II

UN ESPAÑOL REVOLUCIONARIO

DESDE mi conversación con Etchepare sentí grandes deseos de instruirme. Como en Irún era muy difícil adquirir libros fui pidiéndolos a Bayona, a la librería de Gosse.

Etchepare me enviaba, con algunas mujeres bidartinas y las cascarotas de Ciburu, libros, folletos y toda clase de papeles En mi cuarto de Irún, quedaba sobre el tejado de una casa próxima, yo me dedicaba a leer y a pensar en cuestiones políticas. No hay que decir que cada día me sentía más republicano. Danton y Robespierre eran mis héroes favoritos.

Un libro que influyó mucho en el giro de mis pensamientos fue el Compendio de la vida y hechos de Joseph Bálsamo, llamado conde de Cagliostro, que se publicó en Barcelona años antes, traducido al italiano.

Este Cagliostro era un tipo curioso. Había fundado sociedades masónicas por todo el orbe. Unos lo consideraban como gran jefe de la masonería; otros, como embaucador, cuyas empresas todas no llevaban más fin que explotar a los incautos.

A pesar de esto, a mí me gustó la figura de aquel hombre y me impulsó a seguir sus pasos.

Los fundadores de «El Aventino»

Yo también decidí fundar una Sociedad secreta en Irún; nos reunimos para constituirla cinco muchachos: Ramón Echendía, Juan Larrumbide, más conocido por Ganisch; Pello Cortázar, Martín José Zugarramurdi y yo. La Sociedad se denominaría «El Aventino». Yo tuve que explicar lo que era esto del Aventino a los socios.

El reglamento de la Sociedad se calcó de la logia masónica de Bayona.

«El Aventino» llegó a tener veintisiete afiliados, repartidos entre Irún, San Sebastián, San Juan de Luz y Fuenterrabía, y contó con una buena cabeza: Juan Olavarría, que, pasados los años, en 1834, conspiró conmigo, en la Sociedad isabelina, contra el Estatuto Real y a favor de la Constitución de 1812.

Nuestro «Aventino» hizo algunas cosas de gracia, que si no pasaron a la Historia, dieron mucho que hablar en el pueblo.

Fueron calaveradas sin trascendencia política; pero alguna que otra vez servimos a la causa liberal repartiendo papeles que nos enviaron de las logias y ayudando a pasar la frontera a dos o tres fugitivos.

El aterrorizar al pueblo era uno de nuestros ideales. En una borda del camino del Bidasoa, donde nos reuníamos, inventamos que había duendes.

Un carnero misterioso solía salir y atacar al que osaba aproximarse.

La gente tenía miedo, y de noche nadie se acercaba por allí. Algunos de los socios llegaron también a asustarse, a pesar de saber que tanto el carnero misterioso como los duendes habían salido de nuestra cabeza.

Para conocernos de noche, los afiliados teníamos como contraseña el dar el grito del mochuelo, al que se contestaba con un silbido suave.

Una vez Ganisch subió un macho cabrío con un cencerro al balcón de una vieja muy beata y muy enemiga nuestra, y otra noche, escalando el tejado, tapó el agujero de la chimenea de la casa del alcalde.

No hay que decir cómo se puso la primera autoridad municipal. Juró que tenía que meter en la cárcel a medio pueblo si no se encontraba al autor de aquella trastada irrespetuosa.

Como en esta época era todo aún tan oscuro y confuso, hubo emisarios que pasaron por Irún y vinieron a visitarme como masón y presidente del «Aventino».

Esta oscuridad y confusión persistió siempre en las filas liberales y constituyó muchas veces la causa de nuestros fracasos, pues por un espejismo involuntario creíamos contar con organizaciones civiles y militares de importancia, cuando no teníamos más que los nombres en el papel.

Lazcano

Uno de los emisarios que pasó por Irún y estuvo en mi casa fue un señor de alguna edad que se llamaba don Rafael Lazcano y Eguía.

Lazcano y Eguía llevaba, la primera vez que pasó por Irún, una carta para el marqués de Beauharnais, entonces embajador de Francia en Madrid, y por lo que dijo tenía la misión de visitar las nacientes logias masónicas de España.

Lazcano blasonaba de liberal y de jacobino; pero siempre estaba luciendo su parentesco. El marqués de Tal que es mi primo; Fulano, que es mi pariente…

Tan pronto se jactaba Lazcano de ser aristócrata como de revolucionario; pero la idea que no variaba en él, la que le caracterizaba, era creer que todo el que no conociera el París de la Revolución era un pobre hombre.

