Estas páginas las escribo en la Cárcel de Corte de Madrid, en el año de desgracia de 1834. Acusado de conspirador por haber fundado la Isabelina, me he quedado solo en la cárcel; mis cómplices andan libres, gracias a mis declaraciones; yo no he querido cantar y los he salvado. No me lo han agradecido, y en los periódicos hablan de mí con desprecio y con burla.
Vivo en un agujero negro donde no tengo más compañía que las ratas. Les echo migas de pan y lo agradecen. Sin duda tienen más memoria que los hombres.
Para dar a la estancia en la trena mayor encanto, se ha declarado el cólera con una furia terrible. La iglesia de la Cárcel de Corte, habilitada de hospital, se halla atestada de enfermos y de moribundos.
El huésped del Ganges, como decimos los periodistas, da la batalla a la humanidad, si es que es humanidad la que está presa en un estercolero. Los enfermos se mueren al pie de los altares; los sanos se dedican a cantar, a bailar y a tocar la guitarra. Y ande el movimiento… el movimiento hacia el cementerio.
Aquí vendría bien un latinajo sentencioso, de esos que expresan con gran elegancia una vulgaridad conocida por todos; pero yo no recuerdo ninguno… ni falta.
Mi hermana y su marido vienen a verme. Les suele acompañar una viudita de la vecindad, muy sensible, que al parecer tiene simpatía por mí y compasión por mi estado, y eso que le han dicho, probablemente algún fraile en el confesionario, que yo soy muy malo, muy malo.
A la viudita le hace mucha impresión lo que cuento yo de la vida de la cárcel; así que tengo que tranquilizarla y decirle al oído, como en esa célebre carcelera:
En la reja de la trena
no te pongas a llorar;
a que no me quites penas,
no me las vengas a dar.
Varias veces, mientras charlamos, me avisan para ayudar al cura a dar los óleos y voy de acólito suyo con el farol.
Un granujilla viene a llamarme.
—Don Eugenio, que vaya usted a llevar el farol.
—Bueno, ya voy.
Me despido de mi familia y me largo.
Cuando no acudo yo va Luis Candelas, el célebre ladrón de Madrid, huésped también de la cárcel y amigo mío.
—Luisillo —le suelo decir—, creo que tú y yo somos las dos únicas personas decentes que hay en Madrid; por eso estamos en la cárcel.
—Y que es mucha verdad, don Eugenio —contesta él—, porque yo, aunque ladrón, soy un ladrón honrado y, además, un hombre muy liberal. Esto lo dice Candelas porque tomó parte muy activa en el desarme de los voluntarios realistas.
A veces, lo demasiado pintoresco del presente hace que vaya a refugiarme en mis recuerdos, cosa contraria a mi temperamento, poco amigo de lloriquear sobre el pasado.
No me gusta el melodrama del género lacrimoso.
Después de todo, ¿qué importa estar en la cárcel o estar en la calle?
Cuando se conserva el ánimo fuerte, estos horrores carcelarios, estas atrocidades le van curtiendo a uno.
Cantaba hace unos meses la tía Matafrailes, en la taberna del hermano de Balseiro, mientras afilaba el cuchillo con el que pensaba abrir en canal a un jesuita, esta canción:
Tres cosas en el mundo
causan espante:
timulto, tirrimoto,
y el alifante.
Pues, para mí, apreciable tía Matafrailes, no hay timulto ni tirrimoto que valga, y hasta al mismo alifante era capaz de mascarle la nuez o la trompa si entraba en mi calabozo.
Condenar a un hombre de acción a no hacer nada es una cosa cruel.
Debo tener las entrañas más negras que la tinta… de rabia.
Estoy tan vigilado, que la única acción posible para mí es la gimnasia y llevar el farol del señor cura. ¡Maldita sea la…!
Oh tú, ciudadano desconocido, que encuentres este cuaderno en algún rincón de mi calabozo; carcelero o rata de cárcel, asesino o apóstol, católico o librepensador, realista o republicano, granuja u hombre de bien, si pasas los ojos por estas líneas, sabe que el hombre que las ha escrito, encerrado aquí, ha sufrido por la libertad, ha querido que los hombres sean hombres y no sean bestias; sabe… pero, en fin, no sepas nada; me es igual.