I

EL TEOFILÁNTROPO

CASI siempre el acontecimiento es traidor e inesperado. ¿Quién lo puede prever? Aun contando con la casualidad es difícil; sin contar con ella es imposible.

Se cree a veces dominar la situación, tener todos los hilos en la mano, conocer perfectamente los factores de un negocio, y, de repente, surge el hecho nuevo de la obscuridad, el hecho nuevo que no existía, o que existía y no lo veíamos, y en un instante el andamiaje entero levantado por nosotros se viene a tierra, y la ordenación que nos parecía una obra maestra se convierte en armazón inútil y enojoso.

Muchas veces he comprobado en mis proyectos la quiebra producida por el acontecimiento inesperado, a veces tan decisiva, que no permitía ni aun siquiera la reconstrucción de la idea anterior con un nuevo plan.

El año 1808 vivía en Irún. Era yo todavía un chico, aunque bastante precoz, para soñar con empresas políticas y revolucionarias.

Como fundador del Aventino, me habían nombrado presidente de la Sociedad y estaba en relación con las logias de Bayona, con la de Bilbao, la más importante, y la de Vitoria.

Nuestra Sociedad avanzaba; hicimos gestiones cerca de los liberales vascos, algunos, como Echave, de los que trabajaron por la independencia de Guipúzcoa en 1795, y conseguimos su adhesión.

Los afiliados de Irún todos eran jóvenes, menos un señor ya viejo, organista de la iglesia, tipo bastante extraño y original, apellidado Michelena.

Michelena era alto, flaco, huesudo, de unos cincuenta años, hombre muy sentimental.

Michelena, además de pertenecer al Aventino, estaba afiliado a una secta, llamada de los Teofilántropos, que tenía su centro en París.

¿Cómo este buen organista, que apenas había salido de Irún, pertenecía a aquella Sociedad?

Santa Cruz

El mismo Michelena me lo contó. Unos años antes pasó por Irún un hombre humilde y andrajoso. Venía de Hendaya a pie.

El hombre se dirigió a Michelena y le preguntó dónde podría descansar allí unos días. El organista le llevó a su casa.

El tipo andrajoso se llamaba Andrés Santa Cruz, era de un pueblo de la Alcarria y quería volver a su tierra a morir en ella.

Santa Cruz contó su vida a Michelena.

En su juventud, sintiendo mucha afición a leer, y creyéndose ahogado en el ambiente estrecho de España, salió de su pueblo a pie hacia París. Tenía un gran entusiasmo por los enciclopedistas franceses y quería conocerlos.

Al llegar a Tours, un príncipe alemán que pasaba en su carroza lo encontró tendido en la cuneta de la carretera; se acercó a él, le preguntó quién era, y quedó asombrado de los muchos conocimientos del vagabundo. El príncipe le ofreció el cargo de preceptor de sus hijos y Santa Cruz aceptó.

El alcarreño fue a vivir a Londres, pasó allí varios años, se hizo masón, conoció a Cagliostro, que le inició en el magnetismo y le dio varias recetas de elixires y sortilegios, y al comenzar la Revolución francesa no pudo resistir la tentación y, dejando su cargo, se trasladó a París. Era en 1790.

Santa Cruz, hombre suave y de gustos sencillos, se encontraba atraído y al mismo tiempo repelido por aquellos hombres terribles y violentos de la Revolución. En París, Santa Cruz se hizo amigo íntimo de un profesor de botánica y diputado de las Constituyentes, Larreveillere-Lepaux de nombre, tipo también extraño, de ideas originales y de cuerpo igualmente original, pues era contrahecho y tenía una gran joroba en la espalda.

Durante el Terror, Larreveillere y Santa Cruz estuvieron escondidos en una guardilla. Larreveillere dibujaba láminas de botánica para un editor y Santa Cruz trabajaba como sastre. Cuando el establecimiento del Directorio fundaron entre los dos la Sociedad de los Teofilántropos. Luego Larreveillere llegó a ser un personaje, y Santa Cruz siguió siendo un hombre obscuro.

Santa Cruz publicó el año y de la República un folleto, titulado: «El culto de la Humanidad».

Santa Cruz y Michelena se entendieron; el organista tocó en su casa, en el clavicordio, trozos de Juan Sebastián Bach y de Haydn; el vagabundo contó su vida y explicó sus ideas.

Santa Cruz había recorrido casi todas las capitales de Europa y visitado a los hombres más ilustres, de quienes conservaba vivos recuerdos.

Un día el vagabundo le indicó a su amigo que se marchaba a Bilbao, y le dejó un folleto con esta dedicatoria: «A un hombre bueno, un hombre desgraciado».

El organista había experimentado una gran sorpresa al hablar con Santa Cruz, y se sintió convencido al leerle. Un día se le ocurrió escribir a París a Larreveillere-Lepaux y se afilió a la Sociedad de los Teofilántropos.

Michelena tenía su sistema político-social, en donde entraban la religión, la música, la teofilantropía y el magnetismo, Jesucristo, Bach y Mesmer. Sus argumentaciones las ilustraba con trozos musicales.

Algunos del Aventino le oían con mucho gusto. Yo no tenía gran entusiasmo por aquellas lucubraciones fantasmagóricas.

El movimiento, la acción, la vida intensa, dinámica, era lo que me atraía.