V

NUEVOS TRABAJOS DE «EL AVENTINO»

UN día se presentaron dos jóvenes en casa a buscarme.

Me traían una carta de Etchepare. Le hice pasar a mi cuarto y hablamos.

Eran militares y estaban de guarnición en Behovia. En el curso de la conversación me dijeron que se estaba conspirando seriamente en Francia contra Bonaparte, y en España contra Carlos IV. Uno de los militares se llamaba Gontrán de Frassac. Era joven, gascón, teniente de dragones. El otro, Horacio Sanguinetti de nombre, era italiano, de más edad; tenía grado de capitán.

El gascón era un buen muchacho, de cabeza ligera, republicano por romanticismo, más aficionado a beber, a cantar y a seguir a las muchachas que a ocuparse de política. Era exagerado en todo, y hablaba intercalando en sus palabras los Pardi y los Sacrebleu.

El italiano era hombre frío, reconcentrado, muy patriota y muy fanático.

Les dije a los dos cómo había formado una Sociedad secreta titulada «El Aventino», y les presenté a la mayoría de los afiliados.

Para celebrar el conocimiento tuvimos una comida los dos oficiales franceses y los socios del «Aventino» en el caserío Chapartiena, en Azquen Portu, a orillas del Bidasoa.

A los postres, De Frassac cantó La Marsellesa, Le Chant du Depart y La Carmañola; yo brindé por que la libertad triunfara en el mundo; Sanguinetti aseguró que pronto se vería Europa formando unos Estados unidos, una federación de pueblos sin reyes, sin Papas, sin tiranos, sin amos; Cortázar se levantó a brindar por la desaparición de todas las religiones positivas y por el culto de la Humanidad, y Ganisch glosó con ingenio esa frase concisa y definitiva: con las tripas del último rey ahorcaremos al último de los Papas.

Varias veces fui a Behovia a visitar a De Frassac y a Sanguinetti, y ellos con mucha frecuencia visitaron mi casa. Nos hicimos amigos íntimos, hasta el punto de hablarnos de tú.

Me enseñaron la esgrima y a montar a caballo, e hicieron de mí un espadachín y un buen jinete.

De Frassac me decía que debía naturalizarme francés y entrar en el ejército de Napoleón, lo cual no me gustaba. Sanguinetti no me aconsejó nunca esto. Muchas veces, por sus conversaciones, comprendí que él estaba pesaroso de haber abandonado su país. Consideraba también que Bonaparte no había cumplido con su patria italiana.

Sanguinetti era muy culto, tenía muchos libros y me prestaba todos los que le pedía. Gracias a él leí los Comentarios, de César; los Anales, de Tácito; la Conspiración de Catilina, de Salustio; la Historia de Italia, de Guicciardini, y El Príncipe, de Maquiavelo.

El oficial italiano me explicó también una porción de cosas que por falta de cultura anterior yo no comprendía.

Sanguinetti era partidario de esa razón de Estado y Salud Pública que viene de Roma. Leía mucho a Maquiavelo. Decía que había visto claramente que el político florentino no era el escritor inmoral que todo el mundo reprueba, sino un gran patriota y un pensador realista.

Esta frase de Maquiavelo la recordaba con frecuencia en sus conversaciones: «Io indico bene questo che sia meglio essere impetuoso che rispetivo, perche la fortuna e donna».

Yo, también estaba más dispuesto a ser impetuoso que rispetivo; pero había que esperar la ocasión.

Los Filadelfos

Cortázar, que solía ir con frecuencia a Bayona, me dijo que allí había oído a una persona muy enterada de estas cosas que en el ejército que guarnecía las ciudades de los Bajos Pirineos abundaban algunos oficiales afiliados a una Sociedad secreta llamada de los Filadelfos.

Según Cortázar, De Frassac y Sanguinetti pertenecían a esta Sociedad. Alguna vez, en la conversación, les pregunté vagamente acerca de esto; pero ellos no se dieron por enterados. Después he oído decir en Francia a varias personas que esta Sociedad de los Filadelfos no existió nunca; otros, en cambio, daban detalles de su organización y de su funcionamiento.

Decían estos que la Sociedad se había fundado en el ejército del Franco Condado, donde abundaban los liberales y los republicanos, por un oficial llamado Oudet. Cuando este primer jefe de los Filadelfos fue preso y enviado a la deportación, le sucedió Moreau. A Moreau, a su vez, le prendieron y le condenaron a muerte, y entonces Oudet, que ya estaba libre, preparó un complot para salvar a su compañero.

He oído contar también que en un acto de distribución de cruces en los Inválidos, al ir Bonaparte a poner la condecoración a un veterano, cuatro o cinco oficiales se acercaron a él, y uno de ellos, echando mano al puño de la espada, preguntó a sus compañeros: «¿Es tiempo?».

La pregunta llegó a oídos de Napoleón, el cual, pálido y lleno de terror, se volvió hacia su séquito y mandó detener inmediatamente, y luego desterrar, a los oficiales.

