VI

CONSUELO ARTEAGA

IGNACIO y yo, durante la infancia, fuimos a casa de un dómine que daba lecciones particulares a muchachos de buenas familias. Este dómine sabía algo de Latín y de Gramática, pero no nos enseñaba nada; lo único que hacía era espiarnos, y luego denunciarnos a nuestras familias. Creo, la verdad, que en el tiempo que estuve yendo a la clase de aquel buen señor no llegué a aprender cosa de provecho.

Ignacio adelantaba algo más que yo, y entró poco después de cadete en las Reales Guardias Españolas. Su padre era militar de graduación y noble, y no le fue difícil conseguir esta prebenda.

Mi familia hubiera podido lograr alguna otra cosa por el estilo para mi; pero a mi padre no le gustaba la milicia. Mi madre aseguraba que nosotros también éramos nobles, lo cual no me he tomado el trabajo de comprobar, porque no me ha interesado nunca.

Mi madre conservaba pergaminos de su familia materna, de los Alzates; pergaminos que supongo se habrán perdido.

De todas las historias, verdaderas o falsas, que contaban estos pergaminos, de lo único que me acuerdo, por su extrañeza, es de una lucha bárbara que uno de los Alzates tuvo con el señor de Saint-Per, que era francés, en el siglo XV, dentro del río Bidasoa, y de que un Pedro de Álzate fue trinchante de la reina Doña Blanca, y un Juan de Álzate, copero del rey.

Como te decía, nada de esto me ha entusiasmado; únicamente la realidad, de chico y de hombre, ha llegado a apasionarme. En la misma literatura no he podido nunca comprender las obras basadas en frases bonitas; si detrás de la ficción poética o dramática no he sentido la realidad, no me ha interesado el libro o el drama.

Mi padre no participaba de estas ideas. Él era, por el contrario, entusiasta de la Retórica y de las Humanidades, y me hacía leer versos académicos y almibarados, que a mí me aburrían.

Como te digo, sólo allí donde he vislumbrado la realidad, aunque sea a través de un velo espeso de ficción, he podido sentir interés.

A la muerte de mi padre, ocurrida en tiempos de la batalla de Trafalgar, se decidió entre mi madre y don Domingo Larrinaga que fuera yo a Méjico, donde teníamos un pariente rico.

Desde entonces, y puesto que tenía que dedicarme al comercio, la índole de mis estudios varió, y comencé a practicar el Francés y la Teneduría de libros.

La decisión de viajar me hizo creerme un aventurero, y me dio más valor y audacia en mis correrías callejeras.

Estaba deseando marcharme a América. Lo único que me ligaba a Madrid era mi madre y Consuelito Arteaga.

En la dehesa

Consuelo Arteaga era una rubia encantadora; tenía unos ojos azules claros; la nariz, un poco larga; la boca, ideal, y el pelo, ceniciento.

Contaba dos o tres años más que yo, y esta diferencia de edad le hacía a ella ser una señorita y a mí un chico.

Consuelo era una criatura mimada, delicada hasta tal punto, que todo le hacía daño. Era una sensitiva, una planta de invernadero.

Vivir pobremente, alternar con gente ordinaria, le parecía un horror. Crecía que ella, por ser ella, tenía derechos especiales que no tenían las demás mujeres.

Yo estaba entusiasmado; me hubiera dejado hacer pedazos por un capricho suyo; pero ella no me quería; le parecía un chico atrevido, estrafalario, y nada más.

Yo creía que, probándole que era valiente, audaz, llegaría a ganarme sus simpatías; pero no, a Consuelo no le agradaba esta manera de ser; sólo los príncipes y los cortesanos le gustaban. Yo, pequeño, bizco, sin fortuna, le parecía insignificante.

Para Consuelito, la vida de grandezas, de fausto, de elegancia, era la única digna; lo demás era vegetar miserablemente.

Yo, como había oído hablar en mi casa de la tranquilidad del hogar, de la mediocridad feliz, repetía estos conceptos; pero ella se burlaba de mis palabras.

También intentaba convencerla de que una cosa como la riqueza, que no la da el mérito, sino la casualidad, no podía tener el valor absoluto que ella le daba; pero Consuelo se reía de la justicia o injusticia de las cosas.

Un día fuimos a una dehesa próxima a San Fernando del Jarama en dos coches tirados por mulas una porción de muchachas y de muchachos.

Varios jóvenes montaron a caballo, y con una vara larga se ejercitaron en derribar reses bravas.

Emparanza, que montaba muy bien, se lució en este ejercicio, y me miró a mí varias veces burlonamente.

Luego, uno de los jóvenes se acercó a un novillo y le dio dos o tres quiebros. Yo no quise quedar mal, y por más que Ignacio me tiró varias veces de la casaca para disuadirme, me planté delante de un torete, que quizá por misericordia no me hizo nada.

La mala fe de Emparanza

Los circunstantes y Consuelo Arteaga admiraron mi valor. Yo había cumplido, estaba tranquilo; pero todavía me quedaba otra prueba. José Antonio Emparanza se empeñó en decir que tenía miedo a los caballos, y para demostrar lo contrario me monté en uno y pude galopar sobre él sin caerme. Volvía ya satisfecho de los éxitos de aquel día cuando Emparanza, pasando a mi lado, le dio a mi caballo un latigazo. El caballo botó y me tiró al suelo. Me levanté rápidamente; no me había hecho daño.

Presa de una cólera terrible, no dije nada; dejé el caballo en manos de un palafrenero y me reuní a los expedicionarios.

Estábamos esperando a montar en el coche cuando se me acercó Emparanza sonriendo.

—Por fin caíste —me dijo.

—Sí —y levantando la mano le pegué una bofetada que lo volví loco. Se armó un escándalo formidable, y tuvimos que volver a Madrid en distintos grupos. Cuando se supo la causa de mi cólera, casi todos se pusieron a mi favor.

Al día siguiente le escribí a Emparanza diciéndole que le había ofendido en público, y que si quería una satisfacción podía escoger las armas.

Cuando se supo esto en mi casa, mi madre y mis hermanas me acusaron de bárbaro y sin entrañas; me dijeron que quería matarlas a fuerza de disgustos. Se averiguó pronto la causa de la hostilidad mía con Emparanza, y se me conminó para que no dirigiera la palabra más a Consuelo.

Yo estaba furioso; creía que tenía razón. Mi madre, para apartarme de Consuelo, decidió que fuera a Irún, a casa de un hermano suyo. Allí podía aprender mejor el francés, mientras se fijaba la época de mi marcha a Méjico.

Yo me alegré de salir de Madrid. Estaba deseando ver un poco de mundo.