EL ARCHIVO SECRETO
UN año después, una tarde de invierno, Aviraneta y Pello marchaban, en un tílburi, por la carretera de Bayona.
Habían salido de Irún después de comer y pensaba detenerse en Bidart.
Bidart es una aldea de la costa vascofrancesa que está entre San Juan de Luz y Biarritz; tiene una iglesia, con su cementerio alrededor; unas cuantas casas agrupadas, constituyendo el pueblo, y otras varias diseminadas por las dunas próximas al mar y cubiertas de hierba verde.
Estas dunas forman parte del acantilado que comienza en Hendaya y acaba en Biarritz.
La tarde estaba lluviosa y gris. Entre la niebla apenas se veía. Pello iba dirigiendo el tílburi, obedeciendo las indicaciones de Aviraneta.
—El tiempo se nos mete en aguas —murmuró Aviraneta.
—Sí; parece que sí.
—A ti eso no te preocupa; pero a mí, mucho.
—¿Por qué?
—Por el reuma.
—Pero ¿tiene usted reuma de veras, o es que dice usted que lo tiene cuando le conviene, don Eugenio? Porque voy viendo que cuando no quiere usted hacer algo padece usted de reuma.
—¡Qué opinión estás formando de mí! Lo que es si a ti te encargaran mi biografía, ¡me he lucido!
—Yo supongo que no sólo engañará usted a los carlistas, sino que engañará usted también a los amigos.
—Eres un granuja, Pello. Eres indigno de mi amistad.
—Insúlteme usted, y soy capaz de ir con el tílburi al mar y empezar a marchar por encima, como Neptuno.
—¡Neptuno, sí; buen tuno estás hecho tú!
—¡Hombre, don Eugenio! No juegue usted con el vocablo de una manera tan vulgar; eso no está a su altura.
—¡Hay que descender a veces, amigo Pello!
Habían pasado Guethary y marchaban entre la carretera y la costa. Pronto encontraron un punto en donde el camino se bifurcaba.
—Tira por la izquierda —dijo Aviraneta—; ya te diré dónde tienes que parar.
El tílburi tomó el camino de la izquierda, que se iba acercando al mar, y que subía en una pendiente suave. Antes de llegar a la cima. Aviraneta mandó hacer alto delante de una casa rústica.
Era una casita con ventanas verdes y dos galerías por el lado del camino, cubiertos por una parra que iba dejando sus hojas marchitas al viento; por el lado contrario, hacia el mar, tenía un prado y un pequeño jardín.
La puerta del caserío estaba abierta, y Aviraneta y Leguía entraron en el zaguán. Una vieja, muy arrugada, les salió al encuentro con dos chicos de la mano. Aviraneta cambió con ella algunas palabras en castellano y en francés, dio unas monedas de cobre a los chicos y comenzó a subir la escalera seguido de Leguía.
Llegaron al piso segundo; Aviraneta entró en un cuarto y abrió las maderas de un gran balcón que daba al mar.
La tarde, lluviosa, iba oscureciendo rápidamente; la noche se venía encima; apenas llegaba a verse algo en el interior de la casa.
—Mira a ver si por ahí hay un quinqué —dijo Aviraneta.
—Sí, aquí hay uno —contestó Pello.
—Bueno; tráelo. También habrá por ahí una maquinilla de espíritu de vino y una botella con petróleo.
Leguía buscó, a tientas, en un vasar, y encontró las dos cosas pedidas.
Aviraneta se puso a limpiar la lámpara, la llenó de petróleo y la encendió. Después cerró las maderas del balcón, abrió un armario y sacó un bote de café y un molinillo.
—Ahora, mientras yo enciendo la estufa y hago el café —dijo Aviraneta—, di a la mujer del caserío, madama Ithurbide, yo la llamo así por ser este el nombre del caserío, que nos prepare la cena, y de paso mira a ver si han metido el caballo en la cuadra y le han dado pienso.
—Bueno; todo se hará.
Leguía desapareció por la escalera, y Aviraneta, renqueando por el reuma, limpió la estufa, golpeando el tubo con un hierro para que saliera el hollín; la cargó con astillas y pedazos de carbón de piedra y le dio fuego con unos periódicos viejos. Después se puso a moler el café.
Unos minutos más tarde volvió Leguía.
—¿Ya tenemos fuego, maestro? —dijo.
—Sí, ya tenernos fuego. ¿Qué hay de los encargos?
—He conferenciado con madama Ithurbide. Larga negociación. Hemos llegado a este resultado: primero, sopa de coles; segundo, un par de huevos fritos con jamón; tercero, un pollo guisado; cuarto, una cola de merluza con salsa a la mayonesa, y quinto, arroz con leche. Como vino, hay uno de Beziers, bastante aceptable. Se puede alternar con sidra. No he podido conseguir más en mi negociación diplomática.
—¿Todo eso que has dicho piensas comer? —preguntó Aviraneta.
—Ya lo creo. Las emociones me desgastan mucho el organismo.
—Eres un tragón. ¿Has visto si el caballo está en la cuadra?
—Sí; está comiendo su pienso.
—Bueno; pues acaba de moler el café, que yo voy a dejar la mesa libre.
Leguía cogió el molinillo y comenzó a dar vueltas al manubrio, mientras Aviraneta limpiaba la mesa con un trapo.
—Con esa levita y ese sombrero de copa, haciendo de cocinero, me resultas un tipo ridículo —dijo Aviraneta.
Realmente, Leguía estaba hecho un dandy, con su levita entallada y su redoblante en la cabeza.
—Pues usted está también un poco grotesco —dijo Leguía mirando a Aviraneta, que, después de limpiar la mesa, estaba a gatas, delante de la estufa, con las manos negras.
