EL autor de las «Memorias de un hombre de acción», don Pedro de Leguía y Gaztelumendi, explica en una advertencia preliminar cómo reconstruyó esta parte de la biografía de nuestro héroe, con qué datos contó y en qué fuentes pudo apagar la sed de aviranetismo que le consumía.
Suponiendo que al lector, al menos si es aviranetista convencido, no le ha de cansar la explicación de Leguía, me he tomado el trabajo de copiarla íntegra.
Una noche de otoño —dice don Pedro de Leguía— estábamos reunidos Aviraneta y yo en el comedor de la fonda de Francia, en Bayona. Llevaba lloviendo monótonamente horas y horas, venteaba a ratos y, en el silencio de la ciudad desierta, sólo se oía el gemido del viento y el ruido del agua en los cristales y en las aceras.
Acabábamos de tomar café, y don Eugenio se levantó y se dirigió a su cuarto. Yo le seguí porque, desde varios meses antes, después de la comida, solíamos celebrar una conferencia, larga o corta, según la importancia de los acontecimientos, para ponernos de acuerdo en el plan del día siguiente.
Don Eugenio ocupaba un gabinete grande con alcoba del piso principal, el número 10. El encargado de la fonda de Francia, monsieur Durand, a pesar de su entusiasmo por los carlistas, tenía gran estimación por Aviraneta y le reservaba siempre las mejores habitaciones.
Aquella noche, después de entrar en el cuarto, Aviraneta se sentó en el sofá y yo me arrellané en una poltrona.
—¿Hay algo que hacer, maestro? —le pregunté.
—No. ¿Has mandado nuestro folleto a todos los amigos?
—Sí.
El folleto era un cuaderno de pocas páginas, que se titulaba: Apéndice a la vindicación publicada en 20 de julio de 1838 por don Eugenio de Aviraneta, y estaba impreso en Bayona en la imprenta de Lamaignere, de la calle Bourg Neuf, hacía unas semanas.
—Pues si has mandado todos los folletos no hay nada que hacer.
—¿Por qué no reanuda usted sus memorias, don Eugenio? —le dije—. Tengo interés en oírle contar los episodios de su vida de guerrillero con el cura Merino.
—Amigo Pello —me dijo Aviraneta—, te confieso que no tengo cabeza más que para lo que está pasando. Aunque parezco tranquilo, me encuentro en un momento de gran ansiedad. Sueño con Maroto y con los antimarotistas. El padre Cirilo, Arias Teijeiro, el obispo de León, Iturbe, Urbiztondo, Espartero y Muñagorri me bailan en la cabeza. En esta semana me juego definitivamente el porvenir.
—Ya lo sé; pero los hombres fuertes estamos por encima de los acontecimientos.
—¡Sí; eso se cree cuando se tiene veinte años como tú; pero cuando se acerca uno a los cincuenta…! La vida es muy dura para empezarla de viejo.
—¡Bah! ¿Eso le preocupa a usted?
—¡No me ha de preocupar!
—No lo creo.
—Hay que ver, amigo Pello, lo que es vivir perseguido, acusado de polizonte, de espía, de canalla y, sobre todo, de hambriento. Como le decían al conde de Mirasol en la carta que te enseñó a ti hace dos años en San Sebastián, yo soy un hombre que no tiene donde caerse muerto. Cosa cierta, certísima.
—¿Y qué?
—Nada: que ya no me hallo dispuesto a seguir siendo un Quijote. Si yo no hubiera pensado más que en mi vida y en mis intereses, se me consideraría como una persona decente y digna; pero he pensado principalmente en mi país y en la libertad, y esto, sin duda, es un crimen para los que no tienen éxito. No; ya basta. En la lucha he perdido mi carrera, mi fortuna, mi salud, y, sin embargo, políticos logreros de Madrid me acusan de inmoral, de chanchullero. No, no; es bastante.
—¿De manera que, si esto sale bien, se retira usted?
—Ya lo creo.
Yo conocía con toda clase de detalles lo que estaba tramando don Eugenio, y sabía también que del éxito de nuestras intrigas dependía su porvenir y el mío.
Era en 1839. Nos encontrábamos en los días anteriores al convenio de Vergara. Aviraneta estaba preocupado; tenía el ceño que se le ponía cuando tramaba algo; su nariz corva, su ojo bizco, su labio inferior más saliente que de ordinario, su traje negro, le daban el aire de una corneja, de uno de esos pajarracos que unen la rapacidad con el aspecto clerical.
Viendo su murria, dije yo:
—Bueno, maestro, veo que está usted sin humor; me voy.
—Mira —me dijo él, cambiando de tono—, precisamente esa parte de mi vida durante la guerra de la Independencia la tengo en un cuaderno. La comencé a escribir cuando estuve preso en la Cárcel de Corte de Madrid, por los años 34 y 35, y luego he añadido alguna nota. Si encuentro ese cuaderno, te lo llevas.
Lo buscó entre los papeles y apareció pronto. Con él en la mano me despedí de don Eugenio, dándole las buenas noches.
Subí las escaleras; yo vivía en el piso alto de la misma fonda de Francia; entré en mi cuarto y encendí el quinqué.
Me ocupaba entonces tomando apuntes para dos libros que escribí después, y que al último, por influencia de mi sobrina, aconsejada por el párroco de Lúzaro, y con gran dolor de mi corazón, he dejado quemar. Estos libros se titulaban: «Los antecedentes vascos del maquiavelismo, estudiados y recogidos en los hechos y en la política de los secretarios vascongados de Fernando el Católico» y el «Paralelo de César Borgia e Ignacio de Loyola».
