NARRACION DE ETCHEPARE
VARIAS veces después fui a ver a Etchepare, que me llamaba a Bidart para hablar conmigo. El viejo republicano atizaba el fuego que comenzaba a arder en mi alma con sus recuerdos del período revolucionario, y trataba de infundirme la idea de que los jóvenes de mi edad debíamos hacer en España lo que los Vergniaud, los Petion y los Robespierre habían hecho en Francia.
Esta idea, como era natural, halagaba mi orgullo; me daba sueños y gloria; me hacía creerme hombre capaz de dirigir multitudes. Al mismo tiempo comenzaba a tener una sospecha de predestinación, como todos los ambiciosos.
Etchepare era mi confidente: le explicaba los trabajos que hacíamos en Irún; la marcha de nuestro «Aventino», y le hablaba de la gente afiliada a la Sociedad.
Varias veces, al citar a Lazcano, vi a Etchepare hacer un gesto de molestia. Como este gesto se repetía, tuve curiosidad de saber qué relación había habido entre los dos, y un día se lo pregunté francamente:
—Ha conocido usted a Lazcano y Eguía, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué clase de hombre es?
—No creo que sea buena persona.
—Yo tampoco.
—Yo, al menos, no le recomendaría a nadie —añadió Etchepare.
—¿Qué sabe usted de él?
—Vendió y traicionó a un hombre que fue su protector y su amigo.
—Es feo delito.
—Pues él no tuvo inconveniente en cometerlo.
—¡Cuente usted! Con una persona que se presenta como amigo y correligionario hay que saber hasta qué punto hay que llevar la desconfianza.
Etchepare se pasó la mano por la frente y murmuró:
—Es un recuerdo que me molesta…; pero, en fin…, lo contaré. Sabrás que soy militar retirado; he servido en el arma de Caballería hasta el golpe de Estado de Bonaparte. Yo me creía con derecho a matar al enemigo de mi patria; me creía con derecho para pelear por su libertad; cuando se trató de atacar la patria de los demás para la gloria de un hombre solo, dije no, y tiré la espada y pedí el retiro. No he sido nunca aficionado a los gritos y a las alharacas, y hasta las manifestaciones naturales de alegría me han molestado.
Cuando la célebre batalla de Valmy era yo sargento. El triunfo de las tropas republicanas había producido un entusiasmo en aquellos soldados muy natural y lógico. La noche después de la victoria, los cantos, los gritos, los vivas se repetían a cada momento. Estaba yo delante de la tienda de campaña, contemplando una hoguera que se consumía ante mis ojos, cuando acertó a pasar un oficial.
—¿Filosofas, ciudadano sargento? —me dijo.
—Ya ves, ciudadano oficial —le contesté.
El oficial se sentó a mi lado, y hablamos; hablamos de las esperanzas que iba a dar a Francia la Revolución.
—A Francia y al mundo —me dijo el oficial.
—Yo lo espero así.
—Yo también —añadió él—. Aunque francés de adopción, soy español de nacimiento.
—Tampoco yo soy del todo francés —le repliqué—, porque soy vasco. El español y yo nos hicimos amigos. Él estaba de oficial agregado a la Caballería; se llamaba Guzmán, Andrés María de Guzmán. Era hombre flaco, nervioso, de pelo muy negro y ojos inquietos.
Días después le volví a ver, y hablamos repetidas veces. No estábamos conformes en apreciar la política de la Revolución. Él era partidario del bando más ultrarradical de los montañeses; yo siempre tuve más simpatías por los girondinos. Guzmán era sospechoso en el Ejército; extranjero y muy aficionado a criticar los actos de los demás, no inspiraba confianza.
A fines de 1792 estuve yo en París, y paseando por las galerías del Palais Royal me encontré con Guzmán. Me habló de que había sido detenido y acusado de traidor, y que, gracias a los informes de la Sección de las Picas, donde tenía muchos amigos y partidarios, se había salvado. Guzmán llevaba una vida disipada; era jugador y libertino. Guzmán me llevó a su casa. Vivía en un piso alto de la rue Neuve des Mathurins, en el número 34, y tenía una casa pobre, como de obrero o de empleado de escaso sueldo; pero entre los muebles miserables había algunos riquísimos, entre ellos un espejo biselado y un secrétaire de concha.
Con Guzmán viva una mujer, que me presentó como sobrina suya; una mujer pálida, de una gran belleza. Esta mujer se llamaba Magdalena y había nacido en Gante, y era hija de una hermana de Guzmán.
Servía al tío y a la sobrina un criado viejo, belga, muy ceremonioso.
Guzmán me convidó a comer, y en la mesa hablamos. La sobrina apenas decía nada. Unos días después fui a casa de Guzmán, y como él no estaba, hablé largo rato con Magdalena. Ella se lamentaba amargamente de que su tío tomara una parte activa en la Revolución, de que se le considerara como un aventurero sin patria y sin hogar y de que fuera amigo y partidario entusiasta de Marat.