También se decía en los últimos años del Imperio que los Filadelfos habían tomado parte en la conspiración de la Alianza y en el complot que tramó Malet en el cuartel de Popincourt, y que estuvo a punto de triunfar a fuerza de ingenio y de audacia. Sanguinetti y De Frassac no me hablaron nunca de los Filadelfos. Quizá ellos mismos no estaban enterados de la existencia de la Sociedad; quizá eran bastante reservados para no decir nada.

Esta reserva la hubiera comprendido en Sanguinetti, pero no en De Frassac.

De Frassac se pasaba la vida en Irún y en mi cuarto. Al principio nos chocaba a Sanguinetti y a mí verle constantemente en la ventana que daba hacia el patio. Luego comprendimos que miraba a una vecinita: una muchacha muy graciosa de ojos negros, que aparecía en una azotea.

De Frassac, enamorado

Cuando le descubrimos la treta, De Frassac nos confesó que estaba enamorado, tan enamorado, que se hallaba dispuesto a pedir el retiro y a casarse.

—Pero ¿es para tanto? —le preguntamos, asombrados, Sanguinetti y yo.

—Sí, sí.

—¿Y hace tiempo que te entiendes con ella?

—Ya varios meses.

Mientras Sanguinetti y yo discutíamos nuestros proyectos de renovación politico-social, De Frassac echaba cartas a la vecina y recogía las que le escribía ella, con un hilo.

Por eso estaba siempre en la ventana.

Sanguinetti y yo autorizamos a De Frassac para monopolizar la ventana en el tiempo en que estuviera en mi casa mientras nosotros hablábamos.

La chica novia del gascón era bonita; pero a mí no me parecía un prodigio ni mucho menos, como a De Frassac. Se llamaba Paquita Zubialde, y el padre era un hombre bastante rico, ceñudo y malhumorado.

Dos o tres semanas después de que el teniente gascón nos reveló sus amores, nos dijo que había escrito a su padre hablándole de sus proyectos. El padre le contestó diciéndole que, aunque le hubiera parecido mejor que su hijo se casara con una francesa, y mejor con una del mismo pueblo, consentía de buen grado en el matrimonio.

El obstáculo vino por parte del padre de Paquita. Este, a la primera insinuación de su hija, afirmó que jamás la dejaría casarse con un francés.

El señor Zubialde, a pesar de vivir en la frontera, creía que un francés era de distinta naturaleza que un español, y que necesariamente españoles y franceses tenían que odiarse y desearse mutuamente toda clase de desgracias, aunque no tuvieran motivo personal de odio.

Zubialde hizo estas declaraciones gratuitamente, y como quien habla de una cosa lejana e improbable; pero cuando se enteró de que Paquita tenía relaciones con un teniente de dragones, se convirtió él en el dragón de su hija. Estableció un servicio de espionaje, cerró por sí mismo las puertas y no permitió que entrara un papel en su casa. Sin embargo, una criada de la Paquita, la Baschili, estaba vendida al oro gascón, y pasaba los recados de uno a otro.

El rapto

Llegó un día en que De Frassac apareció desesperado. Su regimiento tenía que trasladarse de Behovia, y a él le era indispensable marchar también.

Discutimos entre los tres el asunto.

—El pobre parece que es irreductible —dijo Sanguinetti—; no se aviene a razones. Lo mejor que puedes hacer es robar a la chica.

—No querrá ella —repuso De Frassac.

—Pruébalo.

¡Pardi! Sería un escándalo furioso.

—¡Ah, claro!

—¿A ti qué te parece, Aviraneta? —me preguntó De Frassac.

—¡Hombre! Si ella quiere…

—¿Podríamos contar con tus amigos?

—Si tú piensas casarte con ella, quizá…

—De eso no hay duda; inmediatamente. Si ella quiere, nos vamos a Behovia, y allí mismo nos casamos. ¿Tú podrás ayudarme?

—Sí.

—Entonces, ya que conoces el pueblo y la casa, dirige el negocio.

—Bueno. Me vas a comprometer; pero es igual. Tú escríbele a Paquita. Si acepta, el capitán Sanguinetti y yo prepararemos la fuga.

—Entonces tú diriges.

—Bien. Después di por ahí que te vas, y estate seis o siete días sin venir a Irún.

De Frassac escribió una carta, que pasó a casa de Zubialde por la Baschili, y la Baschili le entregó otra de Paquita, diciendo que estaba dispuesta a fugarse.

Sanguinetti y yo preparamos el plan del rapto, al cual llamaba el capitán, en broma, la obra latina, porque en ella interveníamos un francés, un español y un italiano.

Si la terraza donde aparecía la novia de De Frassac hubiera cerrado el patio que había entre mi casa y la de Zubialde, la escapatoria se hubiese podido efectuar con una escalera de cuerda; pero entre la pared de mi casa y la azotea de Paquita había un espacio de unos tres metros o algo más.

La ventaja que tenía la azotea para salir por ella era que Zubialde no supondría que su hija fuera bastante loca para escaparse por aquel punto.

Después de discutir varios proyectos Sanguinetti y yo, decidimos intentar el rapto por la azotea. Traeríamos una escala de cuerda del campamento francés de Behovia, la sujetaríamos en mi ventana, y luego yo, dando una vuelta por el tejado y pasando por encima de una viga, bajaría hasta la azotea de casa de Zubialde y ataría el extremo de la escala en el barandado de la terraza.

