LAS DOS INFLUENCIAS
—SOY un hombre de mala suerte, mi querido Pello, en parte mitigada por mi fuerza de voluntad grande. Soy de esos que no se desaniman fácilmente ni consideran que una causa está perdida hasta que no ven medio alguno de encontrar una solución. No tengo nada de místico, ni creo que haya en el mundo más que fuerzas naturales; pero, aunque tuviera la sorpresa de encontrarme después de muerto con el infierno, no lo podría considerar como una cosa definitiva e irremediable, y mientras alentara, pensaría en buscar recursos para mejorar mi situación. La esperanza no la abandonaría nunca.
Mi filosofía, si es que a un político aventurero se le permite tener filosofía, ha sido siempre esa: trabajar con entusiasmo para conseguir las cosas, y cuando no las he conseguido, quedarme tranquilo y renunciar a ellas sin dolor alguno.
Como hombre de mala suerte, he sufrido bastantes desgracias; he presenciado catástrofes, derrotas, incendios, matanzas; patriota entusiasta, he sido testigo de dos invasiones extranjeras y del desmoronamiento del imperio colonial español; liberal y progresista, he visto a mi país padeciendo las reacciones más bárbaras; me ha herido la calumnia y el descrédito, privándome de todas las armas cuando necesitaba más de ellas; he pasado por casi todas las cárceles de España; he estado muchas veces a punto de ser fusilado…, y, sin embargo, si volviera a vivir, volvería a hacer lo mismo que lo que hice.
—Hay que ser consecuente —murmuró Leguía, lanzando una bocanada de humo al aire.
—Lo dices con cierta sorna —replicó Aviraneta—. Ya sé que, en el fondo, te burlas de los de mi época. Los jóvenes de hoy vais siendo demasiado positivistas.
—¡Bah!
—Ya no estimáis más que los resultados. Adoradores del éxito.
—¡Claro! Es natural.
—Para mí no ha sido natural. Hay personas que sólo en determinadas condiciones se pueden poner en acción. Yo no he pensado esto nunca. Todas las ocasiones y todos los momentos me han parecido buenos para defender mis ideas e intentar mis planes. De militar, tan trascendental me parecía sorprender un correo como ganar una acción; de político, las elecciones de cualquier pueblo me han interesado tanto y me han parecido tan importantes como las de la capital. A las gentes que se agitan como yo, las personas tranquilas las llaman perturbadoras, anarquistas…
—Al grano, don Eugenio, al grano. Se pierde usted en disquisiciones, maestro.
—Vamos al grano. Empezaré por mi nacimiento. Me llamo Eugenio Aviraneta Ibargoyen Echegaray y Alzate. Soy vasco por los cuatro costados, pero he nacido en Madrid. Mi padre se llamaba Felipe Francisco, y era de Vergara; mi madre, Juana Josefa, y era de Irún.
Mi padre había venido a hacer sus estudios a Madrid, y allí conoció a mi madre, que era hija de un militar, don Mateo de Ibargoyen. Mi padre y mi madre se casaron en la parroquia de San Miguel. Mi padre, que era abogado de algún nombre, tenía muy buena clientela; años antes de nacer yo había defendido un pleito a favor de las monjas del Sacramento, y estas, como pago de sus honorarios, le cedieron, para habitarla, una casa de propiedad del convento y contigua a él, que daba a la calle del Estudio de la Villa y tenía el número 10.
Aquí nací yo. Si te interesa saber la fecha, te diré que fue un día 13, mal día, el 13 de noviembre de 1792, y fui bautizado el 14 en la iglesia de Santa María Real de la Almudena.
Fue mi padrino don Domingo de Larrinaga, militar de alta graduación, amigo de mi padre. Por eso yo me llamo Eugenio Domingo.
Tenía dos hermanas, Antonia Cecilia y Antonia Juana; una, mayor que yo, y la otra, más pequeña. De niñas, las dos eran rollizas y altas; en cambio, yo siempre fui pequeño y encanijado.
A pesar de mi pequeñez y encanijamiento, no estuve nunca malo.
—Este chico no crece —decía mi madre a doña María Antonia de Echevarría, que era su amiga más íntima.
—Ya crecerá; no tengas cuidado —contestaba doña María Antonia.
