III

EL MADRID DE 1800

LA calle del Estudio de la Villa, donde yo he nacido, calle que hoy se llama solamente de la Villa, es una calle corta y tortuosa; arranca desde el Pretil de los Consejos, cerca de la Capitanía General, y termina en la plaza de la Cruz Verde, plaza desconocida por los madrileños actuales, pues es un pequeño espacio irregular próximo a la calle de Segovia, según se baja hacia el puente, a mano derecha.

Mi calle, como he dicho, era corta y tortuosa; a la entrada, frente a mi casa, se encontraba la academia pública de Humanidades, que regentó el maestro Juan López de Hoyos, cuando asistió a sus aulas Cervantes. Esta academia, que llamaban el Estudio de la Villa, daba nombre a la calle.

La casa donde yo nací, que aún existe, se conocía en el barrio con el nombre de casa de las monjas del Sacramento, y era un edificio grande de tres pisos, con vuelta al Pretil de los Consejos.

Aquella y otras varias, unidas al convento de las monjas, formaban una sola manzana, limitada por las calles del Estudio, del Sacramento, del Rollo y de la plaza de la Cruz Verde.

Un barrio sintetizador

En este rincón de mi barrio hice yo mis primeras correrías. Era difícil encontrar un barrio tan sintetizador como aquel de la vida cortesana y aun de la vida nacional; era el barrio más castizo de Madrid, el más antiguo, el más típico, el receptáculo de todo lo viejo, de todo lo jaque, de todo lo abigarrado y pintoresco de la villa del oso y del madroño.

Representaba, como ningún otro, la vida del país. La Inquisición tenía su hogar en la plaza Mayor, y en la de la Cruz Verde, los lugares del auto de fe en gran escala y de los autillos. Estos autillos debieron de ser célebres en otra época, y como recuerdo quedaba en la plaza de la Cruz Verde, al decir de la gente, una cruz de madera pintada de este color; la monarquía tenía en el barrio el Palacio Real; la aristocracia, la casa enorme de Osuna.

La religión contaba con una serie de parroquias y de conventos: San Pedro, San Justo, San Andrés, la capilla del Obispo, las Carboneras. Además, en la calle del Sacramento estaba el palacio arzobispal, y en la calle del Nuncio el del embajador de Su Santidad.

Otras instituciones fuertes ostentaban en el barrio representación completa. El dinero y la usura, en la calle del Duque de Nájera, donde estuvo la casa de Samuel Leví, el tesorero del rey Don Pedro de Castilla; el dinero y el amor, en le calle del Rebeque, donde se hallaba la tesorería de Palacio, edificio que luego compró Ruy Gómez de Silva, el marido de la princesa de Eboli, para incorporarlo al mayorazgo de la Aliseda.

Un ramo importante de la agricultura tenía su asiento en la plaza próxima a la capilla del Obispo. En esta plazoleta, los campesinos de los alrededores de Madrid habían establecido desde tiempos antiguos un mercado diario de granos y de paja.

La elección de este sitio para mercado provenía de la época en que al cabildo de la capilla del Obispo se le daba como subvención una carga de paja para el mantenimiento de la mula de cada uno de los capellanes, a condición de usar en sus paseos mantilla negra larga sobre la caballería y de que los fámulos llevaran traje y montera del mismo color.

El capellán mayor y los otros menores sacaban a vender todo el pienso que se les entregaba y que no consumían a esta plazoleta, que desde entonces se llamó de la Paja. Llegó un día en que las cosas se pusieron mal; a las mulas de los capellanes se les cortó la ración de pienso; pero la costumbre estaba hecha, y los labradores de Parla y Fuenlabrada, fieles a la tradición, siguieron llevando sus cargas de paja al mismo tiempo.

La mendicidad tenía, como no podía menos, en la corte española, su representación en el barrio. Allí estaba la calle del Panecillo, llamada este modo porque se repartía en ella un panecillo de limosna a cada pobre que se presentaba, y la calle de la Pasa y la del Rollo, que tenían el mismo motivo mendicante de denominación.

El hampa no dejaba de tener su recuerdo; cerca se encontraba la calle del Azotado, o de los Azotados, hoy calle del Cordón, por donde pasaban montados en burro los condenados a esta pena mientras el verdugo les calentaba las espaldas.

La fiesta nacional tenía la calle del Toro, con un poco de historia tauromáquico-fantástica, adjudicada a ella. Durante mucho tiempo había habido en esta callejuela una casa adornada con los cuernos de un toro estoqueado en una corrida regia.

La gente del barrio aseguraba que los cuernos sujetos a la pared bramaban a la misma hora en que fue estoqueado el animal. Otros decían que estos bramidos los producía un chico, que se burlaba así de la gente del pueblo, y que se ganó, cuando se le descubrió, la gran paliza.

No sólo teníamos en el barrio representación de las cosas terrenas, sino también de las de ultratumba; así, había un bodegón del Infierno, donde se reunían los aguadores a comer el clásico puchero, y un callejón del Infierno, que después del siete de julio se llamó Arco de Triunfo.

Los eruditos en esta clase de cosas decían que se llamaba callejón del Infierno porque en un incendio que estalló en la plaza Mayor, la gente que miraba las llamas desde aquella rendija angosta le encontraba el aspecto de la entrada de los dominios de Plutón.

Hubo un tiempo que fue necesario ensanchar este corredor estrecho para que pudiera pasar el coche real, y un poeta satírico, que era, además, cura, escribió con tal motivo un romance, que comenzaba así:

¡A qué estado habrán llegado

las costumbres de este pueblo,

que es necesario ensanchar

el callejón del Infierno!

La casa misteriosa

Además de estas curiosidades, había en mi barrio algo que llegó a ser durante mi infancia una gran preocupación.

Era una casa pequeña de la calle de Santa María, que hacía esquina a una calleja que llevaba el nombre del Duque de Nájera.

Esta casa tenía dos cuerpos; piso principal, con cuatro balcones muy grandes y muy altos, con las vidrieras de cristales pequeños, verdosos y emplomados, y un segundo piso, estrecho y cuadrado, a modo de torre, con un solo balcón.

En el piso bajo no tenía más abertura que unos ventanillos altos, con rejas, y un portal estrecho, de trabuco, del que partía una escalera de caracol.

Los chicos del barrio solían decir que aquella casa amarilla era misteriosa en extremo; algunos aseguraban que en ella había duendes; otros afirmaban que monederos falsos; pero los más enterados decían que era uno de los puntos de cita de los masones.

Esta versión poco a poco fue generalizándose, y entre la gente del barrio se llamaba aquella casa la casa de los masones. Se contaban historias extraordinarias de las reuniones que tenían allí los afiliados a esta secta, en las cuales todos iban enmascarados. Se afirmaba que bebían sangre y juraban guardar su secreto delante de una calavera, con la punta de una espada desnuda en el pecho.

Muchas veces, de chico, estuve mirando aquella casa amarilla con gran curiosidad. De día no entraba nadie: sólo, a veces, al anochecer, se veía pasar algún embozado; daba unos golpes con los nudillos en la puerta, se abría esta con una cuerda atada al picaporte desde arriba y el hombre desaparecía en la oscuridad.