—Ahí dentro, en ese armario, debe haber unas blusas viejas, que yo empleo para andar en la huerta. Mira a ver si las encuentras.
Leguía las sacó, y el maestro y el discípulo se quitaron las levitas para ponerse las blusas.
—Este será el mandil masónico que usted empleará en las tenidas negras —dijo Leguía—. ¡Cómo se conoce que estamos en casa de un venerable! ¿Qué grado tiene usted, treinta y tres o cuarenta y tres, don Eugenio?
—Bueno, bueno; esos chistes a mí no me causan impresión, Pello. Voy a lavarme las manos. Ojo con la estufa, ¿eh?
—Bueno.
Aviraneta volvió al poco rato.
—¿Marcha la estufa?
—Como una seda. El agua del café hierve. Esa madama Ithurbide es la que me está preocupando.
—Ya vendrá, hombre, ya vendrá.
Los dos amigos se sentaron, con los pies al lado de la estufa, hasta que entró madama Ithurbide con el mantel y los cubiertos.
—Madama Ithurbide, ¡salud! —gritó Leguía—. Permita usted que la abrace. ¿Todo ha salido bien?
—Todo.
—¿Las coles estarán blandas?
—Sí, sí.
—¿El pollo no se habrá desgraciado?
—No.
—A la mayonesa, ¿le ha encontrado usted el punto?
—Sí, señor.
—¡Es usted admirable, madama Ithurbide!
Se sentaron a la mesa los dos amigos e hicieron honores a la cena. Después se sirvieron el café, del que Aviraneta tomó tres tazas, y luego se dedicaron a fumar. Leguía llevó delante de la estufa un colchón y una almohada; improvisó un diván, y se tendió en él. De cuando en cuando hacía una reflexión optimista acerca de la vida.
—Este caserío es mío —dijo de pronto Aviraneta—; me lo dejó un pariente en unas condiciones poco comunes. Por su mandato no le puedo cobrar al inquilino más que cincuenta francos al año; pero él tiene la obligación de reservarme los cuartos de este piso y de este lado, que dan al mar.
—¡Cosa rara!
—Sí; era un tipo bastante extraño mi tío.
Comenzó a llover; se oía el redoblar de las gotas de agua que azota han los cristales de las ventanas; todas las trompetas del viento sonaban al unísono, silbando, cantando, mugiendo; alguna ventana chirriaba en el enmohecido gozne con un quejido lastimero, y terminaba dando un golpazo. A veces, el viento, rugiente, parecía que iba a arrancar la casa y a llevarla en el aire; luego volvía a su moscardoneo manso y en algunos momentos se detenía, y entonces resonaba el rumor de la lluvia y el del mar.
—¿Para cuándo reserva usted su ingenio, maestro? —dijo de pronto Leguía.
—¿Por qué dices eso?
—Porque debía usted amenizar la velada contando algo interesante.
—¿Te aburres?
—¡Psch! Un poco.
—¡Claro! ¡Estás acostumbrado a la vida del gran mundo!
—Creo que exagera usted, maestro.
—No; no exagero. ¿Has escrito a Corito?
—Sí, ayer.
—Pues si quieres y no te parece más aburrido que no hacer nada, te contaré algunos episodios de mi vida.
—Eso es lo que le estaba pidiendo a usted.
—¿No te resultará pesado?
—De ninguna manera.
—No me vengas con cortesías. Ya sabes, Pello, que te conozco. Si no te gusta el proyecto, no he dicho nada.
—Me gusta, maestro, me gusta; una historia entretenida es para mí en este momento el complemento de la cena.
—Muy bien; eso me basta.
Aviraneta cruzó el comedor y abrió una puerta que daba a un cuarto contiguo. Este cuarto estaba lleno de cajas y de trastos viejos.
—¿Qué tiene usted ahí? —preguntó Leguía.
—Ahí tengo unos cuadros que unos chapelgorris amigos míos sacaron de unas iglesias de la Rioja.
—¿Sacaron? Quiere usted decir que los robaron.
—No vamos a reñir por cuestión de verbos; pon el que te dé la gana; pero te advierto que tu tío Fermín Leguía iba con ellos.
—Mi tío Fermín ha sido siempre un hombre enemigo de las supersticiones. ¿Y valen algo esos cuadros?
—Sí; los hay muy bonitos: tablas góticas de verdadero mérito.
—¿Y qué piensa usted hacer con todo eso? ¿Venderlo?
—No. ¡Ca! No soy tan positivista. Los guardaré para cuando tenga casa.
—Y usted, enemigo de la religión, ¿se va usted a pasar la vida mirando santitos? Vamos, don Eugenio, le creía a usted un hombre de más fuerza. Creo que va usted chocheando.
—Pello, eres un beocio. No quiero enseñarte mis cuadros. Eres indigno de contemplar una tabla gótica.
—Creo que sí, completamente indigno. ¿Qué tiene usted en ese armario?
—Este es el archivo secreto. Con esto podría echar abajo muchas reputaciones falsas de honradez, de valor, de moralidad…
—¿Y qué adelantaría usted?
—Quitar la máscara a muchos tunantes.
—¡Bah! Todos los hombres tienen su zona de luz y de sombra: unos más, otros menos. Hay que tomarlos como son.
—Esta es tu opinión, Pello; pero y no la mía. En fin, dejemos eso, en este cuadernito tengo los apuntes y las fechas, por si alguna vez escribo mis Memorias para confundir a mis enemigos. Repito: si te aburre, dímelo.
—Venga esa historia —dijo Leguía, encendiendo un cigarro y tendiéndose en su improvisado diván.
Aviraneta se acercó al quinqué; abrió su cuaderno, sacó su lente y comenzó la narración.