V

POR EL CAMINO

ZURBANO y sus oficiales habían salido camino de La Bastida. Hasta un par de horas después Aviraneta y Leguía no tuvieron la silla de postas preparada.

Montaron a la puerta del parador, y comenzaron a bajar deprisa el cerro de Laguardia.

El día, de junio, era claro, con sol, pero fresco; algunas nieblas suaves, ligeras, iban corriendo por el aire y deshaciéndose sobre la falda oscura de los montes.

Al pasar por cerca de Samaniego se encontraron a Mecolalde, con una compañía, que iba a retaguardia. Habían detenido un landó, ocupado por una señora y un caballero, y a dos vagabundos de malas trazas que se habían escondido en un viñedo al ver a la tropa. En ellos reconoció Leguía al hombre de la zamarra y al Raposo.

—Ahí tiene usted a dos de los asaltantes de anoche —dijo Pello a Aviraneta.

—¿Son esos?

—Sí.

El hombre de la zamarra, al ver a Aviraneta, volvió la cabeza rápidamente.

—¿Han cogido ustedes gente sospechosa? —preguntó Aviraneta a Mecolalde.

—Sí.

—¿Qué clase de tipos son?

—Estos son espías de los carlistas.

—Entonces mala les espera.

—Martín ordenará lo que haya que hacer con ellos.

La silla de postas avanzó por entre los soldados; al pasar por delante del landó detenido, Aviraneta echó una mirada hacia el interior del coche y se estremeció.

—Va dentro una mujer muy guapa —dijo Leguía, que había mirado también.

Aviraneta no dijo nada; pero poco después mandó al cochero de la silla de postas que se detuviese; se paró la silla de postas en medio del camino, y pasó por delante de ella el landó, rodeado de soldados.

Detrás del caballo de Mecolalde venían el Raposo y el hombre de la zamarra con las manos atadas.

En esto se vio aparecer a Zurbano, al galope, seguido de un ayudante. Mecolalde se acercó a él, y los dos jefes hablaron. Mecolalde explicó, sin duda, a Zurbano lo que ocurría.

—A los dos vagabundos y al caballero, que los fusilen delante de esta tapia —gritó Zurbano—. A la señora llevadla al depósito.

Dos soldados abrieron el landó e intimaron a los viajeros para que bajasen. Salieron del interior un caballero y una señora. El caballero era un hombre de unos cuarenta años, delgado, esbelto, de bigote corto; la señora, una mujer morena, de poca estatura, pero de arrogante presencia.

Aviraneta se acercó disimuladamente a Zurbano.

—Martín —dijo—; una palabra. Zurbano se inclinó desde su caballo.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Esta mujer ha sido mi mujer —dijo Aviraneta.

—¿Tu mujer?

—Sí. ¿No podrías dejarla en libertad?

—Lo haré por ti.

—Y por los otros, ¿puedes hacer algo?

—Nada. Dile a esa señora que se vaya. No hago la guerra ni a las mujeres ni a los niños; no soy ningún Cabrera.

Aviraneta le rogó a Pello que comunicara a aquella señora las palabras de Zurbano. Leguía se acercó a la dama y se descubrió.

—Señora —dijo—, el coronel Zurbano, como favor especial, le permite a usted marcharse libremente.

—¿A mí sola?

—A usted sola.

—¿Y mi esposo?

—Quedará prisionero.

—Pues dígale usted a ese bruto —replicó la dama con aire orgulloso e insultante— que no me separo de mí marido.

—Pero, señora…

—Nada, nada.

Leguía se inclinó, y, acercándose a Aviraneta, le contó lo que pasaba.

—¿Es su marido? —preguntó Aviraneta con cierto asombro.

—Sí.

Aviraneta habló nuevamente a Zurbano y le convenció de que sería mejor interrogar a los prisioneros.

—Bueno; vamos a entrar en esta casa. Se celebrará un juicio sumarísimo.

La casa que había indicado el coronel tenía un ancho zaguán y una columna de piedra en el centro; pusieron junto a esta una mesa; Zurbano se sentó en medio; a su derecha, Mecolalde, y a su izquierda, un capitán.

—Que entren los prisioneros —dijo Zurbano.

Rodeados de media docena de soldados y de varios oficiales entraron la señora, el caballero, el Raposo y el hombre de la zamarra.

Vargas

—Interrógueles usted, capitán —dijo Zurbano.

—¿A quién primero?

—Al señor.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó el capitán.

—Don Fernando de Vargas —contestó el caballero, esforzándose por aparecer sereno y tranquilo.