Realmente, Guzmán tenía mala fama. Era miembro influyente del Club extranjeros, del Obispado: del grupo de los extranjeros, grupo sospechoso, en el que había hombres entusiastas y cándidos, como Anacarsis Cootz y agiotistas, pagados por los ingleses y los prusianos.
Guzmán, que en la calle se mostraba atrevido y cínico, era comedido y prudente en su casa. Allí se presentaba de otra manera.
Largas conversaciones tuve con Magdalena en la buhardilla de la calle Nueva de los Mathurins. La familia de Guzmán, que, al parecer, primitivamente, se llama Pérez de Guzmán, era aristocrática en grado sumo, y tenía parientes de la más alta nobleza en España y Bélgica. Por lo que me dijo Magdalena, su tío Andrés había salido de España, de Granada, de donde era oriundo, a recoger una herencia fabulosa de un antepasado suyo, príncipe belga; pero una rama de los Montmorency les disputó la herencia, y en los pleitos que tuvo con esta familia poderosa se estableció una lucha de influencias, en la cual, como era lógico, vencieron los Montmorency, y, aunque Guzmán tenía más derecho, les desposeyeron de todas las propiedades y títulos.
Desde entonces, Andrés María de Guzmán se había sentido vejado, ofendido, y se había lanzado a defender las ideas revolucionarias más extremadas. Esta era la causa de la rebeldía y de la actitud republicana de su tío, según Magdalena; opinión de mujer, y de una mujer imbuida en prejuicios aristocráticos, que no podía comprender la inmensa atracción que ejercía la Revolución francesa en todos los hombres, fuesen nobles o plebeyos.
Magdalena era una mujer encantadora; pero tenía una preocupación nobiliaria que a mí se me antojaba odiosa. Muchas veces la vi tratar con altivez al viejo criado, que les servía únicamente por cariño. Tenía el convencimiento de que ella debía mandar y el anciano aquel debía obedecer. El criado estaba convencido de lo mismo.
Magdalena solía hablarme de sus parientes, de sus títulos, de sus posesiones, y también de su infancia de huérfana, educada en una casa de religiosas de Gante.
En todas nuestras conversaciones solíamos estar de acuerdo menos cuando hablábamos de la aristocracia y de los acontecimientos de la Revolución.
Alguna que otra vez pensé en dirigirme a Magdalena y decirla que la quería; pero temía una repulsa, no de la mujer, esto me hubiera entristecido, sino de la dama aristocrática, lo que me hubiera indignado.
Convencido de que Magdalena no era para mí, decidí abandonar París. Los acontecimientos políticos no llevaban el camino que yo consideraba bueno, y me vine a Bidart.
No era fácil en aquel tiempo permanecer aislado, y los amigos me llamaron a Bayona. En esta época había en Bayona un Comité español revolucionario. El Gobierno de la República lo sostenía, y de aquel Comité salían toda clase de folletos y de papeles, que entraban clandestinamente en España. En este Comité estaban representadas las tendencias que entonces había en la Convención.
Un grupo seguía a mi amigo Basterreche, y quería para España la República, una e indivisible; el otro, a cuyo frente estaba el abate Marchena, era federal, y deseaba tantas repúblicas como antiguos reinos hubo en España.
Se llegó a consultar a los conspiradores de París si sería mejor una República española, o una vasca, catalana, andaluza, etc., y los parisienses opinaron que serían mejor varias, no por sentimientos federalistas, sino por ser muy natural querer al vecino dividido.
Los republicanos españoles de Bayona tenían amigos en toda la península: en Madrid, en Barcelona, en San Sebastián; hasta en Burgos llegó a haber revolucionarios bastantes para formar una Sociedad secreta. En Salamanca se constituyó un club jacobino, que tuvo verdadera importancia.
Los centralistas, que reconocían como jefe, en Bayona, a Basterreche, tenían como representante en París a mi amigo Guzmán, que entonces era miembro del Comité del Club del Obispado y persona muy influyente con Danton y, sobre todo, con Marat.
Varias veces le había oído decir a Guzmán que Marat era oriundo de España, creo que de Cataluña; que sabía bastante bien el español, y que le interesaban los asuntos de la península. Los centralistas amigos de Basterreche representaban en el Comité español a los dantonianos y maratistas: a la Montaña.
Los federales españoles de Bayona tenían como representante en París al girondino Brissot. Eran todos brissotins, que entonces era sinónimo de ser políticos de cultura y de templanza. El partido federal español lo capitaneaba Marchena, y en él estaban afiliados Hevia, Ballesteros, Santibáñez, Rubín de Celis y otros.
Marchena escribió, desde Bayona, un aviso al pueblo español, con carácter girondino, abogando por la República federal, lo que desagradó profundamente a Guzmán, que envió un informe al ministro Lebrún, diciéndole que aquel papel estaba tan mal pensado como escrito.
Marchena, que era un pillo, había puesto, a propósito, grandes faltas gramaticales en su informe para que no se supiera que era él el autor del aviso. Sin embargo, Guzmán lo supo y consideró a Marchena como enemigo. Con esta divergencia entre las dos personas más visibles del partido revolucionario español, que ya era de por sí pequeño, se fraccionó y desapareció.