Subiríamos por allí la Paquita y yo, y después, soltando la escala de arriba, la echaríamos al patio, de modo que diera la impresión de que la escala había servido para subir del patio a la terraza, y no de la terraza a mi ventana.

Luego, desde mi buhardilla bajaríamos por la escalera de casa tranquilamente al portal, pondríamos un capote a Paquita, iríamos hasta la orilla del Bidasoa, cruzaríamos el río, y a Behovia.

«El Aventino» patrocinaba la aventura. Yo tenía que hacer volatines, y me reservaba la parte más difícil. Ganisch estaría de centinela a la puerta de mi casa, para dar la voz de alerta si ocurría algo; Pello Cortázar, en la salida del pueblo; Zugarramurdi y los demás, en la lancha.

Cuando supimos por la Baschili que Zubialde no cerraba el balcón que daba a la azotea, mandamos recado a Paquita que para las once de la noche estuviese preparada.

Sanguinetti se quedó conmigo en el cuarto; hacía una noche negra y sin estrellas. Dieron las once en el reloj de la iglesia y abrí sin ruido la ventana de mi buhardilla.

Sujetamos entre el italiano y yo la escalera de cuerda perfectamente y la echamos arrimada a la pared. Después venía la parte mía, la más difícil. Abrí la otra ventana, saqué el cuerpo fuera y comencé a ir avanzando por el tejadillo. A las siete u ocho varas tuve que montar en una viga, y a una altura de más de cincuenta pies crucé de una casa a otra.

Cuando llegué al tejado de enfrente salté de este a uno más bajo, y luego por el tubo de una cañería de agua, expuesto a caer cien veces, me descolgué a la azotea.

Llegado aquí, me acerqué a la barandilla; la escala, arrimada a la pared, estaba demasiado lejos para cogerla con la mano. Silbé suavemente. Sanguinetti me entendió, y comenzó a balancear la escala a derecha e izquierda, hasta que yo pude agarrarla. Inmediatamente la até a la barandilla, dejándola tensa.

Terminado esto, venía la segunda parte; temía yo que, a última hora, Paquita tuviera algún escrúpulo, y que, arrepentida, confesara el proyecto a su padre, en cuyo caso me esperaba el gran estacazo.

Me acerqué de puntillas al balcón, y llamé con los nudillos en el cristal, volví a llamar, y sin la menor, violencia se abrió el balcón y apareció la muchacha.

—¿Por dónde hay que subir? —me dijo.

—Por aquí.

Comenzó a subir y yo fui tras ella. El pudor puede mucho, pero el miedo puede más, y Paquita tuvo que apoyarse varias veces en mis brazos. Yo comprendí en aquellos momentos que De Frassac no se llevaba precisamente un esqueleto.

La escalera era larga, y costó mucho subirla. Con la ayuda de Sanguinetti, la muchacha entró en la buhardilla. Luego pasé yo. Desde arriba solté la escalera y la tiré al patio.

Ya dentro los tres, en mi cuarto, a oscuras, cerramos la ventana, se puso Paquita su capote, encendimos una linterna y bajamos las escaleras hasta el portal. Detrás de la puerta había un bulto, que se acercó a nosotros.

—¿Hay algo? —pregunté yo.

—Sin novedad —dijo la voz de Ganisch.

—Ya puedes marcharte si quieres —le advertí.

—Bueno.

Cerramos la puerta de mi casa, y, en compañía de Sanguinetti y de Paquita, llegamos a la salida del pueblo. Allá esperaba Pello Cortázar.

—¿Hay novedad? —le pregunté.

—Ninguna.

—¿Y la lancha?

—Allá está esperando.

Llegamos a un embarcadero de la ría y aparecieron De Frassac, Zugarramurdi y otros dos del «Aventino».

Entramos en el bote, y en medio de la más densa oscuridad atravesamos el Bidasoa de una orilla a otra, trazando una línea oblicua.

Al otro lado esperaban dos oficiales amigos de De Frassac. En un coche entramos Paquita, su novio, Sanguinetti, los dos oficiales y yo. Llegamos en poco tiempo a un castillo, próximos a Urraña, rodeado de bosques. Cruzamos el parque y entramos en una capilla iluminada. En un momento se celebró la boda.

Los novios quedaron allí; los testigos volvimos a Behovia, y yo me embarqué en la lancha, tripulada por Zugarramurdi.

A las tres de la mañana estaba en mi cuarto, acostado.

Al día siguiente hubo gran revuelo en casa de Zubialde, y en el pueblo entero se supo la noticia. No se llegó a aclarar nada.

Un mes más tarde, Sanguinetti me trajo noticias de los recién casados, que habían ido a vivir a Pau.

Aquel incidente me hizo afirmarme en la idea de que hay que tener más ímpetu que respeto, porque, como dice Maquiavelo, la fortuna es donna.

De todas maneras, era indispensable esperar la ocasión. ¿Vendría? ¿No vendría? Eso es lo que había de decidir mi vida.

Iztea, octubre de 1912.