fernando de las garras de Napoleón. Le preguntaron a Arteaga si podrían entrar en Bayona, e Ignacio les contestó que serían detenidos si se presentaban de uniforme, e igualmente si se disfrazaban, porque Bonaparte tenía miles de espías en la frontera.
Castelar y Palafox no se determinaron a pasar, al menos por Irún.
Arteaga, que estaba muy enterado de las murmuraciones de la corte, me dijo que Palafox había sido uno de los intermediarios del príncipe Fernando con el embajador de Francia en Madrid, Beauharnais, para concertar el matrimonio del príncipe con una sobrina de Napoleón.
Había tomado también parte Palafox, unido con Montijo, en el motín de Aranjuez, y aconsejado a Fernando que marchase a Bayona.
Al ver que la cosa salía mal, Palafox se hizo el sorprendido, y pocos meses después estaba en Zaragoza echándoselas de héroe y dando proclamas elocuentes, que se las escribían los frailes.
La misma conducta artera ha seguido conmigo veinticinco años después, con motivo de la conspiración Isabelina, por la que estoy preso.
Sabía lo que pasaba, dejaba que los demás se comprometiesen. ¿Salía el movimiento bien? Pues el duque se aprovechaba. ¿Salía mal? Él no tenía nada que ver.
Este Palafox, hombre que une la ineptitud con la ambición, cuya vida pública y privada ha sido sospechosa, que hizo una salida de Zaragoza dejando abandonado el pueblo en el momento de más peligro, pasa por una de nuestras grandes figuras.
Así es la historia. En cambio, ¡cuántos hombres no han muerto haciendo verdaderas heroicidades y han quedado ignorados!
En el fondo, es igual. La inmortalidad es una poética superstición.
Como decía, ni Palafox ni Castelar fueron a Francia por Irún.
Días más tarde el general Rodríguez de la Buria, Ignacio y yo marchamos a Bayona.
Ni el general ni Ignacio sabían bien el francés, y me llevaron como intérprete.
El general se presentó al príncipe Fernando, quien le dio la comisión de proponer a los reyes padres un acomodamiento: el cederles Mallorca o Murcia durante sus días.
El pobre calzonazos de Carlos IV dijo que había que consultar a Godoy, a su querido Manuel, y Godoy, cuando se lo dijeron, no aceptó. Entonces hubo una serie de conferencias secretas y de líos en Bayona y en Irún, en que intervinieron Fernando, Godoy, los dos Palafox, el conde de Belveder, el cónsul de Bayona Iparraguirre y otros.
Yo sabía algo, de estas maquinaciones por Ignacio.
Un día nos encontrábamos Ignacio y yo en la fonda, en Bayona, esperando a que llegase el general Buria, cuando se presentaron unos cuantos oficiales franceses. Iban a Burgos, estaban muy contentos, pidieron café y licores y brindaron por la conquista de España.
Ignacio Arteaga se puso pálido como un muerto; me miró y no dijo nada.
Al día siguiente Rodríguez de la Buria y Arteaga pasaron a Irún y siguieron hacia Madrid.