Yo no crecía; pero estaba fuerte como la mala hierba. Que hiciera frío o calor, que cayera ese sol de agosto madrileño que parece va a derretir hasta las piedras, o que estuvieran las fuentes y los charcos helados, para mí era lo mismo. Mi lugar predilecto era la calle.
A los siete años di un disgusto a mi familia, porque me abrieron la cabeza de un cantazo en una pedrea que tuvimos en las Vistillas unos moros de Lavapiés y unos cristianos de mi barrio, y a los nueve proporcioné otro disgusto serio a los autores de mis días, porque le arrimé una pedrada de honda a un chico en el pecho, y estuvo, según dijeron, a punto de morirse.
Durante toda la infancia me encontré sometido a dos influencias: la de casa y la de la calle.
Estas influencias eran tan opuestas, tan contradictorias, que no había entre ellas término medio posible.
Con indicarte cómo era mi casa y cómo era la calle, lo comprenderás en seguida.
Mi casa era una casa especial. Mi padre profesaba ideas modernas para su época; pero, a pesar de esto, se manifestaba muy grave, muy ceremonioso, muy hidalguesco. En el fondo, tenía todas las preocupaciones del antiguo régimen, un poco amortiguadas por su tendencia filosófica.
Mi madre le consideraba como a un oráculo; para ella, el dueño de la casa tenía la categoría y el poder del pater familias romano.
Las dos personas más consideradas por mi padre eran don Domingo de Larrinaga y don Juan Ignacio de Arteaga.
Estos dos señores eran militares de alta graduación; Arteaga había estado en Méjico, donde se casó con doña Luisa Emparanza, señora muy entonada y de familia rica.
Larrinaga y Arteaga profesaban, como mi padre, ideas modernas, que en aquella época no se llamaban todavía liberales.
Es lógico que las tendencias de renovación y de cambio en un país vengan del elemento culto y no del pueblo. El pueblo toma las ideas cuando ya han fermentado, y les da violencia, fuerza, para que puedan generalizarse; pero los primeros contagios siempre comienzan entre la minoría culta. Esto pasó en Francia, en España y creo que pasará en todas partes.
El elemento aristocrático español aceptó en aquel tiempo las ideas nuevas que tendían a fomentar la agricultura, la industria y a mejorar la educación de la juventud, y solamente cuando vio que, a la larga, estas ideas eran contrarias a los privilegios de clase se opusieron a ellas. Entonces la posibilidad de un predominio democrático se veía muy lejana. Todo el mundo quería transformar, sin contar gran cosa con el pueblo, a quien se consideraba como un elemento inerte.
En una Memoria que publicó don Andrés Muriel, titulada Gobierno del Señor Rey don Carlos III o instrucción reservada para la dirección de la Junta de Estado, se puede ver el entusiasmo reformador que había en España en algunos individuos de las altas clases.
En las provincias vascongadas también los nobles y las personas notables fueron los primeros que se lanzaron a defender las ideas de renovación en pleno siglo XVIII.
En algunos pueblos se desarrolló un gran entusiasmo por la lectura. En Guipúzcoa solamente había quince suscriptores a la Enciclopedia de Diderot; con seguridad, en todo el resto de España no llegaban a tantos.
Muchas gentes de los pueblos guipuzcoanos se reunían con otras de las mismas aficiones y trataban y discutían cuestiones de arte y de ciencia. Se hablaba de algunos hidalgos que se habían metido en su casa a hacer experimentos por su cuenta.
En Azcoitia, según nos decía Larrinaga, tenían una academia, de la que formaba parte la gente más distinguida de la villa. Esta academia se llamaba «Los Caballeritos de Azcoitia», y de ella formaban parte Ignacio Manuel de Altuna, Joaquín de Eguía, el conde de Peña Florida y otros enciclopedistas guipuzcoanos menos conocidos.
Los caballeritos de Azcoitia habían señalado sus días para el estudio. Los lunes los consagraban a las Matemáticas; los martes, a la Física; el miércoles, a la Historia y a las traducciones; el jueves, a la Música; el viernes, a la Geografía; el sábado, a los asuntos de actualidad, y el domingo se celebraban fiestas de teatro y conciertos.
Aseguraba Larrinaga que por suscripción se habían llevado a Azcoitia una máquina neumática, una eléctrica de Nollet y varios aparatos traídos de Londres. Se habían discutido también en aquella academia las tesis físicas y matemáticas de Bernouilli, de Newton y de Franklin.
