III

VIOLENCIA CONTRA VIOLENCIA

HUBO un momento de silencio.

—Creo que te engañas, Zurbano —dijo Aviraneta secamente.

—El que se engaña eres tú, Aviraneta —replicó Zurbano.

—Suponer que la mala fe está sólo en los políticos es un absurdo.

—¿Piensas tú que los políticos españoles son buenos?

—No. ¡Cómo voy a pensar eso! Sé que son malos; pero sé que tienen muchos de ellos tanta buena fe como los de los demás países.

—Entonces no comprendo por qué lo hacen mal.

—Lo hacen mal porque en España es imposible hacerlo bien. Los políticos son malos cuando el país es malo.

—No, no. España no es peor que otra nación.

—No será peor individualmente; lo es colectivamente.

—No entiendo eso. Me parece lo que dices una de esas frases de político que no quieren decir nada.

—Un hombre puede ser buen hombre y mal ciudadano.

—Cuando se es mal ciudadano se es mal hombre —contestó Zurbano, dando un puñetazo en la mesa.

—No. Un Cristo que viviera entre nosotros sería un buen hombre, sería un mal ciudadano.

—Argucias.

—Razones.

—Di lo que quieras. Yo estoy convencido de que son los políticos los que nos matan. ¿Por qué no se acaba la guerra civil? Por ellos.

—Por ellos y por los generales, que se odian —replicó Aviraneta—. Hace unos meses estaba yo en Arcos de la Frontera y veía cómo dos generales del ejército liberal, Aláix y Narváez, no sólo no se ayudaban nunca, sino que hacían lo posible para que los carlistas de Gómez derrotasen a las tropas de su compañero y rival. Y esto de las rivalidades es lo más digno que pasa entre ellos. No hablemos de lo más indigno.

—¿Y por qué no se habla claro en ese Congreso? —preguntó Zurbano—. ¿Por qué no se dice la verdad? Eso no es un Congreso; es un charco de ranas.

—Aunque fuera un estanque de cisnes sería lo mismo.

—Aquí se necesita un hombre, Aviraneta.

—Aquí se necesita un pueblo, Zurbano.

—Yo estoy convencido de que en España, hoy, lo mejor sería una dictadura militar, una dictadura de un hombre justo, valiente, que supiese sentar las costillas a todo el que quisiera salirse de la ley.

—No, Martín —contestó Aviraneta—; no estoy conforme. España no necesita más que una dictadura: la de la justicia, la de la inteligencia, la de la libertad. Nada de fuerza, nada de soldados que quieran imitar a Napoleón. El Poder civil debe estar siempre por encima del Poder militar. El Ejército no debe ser más que el brazo de la nación, nunca la cabeza.

Aviraneta habla de sí mismo

—No estoy conforme —y Zurbano dio un puñetazo en la mesa—. Los soldados somos tan ciudadanos como los demás ciudadanos que exponen su vida. ¿Podéis decir lo mismo los políticos?

—¿Lo dices por mí, Martín?

—Lo digo por todos vosotros.

—He peleado en la guerra de la Independencia con don Jerónimo Merino —contestó Aviraneta fríamente.

—Queréis ganar batallas desde los rincones de los ministerios.

—He hecho cuatro campañas.

—Aspiráis a mandar con vuestras intrigas; no sois tan liberales como nosotros los militares.

—He peleado el año veintitrés con el Empecinado; el año treinta tomé parte de la expedición de Mina; hoy sigo luchando contra los facciosos.

—Sí; pero queréis tenerlo todo en vuestra mano; no queréis que el mundo sea libre.

—He guerreado con lord Byron por la independencia de Grecia.

—No os preocupa más que lo que pasa en Madrid; no sois patriotas.

—Tomé parte en Méjico en la expedición del general Barradas.

—No dudo de que seas un valiente; pero, créeme, Aviraneta, sólo un hombre de puños, capaz de fusilar a todo el que no ande derecho, puede salvar a España.

—Sería necesario que cuando acabara de fusilar a todos hubiera otro hombre de puños que le fusilara a él —replicó Aviraneta.