Sólo el que hubiese presenciado las escenas revolucionarias parisienses podía hablar y estar enterado de las cosas.

Una parecida petulancia tuvieron años después los afrancesados, que se consideraban los únicos guardadores de las buenas ideas liberales, lo que no fue obstáculo para que se hicieran reaccionarios al poco tiempo.

Lazcano y Eguía era por entonces, cuando yo le conocí, hombre de unos cincuenta años, alto, de muy buen aspecto. Vestía chaleco rojo de solapa ancha y casaca de seda lisa, larga, de color castaña, estilo Directorio.

Lazcano era sobrino de los dos enciclopedistas más notables de Guipúzcoa: de don Joaquín de Eguía y de Ignacio Manuel de Altuna.

Lazcano había estudiado en el colegio de Vergara, y, como todos los que cursaron en aquellas cátedras, por entonces célebres, era entusiasta de Francia y de sus hombres.

Inmediatamente que pudo se largó a París. Allí conoció a lo más ilustre del elemento enciclopedista y se hizo amigo de la juventud dorada.

Tenía en París a su tío Eguía y Corral, un tipo excéntrico, que en treinta años de vida parisiense apenas salió de las galerías del Palais Royal, donde, según él, se encontraban todas las cosas necesarias y agradables para el cuerpo y para el espíritu, menos aquellas que no hacen falta para nada, o sea las boticas y las iglesias.

Altuna

De Ignacio Manuel de Altuna me habló mucho su sobrino, y me leyó varios trozos de las Confesiones, de Juan Jacobo Rousseau, en donde el escritor suizo se ocupa, con gran elogio, del gran guipuzcoano, amigo suyo.

Hoy no se puede formar idea de lo que representaba para uno de aquellos hombres, galómanos hasta la locura, el tener un pariente alabado por Rousseau. Era algo así como estar en vida dentro de la inmortalidad.

A mí, como nunca me entusiasmó lo que había leído de Juan Jacobo, no me hacía mella el que este escritor dirigiera aquellos diritambos a su amistad con el joven guipuzcoano.

Rousseau cuenta en las Confesiones cómo conoció a Altuna en Venecia: lo describe alto y bien formado, de tez blanca, de mejillas sonrosadas, de pelo castaño, casi rubio. Añade que, a pesar de ser religioso, era muy tolerante; que tenía distribuidas las horas del día para el estudio y que lo comprendía todo.

Altuna, desde Azcoitia, donde vivía, invitó a Rousseau a ir a refugiarse a Ibarluce, quinta de su propiedad, en el Ayuntamiento de Urrestilla, cerca de Azpeitia.

El marqués de Narros, que tenía simpatía por los enciclopedistas, pidió al Gobierno su beneplácito para que Rousseau pudiera instalarse en España, y el Gobierno lo concedió; pero el Santo Oficio intervino, y puso como condición que el escritor se retractase de las doctrinas o proposiciones que la Inquisición había censurado en sus libros, a lo cual Rousseau no se avino.

Rousseau sobrevivió a Altuna, el cual murió joven. El filósofo conservó un recuerdo muy romántico de su amigo el azcoitiano. Con esta frase resume la idea que tenía de él: «Ignacio Emmanuel de Altuna, etait un de ces hommes rares que l’Espagne seule produit, et qu’elle produit trop peu pour sa gloire».

Por encima de todos estos motivos de orgullo tenía Lazcano y Eguía el de haber estado en Francia en la época de la Revolución y presenciado las jornadas de terror en París.

Lazcano me solía hablar de aquella ebullición de la gran ciudad, hirviente de clubs, borracha de sangre, de gloria y de retórica, cuando montañeses y girondinos luchaban por el predominio y el Gobierno de la Commune aspiraba a la dictadura.

En las dos o tres temporadas que Lazcano y Eguía estuvo en Irún vino a todas horas a mi casa.

Aunque no me era simpático, le oía con mucho gusto.

A mis amigos del «Aventino» les parecía odioso. Realmente, tenía un carácter absorbente, de hombre vanidoso y pagado de sí mismo. Con el que no conocía tomaba unos aires de superioridad desagradables.

Se creía, además, muy conquistador. Para él no había mujer que no fuera abordable. Inmediatamente que venía una, casada o soltera, ya estaba como un gallo. Esto le produjo bastantes conflictos y algunas riñas y palizas.