—¿De dónde viene usted?

—De Valladolid.

—¿Adónde iba usted?

—A Francia.

—¿Es usted carlista?

—Sí, señor.

—¿Lleva usted alguna misión de su partido?

—No, señor.

—¿Qué parentesco tiene usted con esa señora?

—Es mi esposa.

—¿Conoce usted a estos dos hombres?

—A este —y señaló al de la zamarra— lo conozco. Ha sido criado mío: pero hace ya muchos años que no le veía. Al otro no le conozco.

—Está bien. ¿Sigo el interrogatorio? preguntó el capitán a Zurbano.

—No; empiece usted con el otro.

El hombre de la zamarra se defiende

El capitán comenzó a interrogar al hombre de la zamarra; pero este, por exceso de astucia, quiso hacerse el tonto. El capitán se picó al ver que el mendigo se le escabullía por entre los dedos, y fue acorralándole a preguntas. A veces, las contestaciones maliciosas y los subterfugios del viejo hicieron arrancar una carcajada a los oficiales.

En esto, abriéndose paso por entre los soldados, se presentó ante el tribunal un hombre con facha de labriego. Ni Aviraneta ni Leguía le reconocieron; era uno de los que habían estado la noche anterior en el parador del Vizcaíno, el compañero del asesinado por la banda del hombre de la zamarra.

—¿Quién es usted y qué quiere? —preguntó Zurbano al verle.

—Vengo a declarar —dijo el labriego—. Ayer noche, un compañero mío, tratante en granos, y yo, fuimos al parador del Vizcaíno, de Laguardia. Nos pusieron a los dos a dormir en el mismo cuarto. A medianoche me desperté sobresaltado, y me encontré con cinco hombres que me ataron y me amenazaron con las navajas si daba un grito. Aquellos hombres acababan de matar en la cama a mi compañero; entre los asesinos estaban estos dos.

—¡Miente! —gritó el hombre de la zamarra—. Ese día yo no estaba en Laguardia.

—Digo la verdad —afirmó el labriego.

—¿Los reconoce usted a los dos? ¿Tiene usted la seguridad de que son ellos? —preguntó Zurbano, señalando al de la zamarra y al Raposo.

—Sí, señor; la seguridad absoluta.

—Está bien. No hay más que hablar. Retírese usted, buen hombre. Se hará justicia. La señora y el caballero, que vayan escoltados al depósito de Logroño. A estos dos granujas, pegarles cuatro tiros delante de esa tapia.

El hombre de la zamarra, al oír esto, dio un salto y se echó para atrás; derribó a tres o cuatro soldados; pero no pudo salir y cayó al suelo. Allí se defendió como una fiera, pateando, mordiendo, hasta que le sujetaron y le ataron los brazos. El Raposo, sin que nadie se diera cuenta, se escabulló como una rata y comenzó a correr a campo traviesa. Los soldados le dispararon una descarga, y cayó a cuarenta o cincuenta metros; pero poco después se levantó y echó a correr.

El hombre de la zamarra presenció la fuga de su compañero. Cuando le mandaron avanzar por la carretera, para fusilarle, estaba transfigurado. Se veía vencido; pero esto le daba una gran energía.

—¡Canallas! ¡Cobardes! Por mucho que me matéis, yo he matado más de los vuestros —gritaba.

—¡Anda! ¡Anda! Que te vamos a dar para vino —le decía un soldado joven, riendo.

Al pasar por delante de Aviraneta, el hombre de la zamarra le miró fijamente, y exclamó:

—Señor de Aviraneta. Cada cual trabaja por sus ideas, a su manera, ¿verdad?

Aviraneta no dijo nada.

La patrulla que llevaba al que iban a fusilar se alejó.

Al poco rato se oyó una descarga; poco después, un tiro suelto, y luego, otro.

—Ya lo han rematado —dijo un soldado viejo a Leguía.

—En fin, un enemigo menos —murmuró Aviraneta.

Aviraneta y Leguía montaron en la silla de postas y cruzaron entre los soldados de Zurbano.

—¿Habrá usted presenciado muchas escenas de estas, eh, don Eugenio? —preguntó Leguía.

—¡Figúrate! Cuando estemos tranquilos, y si no te aburre, te contaré algunos episodios de mi vida.

—¿Aburrirme? ¡Nada de eso! Le escucharé a usted con mucho gusto.

La silla de postas marchó a tomar la carretera de Haro, y de allí siguió en dirección a Miranda de Ebro.