Recogí, al llegar a mi cuarto, los papeles de la mesa, y abrí el cuaderno de mi maestro.
Aviraneta tenía una letra española angulosa y clara.
La relación de su vida de guerrillero era bastante detallada, con fechas, datos y nombres de personas; pero no se contaban en ella intimidades de esas que caracterizan mejor que nada la manera de ser de un hombre.
Verdad es que Aviraneta, que manifestaba cierto cinismo en cuanto se refería a la vida pública, tenía un gran pudor en lo tocante a la vida privada.
Me pareció; después me han dicho, que, aunque no hombre de gran inteligencia ni de cultura, he tenido sagacidad diplomática; me pareció —hay que sentirse un poco orador— que, al no hablar don Eugenio apenas de su vida íntima, ocultaba algo.
Supuse que serían rivalidades, amores o algún otro sentimiento muy personal.
Más bien me inclinaba a sospechar de un motivo amoroso, porque Aviraneta tenía siempre gran pulcritud en tales asuntos y le molestaban las historias pornográficas y los cuentos de cuerpo de guardia. Esta reserva le quedaba, sin duda, de su condición de vascongado.
Realmente, por muy patriota y guerrillero que se sea, no se vive una larga temporada pensando únicamente en combates y en emboscadas; hay siempre lugar para otras preocupaciones y sentimientos. El verle en su narración a don Eugenio guerrillero exclusivamente, me hizo pensar en lo incompleto o fragmentario de su relato.
Supuse que, al fijar los acontecimientos de aquella época, Aviraneta había escrito la parte de vida pública escamoteando lo más íntimo y personal.
Como mis quehaceres por entonces no eran grandes y seguía lloviendo, me entretuve los días siguientes en copiar el cuaderno de Aviraneta.
La narración resultaba algo fría y descolorida, con detalles pueriles, sobre todo, acerca de caballos; preocupación absurda en un conspirador, pero explicable en un antiguo oficial de caballería.
Iba concluyendo la tarea de la copia, cuando encontré, después de unas páginas en blanco, otras quince o veinte escritas y fechadas en la Cárcel de Corte, con el título: La Evasión.
Se narraba en estas cuartillas una escena de novela quizá inspirada en la realidad. Me chocó que Aviraneta hubiese intentado dar a un escrito suyo carácter novelesco, porque no tenía condición literaria alguna; pero lo expliqué suponiendo que en la soledad de la cárcel se habría distraído así.
Se encontraban las memorias en un estado embrionario, cuando, unas semanas después de comenzar a copiar el cuaderno, don Eugenio me envió a San Sebastián con una carta y un recado para el secretario del Ayuntamiento, don Lorenzo de Alzate.
Me dijeron en San Juan de Luz que iba a salir un barquito de Socoa para San Sebastián, y en vez de seguir por tierra, como más fácil y menos peligroso me decidí a ir por mar.
Llegué a San Sebastián e inmediatamente me presenté en la secretaría de la Casa de la Ciudad y estuve conferenciando con Alzate.
Mientras hablábamos, entró con una carta un cabo de chapelgorris, el cual esperó a que termináramos la entrevista.
Al despedirme de don Lorenzo, este me dijo:
—Recuerdos a Eugenio.
—De su parte.
Salí de la secretaría, bajé a la plaza, y en el arco se me acercó el cabo de chapelgorris apresuradamente.
—¿Cómo está Eugenio? —me preguntó.
—Bien. ¿Qué, le conoce usted?
—¡Si le conozco! Desde chico. Algunas barbaridades hemos hecho juntos. Ya le habrá usted oído hablar de mí alguna vez.
—La verdad… no sé su nombre de usted…
—Yo soy Juan Larrumbide, pero mis amigos me llaman Ganisch.
—¡Hombre! ¡Usted es Ganisch!
—Sí.
Era un tipo alto, de unos cincuenta años, de muy buen aspecto, afeitado, la nariz larga, un poco roja; los ojos algo tiernos e inyectados, como de buen bebedor, y el aire socarrón.
Le dije a Ganisch que tendría mucho gusto en convidarle a cualquier cosa, siempre que mi barco no estuviese para partir, y fuimos juntos a una taberna de la calle del Puerto, frecuentada por marineros, que se llamaba «el Globulillo»; nombre inspirado, sin duda, en la medicina homeopática, pero mal aplicado, porque en aquella taberna no se administraba el alcohol en dosis pequeñas, ni mucho menos.
Ganisch era hombre aficionado al vino y hablador. Le hice contar su vida en tiempo de la guerra de la Independencia. Supongo que me dijo algunas mentiras, pero, aunque así fuera, su narración me sirvió para completar las memorias de don Eugenio.
Efectivamente; el quijotesco Aviraneta eliminaba de su narración una mujer. Sin duda le parecía indigno de su carácter revolucionario el intercalar en sus acciones de guerra una historia de amores.
Lo que contó Ganisch aclaró la vida de nuestro héroe.
Por el relato del antiguo camarada pude comprender también que aquel capítulo de novela titulado La Evasión no era realmente un capítulo de novela, sino un episodio de la vida azarosa y llena de vicisitudes de mi querido y viejo maestro Aviraneta.