V

LA «MOJIGONA»

EN los dos campos donde se desarrollaba mi infancia, el familiar y el callejero, tenía amigos. Los de la calle eran chicos de familias de artesanos, libres, mal atendidos, que constantemente estaban haciendo diabluras y barbaridades. A alguno de ellos lo vi treinta y tantos años después de miliciano nacional y lo reconocí.

Los amigos míos de casa eran Ignacio Arteaga y José Antonio Emparanza.

Estos dos muchachos eran primos, los dos de la misma edad, pero de muy distinto carácter.

Ignacio Arteaga era un buen chico, generoso, lleno de efusión. Emparanza, en cambio, se manifestaba mal intencionado y canalla, sobre todo conmigo.

Arteaga y yo solíamos ir de paseo con un asistente de su padre, un soldado viejo, que se llamaba Medinilla.

Medinilla era andaluz, había estado en la guerra del Rosellón, y era el hombre más mentiroso y más alegre que he conocido.

Mientras estábamos en las Vistillas haciendo subir un cometa, o paseábamos por los altos de Monteleón, nos contaba cada bola que nos dejaba estupefactos.

Era también bastante aficionado a meterse en figones y tabernas, donde tenía grandes amigotes, y nos llevaba a nosotros en su compañía; así que conocíamos un personal tabernario de lo peor del pueblo.

Muchas veces llegábamos a casa con una mancha de vino en la camisa, y teníamos que contar una serie de mentiras, una detrás de otra, para explicar la genealogía de la mancha.

Emparanza era muy poco amigo del viejo Medinilla, y menos amigo mío.

La razón de nuestra enemistad consistía en que éramos rivales.

Ignacio Arteaga tenía una hermana, Consuelito, que era una muchacha preciosa; Emparanza y yo nos disputábamos su amistad.

Ella no tenía motivo alguno para odiar a Emparanza, y le trataba como a mí; en cambio, yo sí lo tenía. Emparanza buscaba siempre la ocasión de mortificarme, de desacreditarme ante ella; yo lo sabía y estaba dispuesto a romperme el alma con él.

Ignacio me defendía casi siempre; éramos los dos muy amigos, y una aventura que nos ocurrió yendo juntos nos hizo inseparables.

En aquella época se celebraba en Madrid la Cruz de Mayo con grandes fiestas.

Las de mi barrio eran de las más célebres, y entre estas tenían fama las de Puerta de Moros, Morería y la de la ermita de San Millán, en la plaza de la Cebada.

Se ponían altares con imágenes y flores en las esquinas, y se nombraba la Maya, la chica más bonita de la calle, vestida con las mejores prendas, no sólo de su casa, sino de la vecindad.

Para contraste con la Maya, los mozos solían escoger una vieja, la más fea y la más negra del barrio; la vestían con un traje desastrado y la llevaban así, como en triunfo, al frente de una rondalla. A esta vieja, que hacía contraste con la Maya, la llamaban, no sé por qué, la Mojigona.

Uno de estos días en que se celebraba la Cruz de Mayo, tendría yo diez o doce años e Ignacio Arteaga otros tantos, cuando salimos de casa, y, al cruzar la calle de Segovia, vimos una comparsa de bandurrias y de guitarras que marchaba por la calle de la Morería abajo La seguimos hasta cansarnos. Volvíamos a casa, cuando en un portal estrecho nos sorprendió una escena grotesca. Una vieja de pelo blanco, fea, horrible, una verdadera arpía, bailaba, mientras un gitano tocaba la guitarra.

—¡Eh, eh! ¡La Mojigona! —decía el hombre—. A ver cómo se mueve ese cuerpo sandunguero.

Y la vieja se agitaba en contorsiones horribles.

Llevaba la vieja un delantal hecho con una estera, adornado con cáscaras de huevo, un collar de guindillas y cáscaras de patatas y una corona de ajos en la cabeza.

Varios chiquillos desharrapados de la calle miraban desde la puerta, y nosotros nos acercamos a ellos; pero el gitano, empujando bruscamente a los harapientos, gritó:

—¡Fuera de ahí! Dejad pasar a los señoritos.

Pasamos los dos, siguió el baile, y de pronto, el viejo, dejando la guitarra, cerró el postigo de la casa y nos quedamos Ignacio y yo dentro del zaguán. Luego la vieja horrible abrió la puerta de un corralillo, y nos dijo:

—Pasad aquí.

Pasamos los dos sorprendidos y amedrentados, y el gitano, dirigiéndose a la vieja, le dijo:

—Vamos, señora Mojigona, ayúdeme usted a desplumar a estos pajaritos.

—Con mil amores, pichón; ya sabes que lo que tú me mandas es para mí la santa palabra.

La vieja nos intimó para que nos acercásemos a ella, y nos despojó de nuestras ropas. Quedamos desnudos. A mí, únicamente me dejaron la montera, porque, sin duda, les pareció que no valía nada.

Después nos echó a cada uno una chaqueta formada por harapos y llena de piojos.

—Y ahora, ¿qué hacemos con estos niños? —preguntó la vieja.

—Que se pasen así unas horas —contestó el gitano—. Así sabrán estos angelitos lo que es el hambre, mientras nosotros comemos y bebemos.

Se cerró la puerta del corral, y al verse Ignacio solo y desnudo, comenzó a llorar. En aquel momento yo no tenía miedo; mi única preocupación era encontrar un recurso para salir de allí; más que por otra cosa, por demostrar mi superioridad a Ignacio.

Durante unos momentos hice un examen de todo lo que se podía ensayar en aquel rincón. Era muy poco o casi nada. Me llevé maquinalmente la mano a la cabeza, me saqué la montera y me encontré con que dentro llevaba, como siempre, un trozo de pedernal, de acero y de yesca.

Pensé si se podría hacer algo con aquello, y vi que en el ángulo del corralillo había un montón de paja y otro grande de tablas viejas y de maderas podridas.

Al momento se me ocurrió una idea.

—Bueno —le dije a Ignacio rudamente—; te advierto que dentro de un momento estamos fuera.

Ignacio me miró asombrado. Saqué yo de la chaqueta vieja una serie de hilas y le dije a Ignacio que hiciera lo mismo.

Después comencé a dar con el acero en el pedernal y encendí la yesca. Con la yesca y los pedazos de trapo encendimos la paja, y en la llama que se formó fuimos echando trozos de tabla, hasta que se hizo una hoguera grande. El humo nos hacía llorar, nos ahogaba; pero peligro no teníamos ninguno. En esto apareció un hombre en una ventana, que comenzó a gritar; poco después, varios vecinos abrían la puerta del corral y nos dejaban en libertad. Cuando contamos nuestra aventura, los vecinos nos trajeron ropas, y en medio de un grupo de gente llegamos a casa. Lo mismo en mi familia que en la de Arteaga, produjo nuestro relato gran sensación.