Urbano el ibero

La discusión siguió así, en el mismo tono extremado y agresivo. Los demás oían y callaban, presenciando el duelo. Estaban frente a frente el torero y el toro, el cazador y la fiera, la violencia impulsiva de Zurbano ante la energía serena de Aviraneta.

No era posible dar una idea de la actitud y de las palabras de Zurbano; acostumbrado a mandar, la resistencia le irritaba; hablaba, accionaba, daba puñetazos en la mesa, se revolvía furioso; quería oír y, al mismo tiempo, acogotar al contrincante.

Aquel hombre era un admirable ejemplar de la violencia ibérica; su alma, inquieta, tumultuosa, tenía algo de volcán en perpetua erupción.

Era el fiero cántabro, violento, exaltado, con un valor que llegaba a la temeridad, a la tendencia suicida, con una confianza grande en su estrella.

Esta confianza le hacía emprender aventuras absurdas. Una de ellas se la contó Mecolalde a Leguía en un alto de la discusión.

Unos meses antes, en noviembre del año anterior, habían salido ele noche unos doscientos hombres del batallón de Zurbano, desde Vitoria.

Al llegar cerca de Salvatierra, Zurbano dejó el grueso principal de la fuerza en una altura, viendo que el terreno que se presentaba ante ellos era pantanoso, y con veinte jinetes y doce infantes se metió sigilosamente en Zalduendo, ocupado por los carlistas. Zurbano sabía dónde estaba alojado el general Iturralde, y solo, envuelto en el capote, se dirigió hacia la casa.

—Buenas noches —le dijo al centinela.

—Buenas noches —le contestó el soldado.

Zurbano entró en el portal, subió la escalera, recorrió un pasillo y llegó a un cuarto donde unos veinte hombres, la mayoría oficiales carlistas, estaban jugando al monte.

El banquero tenía suerte: iba acumulando delante de sí una gran cantidad de plata y de billetes. Dio las cartas, y viendo que Zurbano no apuntaba, le dijo:

—¿Y usted no juega, compañero?

—Yo copo —dijo Zurbano, y se levantó y extendió la mano sobre la mesa.

—¿Quién es este hombre? —gritó Iturralde.

—¡Soy Martín Zurbano! Todo el inundo queda preso.

Y sacó un trabuco que llevaba escondido debajo del capote.

Los jugadores quedaron sorprendidos; Martín, valiéndose de su sorpresa, se asomó al balcón y dijo a Mecolalde:

—¡Eh, vosotros, venid arriba!

Así prendió Zurbano al mariscal de campo del ejército carlista don Francisco Iturralde, a su mujer, a su hijo, a cinco oficiales y a cincuenta y cuatro personas más.

Estas gatadas eran frecuentes en el guerrillero riojano, que vivía sólo para la guerra, para la emboscada, para la sorpresa.

Aquel hombre, por lo que dijo Mecolalde, era insensible a los placeres materiales; no comía ni dormía. Era de una austeridad furiosa y salvaje.

Para que su genio fuera más irascible, padecía del estómago, y la enfermedad daba a su rostro, largo y fino, unas arrugas de melancolía; sus ojos, grises y azulados, brillaban con furor; la boca, de labios pálidos y rectos, denotaba un carácter de crueldad y de energía.

Siempre vibrante, siempre amenazador, Zurbano hablaba con un fuego extraordinario, con una elocuencia incorrecta y a veces incoherente.

En aquel duelo de palabras entablado en el comedor de la fonda, Aviraneta se batía a la defensiva: parecía un aguilucho resistiendo las embestidas de un jabalí.

De pronto, los dos contrincantes se pusieron de acuerdo, pensando en la patria futura. Zurbano entreveía en el porvenir un mundo de justicia y de bondad, sin guerras, sin enemigos, sin violencias; Aviraneta estaba conforme; mas, para acercarse a aquel ideal, los dos consideraban que había de seguirse distinto camino. El uno creía que era indispensable marchar de frente, aniquilando las torpezas y las mentiras dejadas por el pasado; el otro pensaba que había que tomar por el atajo y atacar al enemigo de soslayo, cuando no se pudiese cara a cara.