Los hidalgos azcoitianos sentían un gran entusiasmo por los nuevos métodos basados en la experiencia, y cuando el P. Isla criticó en el Fray Gerundio, desde un punto de vista teológico, la enseñanza experimental, que se comenzaba a emplear en Física, los caballeritos le atacaron con saña, firmando su impugnación, llena de burlas maliciosas, con el seudónimo de los Aldeanos críticos.
De Azcoitia salió la Sociedad Económica Vascongada y la de los Amigos del País, que después sirvieron de modelo para muchas otras sociedades de la misma clase que se fundaron en casi todas las regiones españolas.
Mi padre, que, como he dicho, era de Vergara, no podía aceptar la supremacía de ninguna otra ciudad sobre la suya; pero no tenía más remedio que reconocer que Azcoitia había sido la primera en comenzar el movimiento filosófico en las Vascongadas y aun en España.
Realmente, el seminario de Vergara era un centro científico importantísimo. Después de la expulsión de los jesuitas, los enciclopedistas y afrancesados de Azcoitia se apoderaron del colegio de Vergara, e hicieron de él el foco de las nuevas ideas. Mientras los frailes en Salamanca explicaban una Física y una Química con procedimientos teológicos, en Vergara se empleaban aparatos, se hacían experiencias.
En Filosofía y en Derecho natural se profesaban ideas modernísimas.
Vergara había discutido con Beasaín acerca del nacimiento de San Martín de Aguirre, a quien los unos tenían por vergarés y los otros por natural de Loynaz, y el Papa, elegido como árbitro, dio en una bula la razón al seminario guipuzcoano.
Parecía absurdo que a un chico que vivía en Madrid se le pusiesen como modelos de centros de cultura dos pueblos pequeños como Azcoitia y Vergara; pero hay que tener en cuenta que entonces Madrid era uno de los lugares más atrasados y más bárbaros de España.
Tanto me hablaban mi padre y mi padrino de estos dos pueblos, que yo me los figuraba como un sitio en donde los hombres más viejos, con sus barbas blancas, iban a la escuela.
Muchas veces las ideas nuevas, en vez de destruir las viejas, les servían como de cuña. Así pasaba en mi casa. Parecía que el liberalismo de mi padre había llegado a dar a mi familia un carácter más tradicional. Aquella casa tenía aire de santuario; todas las pequeñas prácticas de la vida tomaban allí un tinte religioso. Conversar, escribir una carta, dar los días, eran actos solemnes. El rezar el rosario por las noches y el ir a misa los domingos eran ya ceremonias llenas de unción y de santidad.
Al lado de este ambiente de respetabilidad que respiraba en mi casa, tenía el aire de la calle madrileña, un cierzo de las Vistillas y de Puerta de Moros, de la cuesta de la Vega y de Lavapiés, que cortaba como una navaja de afeitar.
Por estas callejuelas del viejo Madrid se respiraba entonces un vaho espeso de pueblo bajo, de maniobra violenta, desgarrada, desvergonzada.
En aquellos tiempos, la Puerta de Moros y la plaza del Alamillo eran tan peligrosas como las cañadas de Sierra Morena. En estas callejuelas madrileñas privaba la majeza, el desplante, la frase dura, el chiste burlón y agresivo. Allí se le daba una puñalada a uno en menos que canta un gallo, y se le pintaba un jabeque al lucero del alba. Entonces, la gente pobre de Madrid era completamente salvaje, y se vivía en las casas de los barrios bajos como en las cuevas de los gitanos.
Madrid era una gran Corte de los Milagros.
Por todas partes se veían mendigos, tullidos que mostraban sus deformidades y sus llagas; ciegos que entonaban una cantinela lamentable; procesiones y rosarios. Hasta los más metafísicos misterios del catolicismo servían para ser cantados al son de la vihuela, y los romances de los bandidos alternaban con la vida de los santos y las relaciones de los milagros más despampanantes.
No había esquinazo que no se empapelara con noticias de novenas, vísperas y trisagios; ni calle en donde faltara un momento la agradable perspectiva del cogote de un fraile.
Hoy no se puede tener idea de lo que era aquel Madrid; habría que dar muchos detalles para poder formarse un concepto aproximado a la realidad.
Entre las solemnidades ceremoniosas de mi casa y la abigarrada majeza del arroyo estaba yo como el alma de Garibay, más cerca por mis gustos de la chulapería callejera que de la majestuosa severidad de mi hogar.